La montaña mágica se quedó sin pacientes
Por Néstor Tirri Para LA NACION
En el invierno europeo, la pequeña ciudad suiza de Davos aloja a los turistas amantes del esquí y de los paisajes montañosos helados. Los hoteles siguen repletos y los vagoncitos funiculares cruzan, de una montaña a otra, a miles de europeos y americanos de vacaciones.
Hay un edificio histórico del pueblo, sin embargo, que se presenta silencioso y desierto: el Valbella. Fue el sanatorio más preciado de la región, famoso por las curas para el asma y la tuberculosis, y también por sus baños de fango y sus piletas, destinadas a artríticos, artrósicos y heridos de incendios. Pero, por sobre todo, el Valbella fue, en buena medida, el modelo de la clínica Berghof, el escenario en el que Thomas Mann ambientó La montaña mágica, una de las novelas tutelares del siglo XX. Hace unos meses, a fines de 2004 y después de más de ciento cuarenta años, la clínica cerró sus puertas, para siempre.
El monumental cuadro trazado por Mann plasmaba, a modo de metáfora, lo que en esos años la intelectualidad visualizaba como una Europa decadente, pero los enfermos concretos también contaban: en 1920, poco antes de la publicación de La montaña mágica (1924), la población de tuberculosos en Alemania alcanzaba a 80.000 personas, más de la mitad de las cuales estaban condenadas a una muerte inminente. En los años 70, alguien se ocupó de demostrar que la enfermedad no es una metáfora, aunque se la use como tal: fue Susan Sontag, cuya vida se apagó cuando 2004 concluía, pocos días después del cierre de la clínica suiza. Pero son caminos inversos: Sontag propone desmitificar el fantasma de la enfermedad, y lo desmetaforiza; Mann, en cambio, se vale de esos males para metaforizar una civilización agonizante: se mencionan las afecciones pulmonares y cardíacas para no nombrar a la sociedad.
La Valbella disponía de doscientas habitaciones, las que, hasta hace veinte años, se veían colmadas de pacientes; al momento del cierre se alojaban allí menos de veinte. Resultaba poco redituable mantener esas instalaciones suntuosas en un mundo donde la medicina apela a vías de curación más expeditivas. Permanecer meses o años lejos del mundanal ruido al abrigo de óptimas condiciones ambientales era privilegio de otra época, entre otras razones, porque los sistemas de cobertura de salud hoy no se hacen cargo de tratamientos a cumplirse fuera de las ciudades.
Los interminables pasillos del sanatorio de Davos han quedado desiertos. Las aguas de las enormes piscinas muestran una superficie inmóvil; algunas de las blanquecinas paredes todavía ostentan afiches publicitarios de los años treinta y, también, múltiples referencias literarias provenientes de la novela que inmortalizó el lugar, reflexiones del joven Hans Castorp, el personaje creado por Mann, que llegó al hospital de montaña para internarse por tres semanas y permaneció siete años: su peripecia en la clínica, desarrollada a lo largo de mil páginas (generalmente agrupadas en dos volúmenes), conforman su recorrido por una sociedad sufriente; Castorp se debate en su ansia de conocimiento como en una novela de iniciación (el clásico Bildungsroman) en su vocación por desentrañar el misterio de la encarnación del espíritu frente a la naturaleza. La especulación filosófica en torno de la enfermedad y de la muerte se imbrica, por medio de diálogos con internados y visitantes, en lo social y lo político.
Cuerpo y espíritu
Poco antes del cierre del sanatorio, su último director actualizó, en una entrevista, una historia conocida: Thomas Mann había llegado a Davos en mayo de 1912. Tenía 36 años. El doctor Konrad Hartung contó que el escritor se quedó allí durante un tiempo para acompañar a su esposa, Katia, afectada de una broncopulmonía. La mujer permaneció seis meses en una clínica situada frente a Valbella. Thomas no podía ingresar allí; el acceso estaba reservado a los pacientes por riesgos de contagio y entonces se alojó en Villa Am Stein, frente a la clínica. Durante esos seis meses, marido y mujer sólo se veían a distancia, asomándose al balcón. "En su novela -dice el doctor Hartung-, Mann narra la tentación de quedarse, de aislarse del mundo, de desaparecer de la vida cotidiana y de las obligaciones, transfiriéndole esa tentación a su héroe Castorp. Mann utilizó nuestra clínica para describir los exteriores."
