Río Cuarto.- A las 19.30 del 31 de diciembre la atleta olímpica riocuartense Rosa Godoy come arroz blanco y una pechuga de pollo mientras su madre y sus sobrinos toman unos mates y charlan. Después, se queda sola. Los demás parten a preparar la cena de Año Nuevo a lo de su hermana que, dice Rosa, era tan buena como ella en atletismo, pero se puso en pareja de chica y a los 17 tuvo el primero de sus siete hijos. "Otro camino", dice. Rosa descansa un rato y cerca de las 23 parte a la Asociación Atlética Banda Norte, el club donde empezó a correr cuando tenía 12 años. Va en búsqueda de su 11° título en la Maratón de los Dos Años, una prueba única en el mundo que empieza al filo de un año y termina en el siguiente.
Brian Burgos se despierta a las 8 el día más esperado. Fue el primer varón riocuartense en ganar la maratón, hace dos años. Desayuna liviano y a eso de las 10 sale a trotar suave 20 minutos para despertar las piernas. Almuerza con su abuelo unos tallarines con queso y crema. Poco. Toma agua. Mucha. Después duerme una siesta hasta las 18 y se pone a preparar sus "cositas" para correr: el short, la musculosa, prende el número en la camiseta, elige las zapatillas. Llegan su mamá, Lorena Andrada, y tres de sus cuatro hermanos; ellos comen algo y parten en un remise al club. Una vez allá, los chicos van directo a la placita frente a la largada. "Yo me alejo un poco, para no estar en el medio de toda la gente porque es más presión". En la parte de atrás del club la encuentra a Rosa, que está entrando en calor.
La Maratón de los Dos Años se realiza desde 1978 en Río Cuarto. Este año tiene 1437 inscriptos y más de la mitad son mujeres. Los atletas largan en el predio del club a las 23.45, recorren 10 kilómetros en un circuito que cruza toda la ciudad y regresan adonde partieron. Los primeros llegan unos 15 minutos pasada la medianoche. Este año, participan atletas de 22 provincias y de 6 países latinoamericanos.
"Hemos discutido cambiar el horario por presiones de la policía, de tránsito, familiares, pero no la imaginamos en otro momento", admite Marcelo Gherro, quien fue presidente del club por siete años y es uno de los organizadores que esta noche trabaja hasta que termina no solo la carrera sino también la cena final de premiación, alrededor de las 4. "Es una cadena humana que se forma en las calles. Río Cuarto la adoptó. Es como un hijo", dice. Más que una maratón es una fiesta familiar.
Mientras Rosa y Brian entran en calor, la zona del Parque Sarmiento, donde se ubica el club, se puebla más que el día de la primavera. Allí instalaron su mesa los Palma. Griselda y sus hijos Candela, Juan Cruz y Rosario vinieron desde Alejandro Roca, a 73 kilómetros de Río Cuarto, para acompañar a Sergio, el padre de los chicos, que con 51 años quiere repetir la hazaña de sus 15, cuando corrió por primera vez. Están ubicados cerca de la largada. Sobre el mantel hay un tupper con empanadas y hamburguesas, un envase abierto de sidra sin alcohol, varias botellas con agua, vasos plásticos. Para más tarde trajeron mantecol y budín. "Movamos la mesa, mamá. Que de acá no se ve bien la largada", propone una de las chicas. Se ponen a debatir qué conviene hacer. Reposeras, conservadora, canastos. Todo un movimiento.
Se acercan las 12. Se escucha que descorchan una sidra, dos. Alguien grita: "Me caso". A unos pasos: "Esperando las 12 para brindar", dice un joven que está sentado en el cordón de la vereda por donde en minutos empiezan a llegar los primeros maratonistas. Carina, "La flaca", su mamá, recibe un vaso. "Con mi abuelo Cacho siempre salíamos a ver la maratón a la calle. Desde que él no está venimos para recordarlo", cuenta.Y agrega: "¿Viste la película Coco? Bueno, es eso: esta noche él vuelve acá con nosotros". A su lado, dos bebés descansan en sus cochecitos.
Se estima que en el parque y en el resto del recorrido –más de cien cuadras–, unas 70.000 personas se disponen a alentar a los atletas esta noche, a vitorearlos, a ofrecerles botellas con agua fría. Hay familias que escuchan la radio local mientras comen y salen cuando se anuncia que los corredores están por pasar cerca de sus casas. Entonces sí, a salir con algo para brindar y con algún banquito por si se hace largo. También están quienes ubican las mesas afuera, sobre las veredas: allí comen, brindan y ven pasar a atletas de elite, a otros amateur e incluso a personas con alguna discapacidad que enfrentan ese desafío alguna vez en su vida.
Es un inicio de año raro para Stella Góngora de Allora, de 62 años: es la primera vez desde que tiene memoria que no ve la carrera y que tampoco la escucha. Su familia insistió en irse a una zona de las sierras donde no hay señal para escuchar la radio. En 1983 Stella fue la primera mujer riocuartense en ganar esta maratón. "Yo iba adelante, me guiaba por el golpeteo de las manos de las personas". Recuerda que, una vez que logró despegarse de la favorita de entonces y cruzó el puente que indicaba el tramo final del recorrido, lo vio al padre de Pablo Aimar, Ricardo. "Vamos carajo, vamos que te vas", recuerda que le dijo. Y él también empezó a correr alentándola. "Ahí supe que la carrera era mía". Sus piernas seguían por el clamor de la gente.
