La masacre de Ezeiza, la más trágica representación del conflicto peronista
Se cumplieron este martes cincuenta años de la masacre de Ezeiza, lo que equivale a decir que celebra medio siglo el esfuerzo más o menos exitoso del peronismo por esconderla.
Fue la interna partidaria más dramática de la historia argentina, la concentración popular de raíz política más multitudinaria que haya habido y el peor recibimiento que haya tenido en la historia del mundo un líder político exiliado. Además de acelerar la caída del presidente Héctor Cámpora, la masacre funcionó como señal de largada del baño de sangre protagonizado por el lopezreguismo –germen del terrorismo de estado- y el peronismo revolucionario, con infinitos daños colaterales.
El número de muertos nunca quedó claro, a tal punto que el rango de estimaciones va de trece (los comprobados) a un centenar (Félix Luna) o incluso hasta tres centenares, se llegó a decir, y más de seiscientos heridos. El multicolor y efímero gobierno del dentista Cámpora, cuyo ministro del Interior pertenecía a la izquierda peronista radicalizada mientras el de Bienestar Social llegaría a máximo jefe de la derecha y del país, consideró que no era oportuna una investigación seria de lo ocurrido y archivó las actuaciones.
Ezeiza, como se le dice al suceso en el mundo político las pocas veces que se lo nombra, fue la más trágica representación concentrada del conflicto peronista. Una teatralización de las imperfecciones del verticalismo a dos puntas que el líder administrara desde España bajo la dictadura de Lanusse, precario equilibrio que terminó estallando tres semanas después del acceso al poder.
Lo que se disputaba ese Día de la Bandera de hace cincuenta años (la Patria siempre en el medio) era la apropiación del líder, reto mayor planteado en los setenta por la izquierda peronista, el fenómeno al que luego se le diría entrismo, pero en el campo de juego la pelea era por la atención del líder. El palco del recibimiento estaba en el cruce de la Autopista Riccheri con la ruta 205, a 10 kilómetros del aeropuerto, al lado del Puente El Trébol o puente 12. Desde el atalaya, de espaldas a su gigantografía de 30 metros ladeada por las fotografías de su segunda y su tercera esposas, se pensaba que Perón evaluaría las musculaturas de los extremos que litigaban en su elástico Movimiento. En la realidad, el general estaba ya muy disgustado con el rumbo que había tomado el inesperadamente izquierdista gobierno de Cámpora, lo que significa que había comenzado a cortarle las alas a las “formaciones especiales”, proceso arduo que a la muerte de Perón, en 1974, quedó inconcluso.
Ese día la vara del triunfo consistía en la cercanía al palco. Una lucha ritual: había que posicionarse territorialmente. Por lo menos todos parecían creer que de ese histórico día Perón se llevaría en la retina un catastro del Movimiento -hasta entonces teledirigido- en base al peso, la envergadura y la devoción que exhibiera cada una de las columnas.
Para Perón el momento era muy importante, aunque no por el retorno al país, como a veces se dice, porque eso él ya lo había experimentado. Había retornado medio año antes, el 17 de noviembre de 1972, durante el epílogo de la “Revolución Argentina”, paradójicamente un día pacífico, sin heridos graves, sin muertos. Efemérides puesta en valor años más tarde por Alberto Pierri como “Día de la militancia”, lo que contribuyó a desalentar la comparación de los dos retornos, el pacífico durante la anteúltima dictadura y el trágico bajo gobierno peronista. La épica de los jóvenes que en forma espontánea trataron de llegar al aeropuerto ese viernes lluvioso del 72 (algo que la dictadura impidió mediante un extraordinario despliegue de tropas cuyas características controladas los militares habían negociado en secreto con operadores de Perón), inundó el espacio de la memoria, en la que no faltó la palabra represión.
El general había llorado al terminar el largo exilio una hora antes del aterrizaje, cuando se quebró detrás de las lágrimas y la voz cortada de Isabel Perón durante una breve entrevista de la Televisión Española. Pero eso sucedió a bordo del DC-8 de Alitalia que lo trajo de Roma, el famoso chárter, en 1972, volando sobre Uruguay, no en el Boeing 707 de Aerolíneas Argentinas que abordó en Madrid para el llamado “retorno definitivo” ese 20 de junio de 1973, avión que terminaría dramáticamente desviado a Morón, donde a Perón ninguna multitud lo esperaba.
