La medrosa subestimación de la juventud
El resultado de las primarias de agosto parece haber servido no solo para que los adultos trasladen a los jóvenes la inmensa responsabilidad de fijar el destino de los próximos años de la Argentina, sino también, a juicio de numerosos analistas, para profundizar el prejuicio de muchos adultos de que con los jóvenes se puede hacer cualquier cosa menos discutir, porque sería imprudente, cuando no, contraproducente.
El equívoco surge del difundido convencionalismo axiológico de nuestra sociedad posmoderna de que ciertos grupos sociales gozan de fueros especiales sacrosantos y de que no es políticamente correcto confrontar con ellos, especialmente cuando se trata de jóvenes, porque estos constituyen lo novedoso, el futuro, lo valioso y, por ende, lo correcto.
Sin embargo, mal que nos pese a quienes valoramos la innovación y apostamos al porvenir, aquel axioma no se cumple con exactitud. Bastaría con preguntarse qué opinaban los jóvenes durante la Revolución rusa, los prolegómenos del nazismo, el advenimiento de Castro y hasta durante el juvenil apogeo camporista, para ordenar este debate.
Exaltar de forma acrítica cualquier opinión de la juventud, en particular respecto de su excusable inexperiencia política, constituye una forma sutil no solo de desestimar la experiencia razonada, sino también de subestimar la capacidad de reflexión y cambio de la propia juventud.
Que los adultos argentinos, como ocurre en el mundo actual, hayan perdido autoconfianza en lo que sus experiencias les han provisto no implica que deban ahora exigirles respuestas y responsabilidades a sus hijos de lo que ocurre. Es verdad que los jóvenes no son responsables del pasado ni del presente, pero es imprescindible transmitirles la conciencia de que lo serán respecto del mañana, por lo cual no resultará gratuito lo que decidan hoy, pues se trata más de su futuro que del nuestro.
En cambio, lo que sí corresponde a los adultos es replantearse sus propios errores y compartirlo con sus hijos, como por ejemplo confesarles dónde y qué estuvieron haciendo ellos durante los últimos decenios de dislates argentinos, y preguntarse a sí mismos qué habrán hecho como para que sus hijos puedan estar hoy contribuyendo involuntariamente a llevar al país hacia un abismo.
Es decir, hay mucho para que adultos y jóvenes se sienten a conversar. Pero atención que lo que escasea no debe atribuirse a los jóvenes, pues ellos ya han expresado con claridad la indignación y reacción lógica a la terrible herencia que les estamos dejando y a la natural reacción a ella, propia de la inexperiencia.
Por su parte, los adultos están fallando al disfrazar su responsabilidad sobre el pasado, su desconcierto con el presente y su pusilanimidad hacia el futuro con una pose de padres biempensantes que aplauden alegremente a sus hijos aunque los vean embarcarse en un tren sin destino.
Cualquiera que haya vivido los años 70 en la Argentina conoce en carne propia cuál es el natural resultado de apostar a demagogos que saben vender panaceas instantáneas a la juventud, pero la cuestión central radica en si se animarán esos testigos del pasado a confesar sus errores a sus hijos sin disfraces épicos.
Paradójicamente, la juventud vuelve a ser, una vez más en nuestra historia, objeto de abusos políticos: mientras La Libertad Avanza los exalta irracionalmente, Unión por la Patria los llama a un silencio táctico.
Lo que está escaseando, pues, corresponde a los adultos y es coraje para asumir sus errores, confesarlos sin ambages a los jóvenes e intercambiar con ellos su lógica indignación por nuestra dolorosa experiencia.ß
Diplomático de carrera, miembro del Club Político Argentino y de la Fundación Alem