Después la ganó dos veces más, hasta que la superó la australiana Mora Main. "Es muy lindo saber que es el esfuerzo de uno, sentir orgullo porque sos vos logrando algo, entrenada al máximo", dice, la voz se le entrecorta. "Todavía me emociono. Me sentía la Mujer Maravilla". Poco después dejó el atletismo: su marido no le permitió viajar a correr a Cuba, donde la habían convocado, y eso desató un enojo tan grande en ella que dejó todo. Pero esa es otra historia.
Rosa sonríe poco. Así se toma el atletismo y la vida, como algo serio. Siempre el rostro despejado, la mirada en el horizonte. Esta noche corre y en todo el trayecto vivan su nombre como nunca antes. Ella por momentos saluda con la mano, mágicamente sonríe. "No soy de hacer esas cosas, porque uno va concentrado en el ritmo, en la carrera, pero tuve que ir saludando porque era tanto lo que me gritaban que me daba apuro no saludar", dice. "Fue una noche muy linda, porque saben quién soy y los represento un poco a todos ellos".
A la medianoche, cuando llega 2020 ella pasa por el kilómetro cinco. Empieza a sonar una campana que le repica en todo el cuerpo, saluda a quienes tiene en ese instante a su lado, no se detiene. Se lleva el sonido del nuevo año. "A las 12 de la noche es muy especial, se viven nervios, todo es muy a flor de piel. Y ahí te pasan cosas indescriptibles en el cuerpo".
Gastón Molayoli es uno de los vecinos que celebra frente al frigorífico La Campana. El año pasado vieron que alguien tomaba la soga de la campana de la puerta y la hacía sonar. "Es un sonido hermoso y muy emotivo cuando justo pasan los primeros corredores", dice. "En esta edición, preguntamos si nos dejaban a nosotros. Estuvieron nuestras sobrinas, al rato se cansaron y mi compañera Marianela, y Laura, mi cuñada, agarraron la posta. Estuvieron como veinte minutos tocando. Muchos corredores saludaban cuando descubrían de dónde venía el sonido".
En las gradas de la cancha del club Banda Norte, la mejor posición para ver la línea de llegada, tampoco pasa desapercibida la medianoche. Suena música de cuarteto. De pronto, surge un coro espontáneo que cubre todo el estadio. "Cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡Feliz Año Nuevo! Estalla la tribuna en abrazos, sonrisas, brindis.
A los pocos minutos empiezan a llegar "los gladiadores", como menciona el locutor que transmite en vivo. Pasan Julián Molina, Miguel Guerra, Brian Burgos, Joaquín Arbe… Una familia llama por WhatsApp con cámara a alguien de afuera para mostrarle la cantidad de gente que hay esta vez. De las conservadoras salen más panes dulces, garrapiñadas, turrones. Sostener el ritual de celebración, aun en las tribunas de una cancha de fútbol. Los que no encuentran lugar en las gradas se ubican abajo, pegados al alambrado. Una señora en silla de ruedas, una chica que le da la teta a su bebé, un señor con bastón.
Rosa cruza la meta, alza los brazos como si fueran ramas de un árbol que agradece la lluvia, los ojos cerrados, un instante de íntima celebración. Su mamá, que estuvo toda la noche esperando en el parque, entra corriendo al estadio que acaba de pisar su hija. Se abrazan. Lloran. "Siempre nos emocionamos. Es fin de año, la carrera, lo que estamos compartiendo y, también, lo que una pasó para llegar acá", dice Rosa.
Desde chica la acompaña la idea de superación. Ella lo adjudica a la vida misma y dice que no quiere victimizarse. Menciona que de chicos vivían los cinco en una habitación, sus padres, ella y sus dos hermanos. "Siempre supe sobreponerme a todo".
Stella también sabe sobreponerse. A los 8 meses su madre la abandonó y estuvo con sus padres de crianza, como los menciona, hasta que murieron cuando ella era muy joven. "Padres no tengo. Es larga la vida mía", dice y prefiere no seguir en ese terreno. Sí habla de que se casó a los 15 años, que tuvo tres hijos y cuatro nietos y que a una de las nietas, la que ahora tiene 4 años, la cría desde chica. "Soy su madre abuela", dice.
Despierta placer verla correr a Rosa: 37 años, un metro sesenta, 46 kilos al servicio de un cuerpo firme; el logo de los Juegos Olímpicos de Río tatuado en su talón vuela por la calle y llega primera, sigue rompiendo récords: ganó once veces la maratón de su ciudad.
Brian también sube al podio. Le ganó a uno de los favoritos, el atleta olímpico Joaquín Arbe, y quedó en tercer lugar, con un mejor tiempo que cuando llegó primero en 2018.
A la hora del brindis, Stella les hace una promesa a sus nietos: este año vuelve a correr la maratón. "Voy a resolver un tema en la rodilla y me voy a entrenar. Por lo menos voy a llegar", dice.
- ¿Qué siente cuando ve correr a Rosa Godoy?
- Me dan ganas de salir atrás de ella, como un cohete, como antes (se ríe).
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