La máquina visionaria de J. G. Ballard
A diez años de su muerte, la reedición de La sequía y un ensayo sobre su obra, escrito por Pablo Capanna, muestran la actualidad de un autor ineludible de la ciencia ficción
Tercer domingo de junio, 7.07 de la mañana: salta la térmica de una nación americana austral. Una sobrecarga en la red de distribución deja sin electricidad al país entero. Pasan las horas y el servicio no logra restablecerse. Se descargan las baterías de los celulares, de las computadoras portátiles, de todos los dispositivos. No hay subtes ni trenes. No funcionan tarjetas ni transacciones bancarias, tampoco los servidores locales de Internet. Solo tienen electricidad los que poseen grupos electrógenos o paneles solares.
Al parecer la falla es mucho más grave de lo pensado; pasan los días pero el servicio no logra recuperarse. Cada vez más gente quemando combustible poluciona el ambiente y limita la generación eléctrica de los paneles solares. Como las represas están fuera de servicio, baja el cauce de los ríos y mueren miles de peces; muchos puertos del país dejan de operar. Aquellos que pueden instalan generadores en sus hogares junto a los equipos de aire acondicionado. Bidones de gasoil se venden por doquier, incluso en los supermercados chinos. Como si fuera poco, por algún motivo atmosférico, llueve sin parar desde hace semanas.
Ese podría ser el punto de partida de un hipotético relato titulado "El apagón". Y es que, tensando un poco las clavijas de un hecho reciente, es posible contar con un instrumento afinado para interpretar una novela de catástrofe. Hay algo en este tipo de escenarios, en los que un cataclismo altera o ya ha alterado las condiciones de vida de la población, que resulta productivo para la construcción de ficción, para recubrir lo narrado con un velo pesadillesco y reconocible a la vez. Como si el tren de las cosas hubiera descarrilado en un punto y de ahí en más siguiera avanzando fuera de quicio.
Cada época genera sus propias fantasías de catástrofe; eso implicaría que las novelas que dan vida a alguno de estos escenarios poseen una dificultad adicional para perdurar en el tiempo. Puede que así sea, pero hay excepciones; La sequía (Fiordo), de J. G. Ballard, es una de ellas. Escrita a principios de los años 70, despliega una visión que interpela todavía hoy tanto por la silueta de la pesadilla que evoca –cambio climático, sequía, hambruna y desplazamiento de poblaciones– como por el calado de su escritura. Ballard no solamente tenía una premisa que calzaba bien con los códigos de la ciencia ficción; como fue un gran escritor, algo que por ese entonces no estaba todavía claro, logró exceder los límites del género y plasmar una obra literaria que conserva vigencia.
¿En medio de qué tipo de catástrofe transcurre La sequía? Una fina capa de desechos químicos recubre los océanos e impide la evaporación del agua, por lo que hace meses que en el mundo no llueve. "Con estos materiales el mar había fabricado una piel de unos pocos átomos de espesor pero bastante fuerte como para devastar las tierras que antes había irrigado," escribe Ballard. Los alimentos escasean y la población se desplaza en masa hacia la costas. Charles Ransom es un médico recientemente separado que se resiste a abandonar la zona en la que vive. Cuando finalmente se traslade hacia la costa, donde se agolpa el grueso de la población, lo hará encabezando un grupo algo extravagante de vecinos. Cada capítulo, breve, de máximo ocho páginas, está dedicado la presentación de un espacio, de un personaje, de un conflicto. La ficción transcurre en un mundo encapsulado, de laboratorio, un territorio cubierto por una campana de cristal. Es como si Ballard dejara a sus criaturas en esa situación y volviera a mirar recién a los cinco años, y otra vez, cinco años más tarde, y transcribiera lo que ve.
"La lluvia… Al recordar que la palabra había tenido algún sentido, Ransom miró el cielo. Ni una nube, ni una gota de vapor empañaba la fuerza del sol que colgaba allá arriba como un genio siempre solícito. La misma luz invariable, un palio amarillo esmaltado que embalsamaba todo en calor, cubría los campos y caminos al borde del río", escribe Ballard, que no recordaba a este libro con particular agrado, según cuenta Pablo Capanna –otro libro que acaba de reeditarse por Letra Sudaca– en su ensayo El tiempo desolado. Según Capanna, al escribirlo se había sentido invadido "por la sequedad del paisaje" y solo rescataba algunos hallazgos literarios como el de presentar "la emoción desprendida de todo contexto humano".
