La motivación estudiantil como meta
Motivación, del verbo latino movere y su participio, motus. Una palabra que desde el origen sugiere movimiento y que en el campo educativo nos lleva a pensar qué mueve a los estudiantes hoy, a identificar cuál es el motor que los impulsa a avanzar. Ampliando el foco al contexto, surgen otras preguntas: ¿está la escuela en línea con los intereses de su comunidad o es un dispositivo obsoleto que se debe reemplazar? ¿Cómo alcanzar una mayor integración entre esta institución hija de la modernidad y los modos de vida actuales?
Desde siempre, la educación se propuso compartir la cultura, poner en común lo construido y preparar a las nuevas generaciones para su inserción en el entorno social. Con un modelo transmisivo caduco, a esta función histórica sobreviene la de formar en competencias críticas que faciliten la gestión del cambio en un mundo que se desplaza velozmente. Los estudiantes deberán habitar escenarios en los que no bastará el conocimiento adquirido, de ahí que las habilidades y actitudes desarrolladas para abrazar lo inédito se vuelvan elementos esenciales. Destacamos que la escuela sigue siendo el espacio formal por excelencia para el encuentro humano y la práctica de hábitos positivos, lo que quedó demostrado durante la pandemia. Aunque es claro que ya no es el lugar exclusivo del saber, porque este está distribuido sin un enclave único, su presencia continúa siendo central en las sociedades contemporáneas.
Aprender a aprender es el mandato del momento. Y en este paradigma la motivación asume un rol fundamental: los estudiantes tienen que encontrar un sentido a sus rutinas, estas tienen que conectar con sus intereses. Para que sea viable, nos toca agudizar la escucha y promover un diálogo abierto que los implique y los motive, porque toda educación es en algún punto autoeducación. Sin un principio personal activo ninguna educación es posible y la apatía –un mal de la época– se expande.
Está escrito que para que un estudiante se comprometa con su propio aprendizaje deben confluir tres dimensiones: la conductual, la cognitiva y la emocional. En un sistema en el que aprobar insume cada vez menos esfuerzo, la batalla se juega en el terreno emocional, que es el más incierto porque se sustenta en el interés del estudiante por aprender. Esto es, justamente, la propia motivación, ese motor individual que conduce al logro de objetivos.
Aquí retomamos nuestra pregunta inicial: ¿qué los mueve, entonces? Sabemos que la calidad de vida tiene mucho que ver con lo motivacional. Para no caer en la apatía, estado en el que se desdibujan las referencias externas y la esfera interna se quiebra, una motivación de tipo trascendente podría resultar clave: una fuerza que incline a actuar por las consecuencias de esa acción en los demás.
Si nos situamos en un orden que excede lo estrictamente subjetivo para inscribirse en el ámbito de la conciencia social, quizá podamos marcar una diferencia. Quizá más que nunca en la historia estamos desplegando una sensibilidad ecológica que incluye la certeza de que no estamos solos, que confirma que nuestras obras afectan a otros y que nosotros también somos afectados en un proceso de retroalimentación constante.
Siendo la educación una realidad que se da en red, la experiencia de comunidad puede ser la base de una mayor implicación estudiantil, la chispa de una motivación que trascienda lo propio para escalar a lo colectivo y sacudir los cimientos de un modelo agotado.