La moneda en el aire: elegir entre cuatro modelos de país
Solo una visión democrática de pueblo es compatible con el progreso, las instituciones republicanas, el debate público, la disidencia
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Había un incómodo chiste que circulaba durante la época de la Unión Soviética, antes de la Perestroika y la Glasnost de Gorbachov, para mostrar la impronta estereotipada de los sucesivos líderes frente a la realidad. Lenin, Stalin, Kruschev y Brézhnev viajan en un tren, como si fueran contemporáneos. De pronto el tren se detiene sin resultar claro cuál es el motivo. Entonces Vladimir Ilyn Lenin hace un gran discurso intentando que el tren vuelva a funcionar. Ante eso Joseph Stalin se enfurece y propone una solución radical: “Aquí hay que hacer una gran purga, eliminando al maquinista, sus cómplices y todos los sospechosos”. Nikita Kruschev replica que nada se logra con discursos ni con purgas, y sugiere hacer una reforma insertando en el camino que aún falta los rieles que ya transitaron. Le llega por fin el turno de opinar a Leonid Brézhnev, quien sostiene que los discursos, las purgas y las reformas serían completamente inútiles, porque la situación en realidad no tiene arreglo, por lo cual su enfática sugerencia es la siguiente: “Bajemos las persianas y hagamos como que avanzamos”.
Con matices, el escenario argentino podría organizarse bajo una metáfora parecida, que permitiría disipar, o al menos atenuar, la noción equivocada según la cual toda la clase dirigente en paquete “es lo mismo”, de lo que se deriva el “que se vayan todos”. Imaginemos un tren que avanza hacia un lugar donde hay una muchedumbre amarrada a los rieles. Si sigue, atropellará a todas esas personas y descarrilará: no solo va a matar a los que atropelle sino a muchos de los que van a bordo. El maquinista no toma ninguna decisión moral, simplemente se deja llevar por la inercia. Este escenario está representado por el kirchnerismo.
La segunda posibilidad –transversal a sectores del peronismo y a una parte de Juntos por el Cambio– apunta a seguir adelante con el tren por el mismo camino, pero haciendo cambios cosméticos. Placebos. Organiza la decadencia, limpiando y desinfectando los vagones, mientras saluda –optimista y sonriente– por la ventanilla. En esta opción la falta de incentivos para el progreso se agravará: el capitalismo de amigos y los subsidios se mantendrán, los planes sociales seguirán intactos, la inflación no cederá, las mafias sindicales nutrirán su poder, la corrupción estará de fiesta, el espacio público seguirá infectado de trabas e inseguridad y el derecho de propiedad permanecerá amenazado y en suspenso. Caramelos envenenados: atenuar los síntomas y mantener la enfermedad. El tren se encaminará igualmente a la catástrofe; eso sí: con cuidados paliativos. Estos grupos se autoperciben como desarrollistas o socialdemócratas pero son, en realidad, tibios gatopardistas: se asimilan al ineficaz Kruschev. Cambios aparentes para que nada cambie.
En un tercer escenario, el más disruptivo, aparece un líder malhumorado que capitaliza el enojo: considera que el problema no es la dirección del tren, ni el maquinista, ni los rieles, sino el tren mismo, por lo cual propone descarrilarlo inmediatamente, con los pasajeros adentro y sin tomar ninguna precaución, para evitar reflexiones críticas o vueltas atrás. Que mueran los que tengan que morir, sean niños o viejos, y que los sobrevivientes se bajen de ese transporte maldito, en el que están hipostasiadas todas las culpas universales, y comiencen a caminar por su cuenta. Soluciones simples para problemas complejos. Los líderes populistas de derecha suelen ser figuras misteriosas, con un atractivo poco ortodoxo, y se los vota justamente por eso: porque son distintos. Pero no faltan ejemplos de lo difícil que les ha resultado gobernar a estos personajes cuando son desafiados a poner sus palabras en acción.