La importancia del momento, el miércoles de la masacre, se debía a que por primera vez desde 1955 Perón se iba a encontrar con el pueblo, que es como el peronismo llama a las multitudes peronistas. Y encima esa multitud, incitada por la causa del retorno corporizado y apalancada por los pasajes gratuitos en el transporte en todo el país, era la más gigante de la historia. En 1972 el acontecimiento no se había dado, un poco porque la dictadura de Lanusse no lo había facilitado y otro poco porque Perón, dedicado entonces a armar un frente electoral multipartidario, sobre todo a negociar con Ricardo Balbín, prefirió evitarlo. Miles de jóvenes desfilaron, sí, durante cuatro semanas por el frente de la casa de Gaspar Campos, pero eso fue más un rito de iniciación de la nueva generación de peronistas que un reverdecer de las legendarias Plazas de Mayo llenas. En Vicente López, además de haber otra escala, había sido ruidosa la ausencia de sindicatos y demás sectores ortodoxos.
Llegó a naturalizarse en los setenta la coexistencia de una derecha y una izquierda peronistas absolutamente antagónicas, cada una con metas y consignas propias (la “Patria socialista” versus “la Patria peronista”), diferencia que se tramitaría mediante fusiles FAL, ametralladoras Uzi, pistolas de diversos calibres, trotyl y otros recursos similares. La versión más verosímil de lo que pasó en Ezeiza, sin embargo, no habla de una estricta batalla entre dos bandos equivalentes. Dice que la Tendencia, el conglomerado de la izquierda que involucraba a FAR y Montoneros, no concurrió pertrechada para el combate, al revés del otro sector, el de la derecha peronista, que tenía sede en el Ministerio de Bienestar Social y estaba regenteado por el coronel Jorge Osinde, secretario de Deportes, un exagente de inteligencia cercano a Perón. La izquierda, que por entonces tenía una enorme capacidad de movilización, había sido excluida de la organización del acto. A la policía se la mantuvo fuera del área, ésta era una fiesta peronista.
Osinde dirigía un ejército informal de exmilitares, expolicías y custodios de sindicalistas. Sus hombres habían ido a conquistar el terreno varios días antes, apropiándose incluso de un puesto estratégico, el Hogar Escuela Santa Teresa, con mira al terreno.
Poco después de las dos de la tarde, una nutrida columna de la Juventud Peronista, FAR y Montoneros que llegó protegida por activistas con armas cortas y un fusil, fue recibida a tiros. Sus militantes quedaron encerrados en la balacera. Hubo un desbande. Miles de personas se echaron al piso. El otro sector tenía toda clase de armamento pesado y ninguna inhibición para usarlo. Los músicos de la Orquesta Sinfónica que creían que su mayor problema era controlar la ansiedad antes de tocar para el general Perón y millones de personas escuchaban silbar las balas acostados en el palco. En algunos estuches, quizás del contrabajo o de los cellos, habían viajado armas largas procedentes de Bienestar Social que se aireaban sin pudor.
No resultaba fácil determinar la procedencia de los tiros, debido a que había apostados francotiradores en los árboles. Duraron varias horas. En el medio se vieron escenas de una terrible violencia, algunas eternizadas en fotos, como la del militante izado al palco por un matón que lo levanta del cabello. De nada sirvieron los pedidos de cordura que hacía cuerpo a tierra y micrófono en mano Leonardo Favio desde un costado del palco. La confusión era total. En un momento los del Comando de Organización de Alberto Brito Lima se tirotearon con los de Osinde, del mismo bando, mientras llovían balas desde el Hogar Escuela.
Esa noche Perón no durmió en su casa de Gaspar Campos, de la que se había ido a mediados de diciembre, sino, como huésped de Cámpora, en la residencia presidencial de Olivos, que no pisaba desde 1955. Al día siguiente Perón habló por cadena nacional, sentado entre Cámpora e Isabel, con López Rega y su yerno Raúl Lastiri detrás, parados. Hizo un sutil llamado de atención a la JP y los Montoneros, condenó a los misioneros que predicaban doctrinas extrañas y pensaban que podían infiltrar al peronismo, y exaltó las Veinte Verdades Peronistas. Al otro día para romper el clima lo fue a visitar a Balbín.
Ahora se sabe que la relación de Perón con Cámpora se había quebrado en Madrid en las horas previas a la masacre de Ezeiza, incluido el rocambolesco episodio del presidente cediéndole al líder como una ofrenda los atributos del mando (la banda y el bastón), que no fueron aceptados. Perón lo humilló diciéndole que él no necesitaba esos atributos. Pero su enorme poder igual no le alcanzó para desarmar la violencia que él mismo había fogoneado.