Con el cierre de Valbella, unas cincuenta personas han quedado desocupadas y vienen a sumarse a las cuatrocientas de otras clínicas, que también han cancelado sus servicios en los últimos años; una cifra importante para una ciudad de 13.000 habitantes. Es el final de una era, como lo señala el propio director del establecimiento; el cierre de estas instituciones equivale a la pérdida de vigencia que experimentaron otras prácticas de la civilización, como ciertos artesanados que declinaron con el advenimiento de la era industrial. El auge de estas instituciones y sus métodos de curación, en efecto, formaron parte de una época, en todo el mundo. Incluso en la Argentina existían sanatorios de este género en zonas de clima privilegiado, como las sierras de Córdoba. Cabe recordar que Leopoldo Torre Nilsson recreó una casa de salud cordobesa de los años 40 en su film Boquitas pintadas; allí, el personaje protagónico de la novela de Manuel Puig, afectado de tuberculosis -interpretado por Alfredo Alcón- tomaba baños de sol en una reposera, en un balcón terraza similar a los de la mansión Valbella.
"Aunque la mistificación de una enfermedad siempre tiene lugar en un marco de esperanzas renovadas, la enfermedad en sí (ayer la tuberculosis, hoy el cáncer) infunde un terror totalmente pasado de moda", decía Susan Sontag en 1977 y, en efecto, las fantasías literarias del siglo XIX y de principios del XX generadas por esos males hoy pueden sonar anticuadas.
Sin embargo, aun cuando la desaparición de casas de recuperación como la de Davos implique la clausura del criterio terapéutico de otros tiempos, uno se pregunta por qué esas instituciones no se han adecuado a la realidad actual, en la que el estrés que genera la vida contemporánea subsume a la gente en cuadros que no se recuperan con pastillitas ni con rayos láser. En todo el mundo, con una masividad más pronunciada que la de la primera mitad del siglo XX, brota por todas partes la necesidad de aislarse de los compromisos cotidianos, del agotamiento psicofísico, de la alienación de las presiones, acaso con cuadros de más complicada recuperación del que presentaba el personaje de La montaña mágica.
Aquella tentación de aislamiento que asaltó al propio Thomas Mann y que le transfirió a su Castorp de ficción no difiere demasiado de la que la gente busca hoy, aunque con una diferencia esencial: en la mayoría de los casos basta el confort y la placidez que ofrece un spa, la institución emblemática de la época actual. No hay, en esta búsqueda terapéutica de hoy, muchas aspiraciones de restitución espiritual.
Lo que masivamente se ofrece en el mercado de las casas de cura no contempla esa dimensión aunque, hay que reconocerlo, una minoría reclama soluciones intermedias, las cuales, además de restaurar el deterioro físico exterior (obesidad, envejecimiento prematuro), apunten a reconfortar la psique dañada por el dolor de una pérdida o por el vacío de un fracaso. Para ello, se sabe, existen centros de meditación en Oriente o, más cerca, en nuestro país, casas de recuperación (como ciertas instituciones adventistas en el Noroeste) que proponen panaceas más integrales. Pero son las menos.
A todo esto, ¿cuál será el destino de la formidable arquitectura del sanatorio Valbella? Lo más probable es que acabe por adquirirlo una cadena importante de hoteles internacionales. Al cerrar el almanaque de 2004, en Suiza se clausuró también una era, una etapa de la cultura en la que la gente no conocía el colágeno ni los antioxidantes; se curaban con baños de barro, de agua, de sol, con una atmósfera propicia para el reencuentro espiritual, y con el exultante aire de los Alpes.