Hay una cuarta posibilidad que consiste en hacer un cambio de vía. Es una maniobra riesgosa en un tren sin mantenimiento y lleno de pasajeros fatigados, pero si el maquinista tiene la suficiente destreza puede ejecutar la maniobra evitando la tragedia. Lo más probable es que a raíz del cimbronazo muchos se golpeen y lastimen, pero es el precio inevitable para no asumir costos aún más altos. Pedirle sudor y lágrimas a una ciudadanía exhausta requerirá un horizonte de sentido plausible, que sea fácilmente asimilable. Como sostuvo Fernando Henrique Cardoso: gobernar es explicar. En nuestro paralelismo, este escenario se asimilaría a las difíciles torsiones de Mijail Gorbachov en Rusia o Václav Havel en Checoslovaquia. Pero esta postura debe lidiar con dos embates simétricamente opuestos: los libertarios la acusan de quedarse corta; los populistas, de ser demasiado cruenta.
Filosóficamente, estas cuatro posiciones encarnan visiones distintas sobre el concepto de pueblo. La postura del kirchnerismo tiene anclaje en el prerromántico Herder y su idea de una conciencia colectiva condensada en una totalidad, que es más que la suma de las partes. En esta idea los individuos deben ser instrumentos del “Pueblo”, siempre sus acciones quedan subordinadas a las necesidades del conjunto. No por nada hablan de “Comunidad Organizada”. Simulan ignorar que la comunidad se desgrana en un espeso delta de componentes heterogéneos, olvidan que cada individuo vive en la comunidad con sus propios gustos y su original versión de la existencia.
La conciencia colectiva no existe pero los populistas, en su afán por encontrar algo, la asimilan a los tumultos callejeros, al estallido social y a las plazas llenas. De ahí las piedras cuando son oposición. No faltan tampoco los que, en su desesperación por darle espesor a la idea vaporosa de “Pueblo”, la radican en un semidiós al que veneran: el líder mesiánico. Por eso los populistas son los auspiciantes del totalitarismo contemporáneo, buscando la obediencia mediante el consenso de las masas encantadas. El “Pueblo”, bajo estos regímenes, es una excusa para la perpetuación en el poder de una elite explotadora. La propaganda y la división de la sociedad son los dos recursos con los que alimentan ese ideario. De un lado están ellos y del otro lado el enemigo, una parte de la sociedad es colocada así en la marginalidad: para descalificarla, suelen llamarla “la derecha”.
El segundo escenario, el gatopardista, es una variante descremada del populismo a secas, al que suele apelarse cuando el populismo muestra agotamiento. Muletto, su núcleo escondido consiste en asegurar la continuidad de la red de negocios que enlaza al Estado con empresarios prebendarios y sindicalistas corruptos. No es raro, por ende, que se reivindiquen como acuerdistas y antigrieta. La tercera alternativa, la libertaria, niega el hecho de que el individuo forma parte de una sociedad y que su comportamiento resulta influido por contagios e imitaciones. Parece negar que existen grupos estables –de iglesias y clubes a partidos políticos y amistades– y que en esa coagulación se viaja de lo individual a lo colectivo. Parece desconocer asimismo que existen cosas intangibles tales como el lenguaje o las modas, que trascienden al individuo. Si la humanidad no puede limitarse a entidades como el “pueblo mítico” menos puede aferrarse al individuo anónimo y desacoplado.
Lo que existe son individuos que interactúan y se influyen mutuamente. Ni unidos monolíticamente en entidades utópicas ni dispersos robinsonianamente. De Stuart Mill a Dworkin, se acepta que la realidad humana es contradictoria, que se revela en una variedad polifacética de individuos y grupos: la combustión es lo único que garantiza la obtención de síntesis provechosas. Solo esta visión democrática de pueblo, que parecería asomar en el cuarto modelo –un liberalismo amigable y con rostro humano– es compatible con el progreso, las instituciones republicanas, el debate público, la disidencia y el respeto a las minorías.