La moralización de la política
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“La politique d’abord” (la política primero), parece, repetían una y otra vez el padre Leonardo Castellani y Charles Maurras. Amigos, ambos fueron destacados interlocutores del “nacionalismo católico”, una ideología o una cosmovisión fundamentalista en la que la lógica democrática ocupa un lugar casi nulo. Y, sin embargo, lejos de desdeñar la política, misteriosamente le asignan un lugar de privilegio: el principio… más de la mitad del todo, como decía Aristóteles.
¿Por qué importa la política? ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de una buena política? ¿Qué pasa con la política doméstica? Asuntos complejos, pero se puede ensayar una respuesta razonable a la luz de una clave específica que pivota en torno al grado de moralización de la política, moralización que nada o poco tiene que ver con la moralidad de los políticos.
La “moralización de la política”, la idea es del filósofo español Daniel Innerarity, significa que la disputa entre las distintas fuerzas se define como un combate entre el bien y el mal: Estado contra mercado, nacionalistas contra cipayos, víctimas contra verdugos, dignos contra infames, inocentes contra culpables. La moralización de los conflictos exime de argumentos porque el punto de partida es una supuesta superioridad moral que relega a los otros al más profundo de los infiernos. Bajo estas condiciones no hay margen para el diálogo y la negociación, fundamentos de la buena política y cuyo horizonte es la búsqueda del bien común.
¿Cuánta moralización verificó la política doméstica en los últimos tiempos? En la década menemista, poca o nula. Porque el presidente Carlos Menem jamás hizo público un programa de gobierno, no hubo promesas de campaña (o, peor, hubo una promesa vagamente enunciada y luego desmentida o traicionada). Ninguna moral o, lo que es lo mismo, puro pragmatismo prohijado desde el “consenso de Washington”. Algunas negociaciones y acuerdos marginales, cuya intención no fue otra que remover los obstáculos que impedían la marcha de su gobierno. El conocido desenlace del gobierno menemista, consumado en tiempos de la Alianza, generó condiciones para lo que en esta reflexión se considera una de las causas de la crisis que atraviesa la Argentina en los últimos veinte años: la radical moralización de la política.
Es un lugar común afirmar que bajo los gobiernos kirchneristas hubo una suerte de renacimiento de la política, un renacimiento amplificado por el entusiasmo de una generación que había crecido bajo una apatía que contrastaba fuertemente con el entusiasmo generado con el retorno de la democracia. Y, sin embargo, en tiempos kirchneristas no hubo grandes debates; la lógica de la práctica política se limitaba a una aquiescencia incondicional ante la propuesta de los dos líderes de turno, fiscalizada por una docta tribuna de dispares intelectuales y comunicadores. Tiempos de “militancia”, en los que una “mesa chica” bajaba prescripciones y una multitud acataba como se acatan las órdenes que emanan de un superior en sede militar. Escolio: “militancia” y “convicción” (parienta de “convicto”) son dos términos que habría que sacar de los manuales de la buena política.
¿Dónde estriba el problema de esta versión de la política? Una vez más: en su profunda y radical moralización. La ausencia de debates y el desdén por la deliberación y los acuerdos con otros sectores del espectro político se debe enteramente a la creencia kirchnerista en que su doctrina, su ideología, su versión del pasado y un largo etcétera, eran al mismo tiempo buenas y verdaderas. En estas condiciones, imposible que hubiera margen para el diálogo y su efecto, sobra evidencia, fue una profunda polarización: buenos contra malos. Puro maniqueísmo político.
Lejos de mostrar un cambio frente a este problema, el gobierno encabezado por Javier Milei dobló la apuesta y el nivel de moralización que ha alcanzado es tal que ya se saben hasta los nombres de a quienes les espera sin apelación el infierno tan temido. Su particular idea de la libertad, de la que poco se sabe, no admite discusión porque es buena y verdadera. En suma, progresistas y libertarios son profundamente moralistas y no parece descabellado pensarlos como espejo. Ambos son moralistas porque se pretenden revolucionarios, fundadores de un nuevo orden social y político, pretensión que desde luego alberga inequívocos rasgos mesiánicos.
¿Por qué importa evitar la moralización de política? Porque no se trata solo de un incordio para la reflexión filosófica: tiene, además y sobre todo, gravosas consecuencias sobre la vida del ciudadano medio. Para empezar, porque el futuro se vuelve profundamente incierto: la lucha entre el bien y el mal, se sabe, no tiene final y su resultado es tornadizo y mutable. Pero, más fundamentalmente, porque los que coyunturalmente habitan el terreno del mal son reducidos a la condición de parias… La moralización de la política genera mucho daño y muchos dañados y, lo sabemos por Rawls, la justicia de una sociedad no se mide tanto por el bienestar de los favorecidos de turno como por el dolor de los que no cuentan, el de los relegados.
Filósofo EEyN-Unsam