Hebe Uhart. La mirada de una narradora crónica
Siempre hubo algo misterioso en Hebe Uhart. Lo misterioso era que no había mayores misterios, que el enigma era resultado de cómo se reflejaban sobre la página sus perplejidades y cierta curiosidad minuciosa, incluyendo la de su oído, que sabía radarizar como nadie una oralidad variadísima. No queda claro si era puro instinto, un trabajo deliberado o las dos cosas. En todo caso, no muchos lectores salían (siguen saliendo) indemnes de la engañosa monotonía de sus libros.
Lo misterioso de Uhart tiene que ver, en el fondo de todo, con la paciencia. La perseverancia y el estoicismo sorprendido que tuvo para seguir escribiendo tienen eco, mediados por sus personajes de semificción, en sus relatos. También en las crónicas de sus últimos años, donde los personajes eran igual de modestos, pero reales.
Escritores como Uhart, practicantes de una literatura en sordina, suelen ser un secreto bien guardado. El suyo terminó siendo vox populi. Cuando murió días atrás, fue despedida aquí y en el exterior (la justicia poética a veces pasa fronteras) con multitud de notas, algo que seguramente la hubiera sorprendido. Sus últimos textos viajeros, al calor del retorno de la crónica como género, deben de haber impulsado esa popularidad relativa y a contracorriente. También su trabajo dando talleres, al parecer tan singulares que mereció que una de sus alumnas, Liliana Villanueva, les dedicara un volumen (Las clases de Hebe Uhart), un suceso a escala en las librerías.
Uhart fue construyendo su camino confidencial con la calma del que cuida el crecimiento de una enredadera. "Guiando la hiedra" se llama uno de sus cuentos más citados y trata de eso: de alguien que acomoda las plantas, guía en efecto una hiedra y termina dándose ánimos con un ambiguo "Arre, hermosa vida". Cuando salió en 1997 el libro que lleva el mismo título de ese relato, el apellido apenas sonaba por La luz de un nuevo día, publicado mucho antes por el Centro Editor de América Latina. Otro gran cuentista, Elvio Gandolfo, un adelantado fan de Uhart, es el único conocido al que recuerdo recomendándola sin pudor, como si estuviera ya a la par de Raymond Carver o algún otro autor archileído. Para entonces, Uhart tenía unos sesenta años y había publicado poquísimo, a veces en editoriales tan ignotas que sonaban imaginarias y, para peor, imposibles de rastrear. Para volver a ella hubo que esperar a la publicación de Señorita, una narración breve de 1999. Está incluida en la reciente edición de Novelas reunidas (Adriana Hidalgo), que además contiene los previos La elevación de Maruja, Algunos recuerdos, Camilo asciende, Memorias de un pigmeo y Mudanzas.
La singularidad de Uhart puede testearse en cómo se escurre a los géneros. ¿Son de verdad novelas? Cuatro de esos libros formaron en su momento parte de Relatos reunidos (2010), una amplia recopilación de Alfaguara –que incluye además, entre tantos cuentos, "El budín esponjoso" y "Cosas que pegan, cosas que no pegan"– que cumplió un papel importante para que la obra de la escritora circulara a partir de entonces con firmeza (lo que, en su caso, significa que empezara a conseguirse sin problemas). Valga un ejemplo, aunque estadísticamente sea pobre: semanas después de publicado aquel volumen, recuerdo a un lector de mediana edad entrando al subte repleto con un ejemplar abierto. Siguió leyéndolo de pie, sin quitarle la vista, a pesar del tamaño, de maniobra difícil. Podía ser una excepción (solo había visto esas cosas con best sellers, a lo sumo policiales), pero las excepciones pueden ser tan reveladoras como la norma.
