La marcha que hizo retroceder al racismo
La protesta liderada por Martin Luther King hace 50 años, reflejada en la película Selma, fue un capítulo crucial en la lucha, todavía abierta, por terminar con la segregación
MADRID.- Parece que el pasado vuelve y es que nunca llegó a terminar. Este año, en Estados Unidos, la conmemoración del cumpleaños de Martin Luther King cobra una visibilidad inusitada, en parte por las fechas redondas de los aniversarios, en parte porque las noticias arrojan sobre el presente la evidencia de abusos que deberían pertenecer más bien a los documentales y a los libros de historia. En enero de 1965, en Alabama, un joven negro, Jamie Lee Jackson, fue abatido a tiros por la policía, y medio siglo después, en Florida, en Saint Louis, en Nueva York, policías brutales vuelven a matar a jóvenes negros desarmados. La actualidad se confunde con las conmemoraciones, las despoja de su solemnidad, les añade quiebros de urgencia. Las imágenes de las marchas de protesta por las calles de Ferguson coinciden con el cincuentenario de la aprobación de la ley de los derechos civiles, que trajo el fin de la segregación. Parece que fue hace mucho tiempo, pero casi fue ayer mismo. Amigos míos que rondan los 60 años se acuerdan de la impresión de ver llegar a las escuelas por primera vez a los alumnos negros. Y en 2015 se cumplen los 50 años de la marcha de Selma a Montgomery y de la otra ley decisiva, la que eliminaba todas las trabas legales que imponían mezquinamente los estados del Sur para impedir que los negros pudieran ejercer el derecho al voto.
Los nombres de lugares adquieren una poesía de heroísmo. Entre la ciudad de Selma, Alabama, y la capital del estado, Montgomery, hay una distancia de 54 millas, 87 kilómetros. A principios de marzo de 1965, los líderes del movimiento de los derechos civiles acordaron llevar a cabo una marcha a pie entre Selma y Montgomery para reclamar el derecho al voto delante del capitolio estatal, sobre el que ondeaba no la bandera de Estados Unidos, sino la de la Confederación. En la estrategia de la no violencia, una caminata era el ejercicio supremo de la rebeldía afirmativa. En una multitud que camina hay una fuerza de determinación colectiva más valerosa aún porque excluye la ira. Martin Luther King y los suyos revivían las caminatas de Gandhi protestando contra los británicos en la India, pero sobre todo el relato del Éxodo, en el que los hebreos guiados por Moisés van al palacio del faraón para pedir la libertad de su pueblo.
Los símbolos más efectivos los depara el azar. A la salida de Selma, el puente de Edmund Pettus cruza el río Alabama. Cruzar el puente y el río era el primer paso en el camino hacia Montgomery. El domingo 7 de marzo de 1965, 600 personas vestidas con la misma formalidad que si fueran a la iglesia avanzaron hacia el otro lado cantando himnos y esgrimiendo pancartas y banderas. Policías a caballo con cascos y máscaras de gas, patrulleros estatales y paisanos armados los atacaron con un salvajismo que las cámaras de televisión y los periódicos difundieron por todo el mundo. Cuerpos caídos y nubes de gases lacrimógenos cubrieron la curva de asfalto del puente. Hubo una segunda tentativa de marcha, luego una tercera. La tenacidad de la repetición recuerda las marchas circulares de los hebreos al son de trompetas que trajeron consigo el desmoronamiento de las murallas de Jericó. La tercera vez, la multitud llegó al otro lado del puente de Edmund Pettus y siguió caminando durante cinco días, creciendo como el caudal de un gran río. Al principio había 2000 o 3000 personas y poco a poco llegaron a ser 25.000. Avanzaban bajo el calor, bajo el polvo, bajo los torrentes de la lluvia del Sur, que duraba noches enteras y convertía en ciénagas el campamento de los peregrinos. Blancos y negros, pastores protestantes, curas católicos, monjas, rabinos ortodoxos, progresistas laicos, James Baldwin y Joan Baez, Harry Belafonte y Tony Bennett.
Entre aquella multitud había un estudiante de astrofísica de Boston aficionado a la fotografía, Stephen Somerstein. Somerstein llegó a Selma con un saco de dormir y cinco cámaras al cuello y no paró de hacer fotos durante los días de la marcha. Un cierto número de ellas pueden verse justo ahora, en esta temporada de conmemoración, en la New-York Historical Society, al mismo tiempo que se proyecta en los cines la película Selma, de Ava DuVernay. Las imágenes de Somerstein tienen la severidad documental de la fotografía en blanco y negro. La película de DuVernay convierte los hechos históricos en un relato caldeado por la cercanía que sólo permite la ficción, por muy fiel a los hechos que procure mantenerse. Somerstein tomó primeros planos extraordinarios de Luther King y del grupo de activistas más próximos a él, y de las celebridades de la política, la literatura y la música que tuvieron el coraje de poner en juego sus carreras profesionales y hasta su integridad física para unirse a una causa abrumadoramente justa. Pero a mí me impresionan sobre todo sus fotos de militantes y de caminantes anónimos, un largo friso de figuras en blanco y negro avanzando siempre, hombres y mujeres, de todos los tonos de piel y todas las edades; fotos de caminantes y también de los que los miran pasar: negros pobres en los porches de sus cabañas ruinosas, entre asustados y orgullosos, blancos con aire de estupor, de recelo, de ira contenida, de grosero desafío: alguno tuerce la cara para escupir; otro adelanta una entrepierna jactanciosa, con toda su protuberancia masculina bajo el pantalón muy ceñido.
Una foto de Somerstein inspira un plano de la película: la nuca fornida de Martin Luther King, la camisa que le ciñe mucho el cuello, la chaqueta del traje oscuro oprimiendo los hombros. Delante de él se extiende la multitud que escucha, al pie de la escalinata del capitolio, en Montgomery, al final de los cinco días de la caminata, su discurso de celebración y exigencia. Una película así requiere que se junten varias formas de talento: el de imaginar las cosas tal como sucedieron, el de crear retratos de personas que han existido, de ser posible sin caer en la reverencia ni en la caricatura. David Oyelowo, que es un actor británico, interpreta la dicción peculiar y el acento de Martin Luther King como si tocara con resuelta exactitud una partitura, sin hacer un esfuerzo demasiado visible por imitarlo o por reproducir su aspecto. Las fotos de Somerstein estremecen retratando el pasado: los poderes de hipnotismo del cine nos devuelven aquel mundo y nos dejan sumergirnos en él, transmutado en presente, durante dos horas, delante de una pantalla, en una gran sala oscura.
En una película tan sofisticada, visual y políticamente, sorprende más la capitulación parcial al estereotipo, a la simple mentira histórica. Sin duda, para resaltar el heroísmo y la integridad de King, el presidente Johnson queda como un oportunista cargado de soberbia, encerrado en la Casa Blanca, indiferente al sufrimiento de los luchadores y las víctimas. Se trata de una notoria falsedad. Sin el empeño personal y la destreza política de Johnson, no se habrían aprobado esas leyes emancipadoras que ahora cumplen medio siglo. Necesitamos atenernos a la sobriedad de las fotografías y de los libros de historia, porque el cine no sabe resistirse a los halagos de la ficción.
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