La muerte de Satao
Con el café de la mañana oficiamos diariamente el rito de la información, que responde a nuestra necesidad de saber qué pasa en el tiempo que nos toca vivir. La mayoría de las noticias nos provoca desagrado, enojo, angustia. Pero raramente les devolvemos nuestro compromiso personal. Actuamos como pasivos receptores de las revelaciones de una realidad que otros construyen sin tenernos en cuenta.
Afrontamos luego nuestra jornada con la tranquilidad de sabernos enterados. Intercambiamos opiniones sobre el hecho del día, compartimos la alegría o la indignación y al cabo de un tiempo abandonamos el asunto, básicamente, por tedio. Borges solía decirme que las notas periodísticas son un lamentable derroche literario porque están, por lo general, escritas para el olvido. Nos informamos rápido, olvidamos pronto y quedamos disponibles para acoger un nuevo espectáculo, escándalo o atrocidad que nos vuelva a inyectar adrenalina y nos dé cuenta de la actualidad más transitoria. Lo dijo Heidegger: el hombre vive ávido de novedades. Y lo nuevo debe sucederse constantemente para que no nos detengamos nunca demasiado en nada y nos guardemos del hastío.
Sin embargo, últimamente el hastío nos acompaña como ese dolor mudo, crónico y difuso que de tan persistente deja de ser percibido como dolor. Es que, desde hace un largo tiempo, las novedades no pasan de ser variaciones de lo mismo: los mismos actores, las mismas bajezas, las palabras consabidas.
Entretanto, otras cosas suceden en este mundo ciertamente ancho, pero no ajeno; cosas que no por acontecer lejos de nuestra constreñida esfera de desasosiegos dejan de ser de nuestra incumbencia, porque tienen que ver con la condición humana, con infamias político-socio-económicas que siguen imperando en el mundo. Tienen que ver con la pregunta filosófica de todos los tiempos: por qué existe el mal.
Tal vez, en medio de los desvelos más acuciantes de nuestra sociedad, esta nota llegue a parecer inoportuna y hasta absurda. Pero no puedo dejar de compartir la crónica de un crimen recientemente perpetrado: el de Satao, el rey de los elefantes.
Satao vivía en el Parque Nacional de Tsavo, en el noreste de Kenya, una de las reservas africanas más antiguas, más extensas y más ricas en biodiversidad. En esa vasta sabana, Satao supo ganarse el título de rey de los elefantes en virtud de su formidable porte, pero sobre todo por su bondad, su predisposición a la amistad y su asombrosa inteligencia. Cuentan sus guardias que Satao solía esconderse detrás de los arbustos para ocultar sus enormes colmillos de los cazadores. Era consciente de que el riesgo de su vida radicaba en esos marfiles.
La inquietud comenzó en mayo, cuando los cuidadores de la reserva no lograban localizarlo hasta que, a fines del mes, lo hallaron muerto, sin sus colmillos, claro está, y con su cara arrancada. Cazadores furtivos, equipados con gafas de visión nocturna y flechas envenenadas, habían abatido finalmente a Satao, el orgullo de Tsavo, el símbolo de Kenya. La consternación fue tal que el Kenya Wildlife Service no se atrevió a anunciar su muerte hasta el mes pasado. Lo lloró toda la nación.
África padece la irrefrenable caza furtiva de elefantes africanos. Mejor dicho: el mundo padece este crimen.
El elefante africano es el mamífero terrestre de mayor peso y el segundo en altura en el reino animal. Sus colmillos pueden llegar a medir dos metros y a pesar 60 kilos. Sus colmillos, puro marfil. "Marfil: maldición del elefante africano/ para proveer a culturas exóticas/ de teclas de piano y bolas de billar", dice el poeta ugandés Timothy Wangura. El mercado negro asiático llega a pagar 200 dólares el kilo de marfil. Su precio va en aumento.
En 1989, se prohibió la caza, pero no sirvió de mucho. En la última década, la población de este extraordinario paquidermo se redujo en un 60%. En 2011 se han registrado más de 2500 muertes. El gobierno de Kenya sospecha que en lo que va de este año ya se superan las 900.
Y pensar que esos cazadores ilegales no reciben más de tres dólares por kilo. Lo que pone en evidencia la cadena de una miseria humana extensa y activa que fomenta un mercado rico al que suministra la sostenida pobreza.
Se suma a esto lo que, desde el año pasado, denuncian varias organizaciones humanistas: el hecho de que grupos guerrilleros, tales como el grupo armado ugandés LRA (Ejército de Resistencia del Señor), se sirven de la caza ilegal y el comercio del marfil para financiar su equipamiento de armas y sus operaciones terroristas. La muerte alcanza también a los cuidadores. En los últimos 20 años, sólo en el Parque Nacional Virunga de la República Democrática del Congo, 160 guardias de seguridad han sido asesinados por los rebeldes para liberar el acceso a los elefantes y al marfil.
Siempre la guerra, siempre la codicia, siempre la crueldad. El mal. La novedad es que ha quedado vacío el trono de una realeza constantemente amenazada por los hombres: la de la vida. Hoy sabemos que Satao ya no esconderá sus colmillos detrás de los arbustos, ya no gozará de las duchas refrescantes, ya no se paseará por la sabana de Tsavo. Una tristeza a la que seguirá el olvido. O el silencio.
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