Relatos reunidos abrió un camino, y también funcionó como clausura de una etapa, porque para entonces, Uhart, sin abandonar la marca de agua de su tono inconfundible, había comenzado a explorar otras direcciones. Los relatos –y también las "novelas"– incluidos en ese tomo, casi todo lo que había escrito hasta 2000, orbitaban en su mayoría alrededor de detalles que no le escapaban, a su oblicua manera, a lo autobiográfico. Uhart había nacido en Moreno (en 1936) y ese clima de provincias, cuando los suburbios eran mucho más pueblo y campo que hoy, puntuado de personajes comunes, cercanos todavía al origen inmigrante, daba relieve a todo un microcosmos. También se filtraba su propia formación: la futura escritora trabajó de maestra de escuela y viajaba a la ciudad, como ocurre en Señorita, para estudiar en la universidad,
También en eso Uhart fue una rara avis. Se formó en y enseñó filosofía (algún trabajo suyo figura incluso en los tomos que recopilan Los Seminarios de los jueves, de Tomás Abraham), pero sus narraciones no muestran ningún residuo de esa actividad, si se descuenta la capacidad de observación y el diálogo como medio de conocimiento. Puede haber alguna más, pero la única alusión directa que recuerdo en sus libros es el descubrimiento en una biblioteca del Tratado de las sensaciones de Condillac. A la narradora le gusta la imagen –una estatua que se va animando por partes y sucesivamente va despertando al gusto, al oído, al olfato– que usa para explicar la percepción y las sensaciones, pero sale con una única convicción: que no volverá a leer ningún libro de ese pensador.
Ese asombro atento y caprichoso –porque la atención se concentra en pocas cosas, no en las grandes estructuras– encontró su mejor vía de escape en la literatura. Siempre quise leer en el modo de frasear de Uhart un eco distante de Felisberto Hernández. Daba la conexión por original hasta que –en el momento de organizar esta nota– encuentro a la propia Hebe hablando del uruguayo. Lo hace en Maestros de la escritura, otro libro de Villanueva en que se entrevista y retrata a formadores de escritores: "Presenta (dice de Felisberto, entre otras cosas) las emociones trabajadas como si fueran de otro". Lo mismo podría decirse de muchas de sus páginas. En Uhart no hay casas inundadas que se surcan en bote ni balcones que caen de improviso, aunque algún auto en el garage pueda recordar un animal.
Leídos de cerca, desprovistos de la fantasía insólita del uruguayo, los de ella pueden pasar por simples relatos costumbristas (esa bestia negra de cualquier crítico), enajenados por una mirada. Los personajes, sin embargo, en vez de representar un tipo, cobran espesor por la suma de sus peculiaridades. Y, sobre todo, está el estilo: Uhart escribe entre concentrada y distraída, con los destellos de genio e ingenuidad de algunos músicos.
Con el nuevo siglo, la modulación no cambió, pero los cuentos (Del cielo a casa, 2003; Turistas, 2008) ampliaron el registro y los paisajes. El cuento preferido de alguien no tiene por qué contarse entre los mejores, pero la media lengua traducida que inventa para "Stephan en Buenos Aires" es única: "Iba yo recorrer calle Florida, cuando vi pájaro gorrión. Pájaro gorrión casi universal y chilla en universal. Y las palomas allá arriba de cable en cable, muchas ellas, una de lado de otra, quietas como soldados. Bajan dos y comen arriba de piso; pájaro gorrión no come directo, él roba escondido de las palomas". Solo Uhart es capaz de sostener doce páginas perfectas con esos balbuceos.
Los cuentos, sin embargo, también tenían los días contados. "Hace tiempo que viré del cuento a la crónica –dijo en noviembre pasado, al recibir el premio Manuel Rojas, en Chile– porque me pareció en su momento una forma de renovación. Cansada de escribir sobre la infancia, los abuelos y la inmigración, quise ver un poco más del mundo que me rodeaba y empecé a viajar, sobre todo por América Latina, porque me pareció que ahí había mucho por aprender y descubrir".
En las crónicas, Uhart se trenza con todo lo que se le cruza en el camino, ya sea en un pueblo chico o en una comunidad indígena. Puede registrar desde lo más trivial y aburrido hasta definir en una línea a los tucumanos: "Son conversadores, fiesteros y cafeteros". De Viajera crónica (2011) al reciente Animales (pasando por Visto y oído, De la Patagonia a México, De aquí para allá) dio forma a un corpus insólito. Un detalle lo vuelve más sorprendente. Uhart empezó a escribir esos trabajos inquietos, a priori reservados, se diría, a una millennial veinteañera, cuando ya había entrado en los setenta. Usaba la experiencia, pero al mismo tiempo hacía con ella tabula rasa. Quizá por eso, de escritora rara y desconocida, haya pasado a ser influyente. Su estilo puede rastrearse en muchos, aunque pocos de sus seguidores hayan alcanzando hasta ahora entonación propia. Por muy generosa que haya sido, fue ella la que, lo quisiera o no, llegó primero, la que puso la vara, a lo largo de toda una vida, para esa tonalidad inimitable.