Si bien Ballard escribió numerosos cuentos y un puñado de novelas de catástrofe, por supuesto que su obra no se reduce a dicho género. Al contrario, este tipo de ficciones forman parte de su primera etapa como escritor, esa que va hasta mediados de los años 60. "Tenía muchas reservas respecto a la ciencia ficción en conjunto, pero los primeros años de la década de 1960 fueron una época excitante", recordaba Ballard en sus memorias Milagros de vida. Si bien reconocía haber sido testigo de los efervescentes años 60 británicos "por televisión", ya que era un joven viudo que tenía que criar tres hijos, tuvo la suerte y el olfato para entrar en sintonía con las vanguardias de la época en la galería Whitechapel, entabló diálogo con la revista Ambit, con artistas visuales como Eduardo Paolozzi, Richard Hamilton, y los arquitectos Peter y Alison Smithson. El arte pop y el surrealismo fueron un gran estímulo. "Entonces pensaba, y lo sigo pensando, que en muchos aspectos la ciencia ficción era la única auténtica literatura del siglo XX, con una enorme influencia en el cine, la televisión, la publicidad y el diseño de consumo".
Capanna divide la bibliografía del autor inglés en cinco etapas. Una surrealista de fines de los años 50 a principios de los 60; luego la fase "catastrófica", que inauguró con El viento de la nada, siguió con El mundo sumergido en 1962, El mundo de cristal y concluyó con La sequía un par de años más tarde. En el volumen de memorias dado a conocer pocos meses antes de su muerte en 2009, Ballard escribía que "por encima de todo, la ciencia ficción poseía una enorme capacidad que la novela moderna había perdido. Era una máquina visionaria que creaba un nuevo futuro con cada revolución, propulsada por un exótico combustible literario tan abundante y peligroso como el que impulsaba a los surrealistas". Más tarde según Capanna vendría la fase nihilista –con La exhibición de atrocidades y Crash–, caracterizada por la radicalidad de la propuesta. Eventualmente volvería a las novelas más convencionales (etapa "metafísica" e "hípermoderna", las llama Capanna), pero como aquel que vuelve del abismo, del frente de batalla, de la mesa de operaciones, después de haberlo visto todo.
En La sequía Ballard aun no había atravesado ni roto ese velo. Era un autor que no había puesto la máquina de su escritura al máximo de revoluciones; era un autor incómodo con los códigos del género de ciencia ficción, pero que todavía no sacaba los pies del plato. Como señala M. John Harrison en el prólogo de la reedición inglesa, La sequía es un drama atrapante pero también "marca el final de la relación inestable y contrariada del autor con las historias de catástrofe". El texto le ocasionó problemas con su editor, quien consideraba que no se adecuaba a lo que se entendía por ciencia ficción, cuenta Harrison. Y escribe: "Lo vemos rondando hambriento alrededor de su propia obra, buscando la forma de escaparse del zoológico hacia un paisaje reconfigurado, donde pudiera canibalizarse libremente a sí mismo". Para 1965 Ballard ya había empezado a mirar hacia otros horizontes. El quiebre llegaría en 1970 con La exhibición de atrocidades y luego con Crash. En esos libros, ya emancipado de las reglas del género, encontraría su asunto –esa peculiar conjunción de sexo, perversión y violencia–, su estilo filoso y cromado, como un bisturí, sus paisajes de desolación posindrustrial y sus antihéroes, todos rasgos que hoy son reconocidos, y revisitados, como "ballardianos".
Lo más curioso en el caso de Ballard –lo cuenta en sus memorias y también en numerosas entrevistas– es que acuñó buena parte de su obra desde una casa en el suburbio londinense de Shepperton por las mañanas después de llevar a los hijos al colegio, con la ropa tirada en los pasillos, la pileta de la cocina acumulando platos sucios, el centrifugador del lavarropa a mil revoluciones por minuto, tomando sorbos de whisky con soda hasta que se hiciera la hora de salir a buscar a los chicos a la escuela; recién al día siguiente retomaría la faena literaria. Condiciones que, lejos de ser ideales, pudieron haber sido catastróficas para sus ambiciones, pero a las que se sobrepuso tal como harían los protagonistas de sus relatos.
A pesar de haber sido escrito hace sesenta años, La sequía interpela al lector actual y suena extrañamente contemporánea. No solo por proyectar una catástrofe climática que hoy sería mucho más factible que en ese entonces, si no también por la vitalidad de sus frases, de los diálogos y de las descripciones (mérito de la traducción de Luis Domenech publicada por Minotauro en 1979). En última instancia se trata de un autor peleando para sacarse el corsé del género, desafiando a los lectores que había acumulado con publicaciones en revistas de ciencia ficción y sus primeros libros, decepcionándolos al tiempo que descubría un nuevo campo de maniobras desde el que dar forma a una de las obras más perturbadoras de la segunda mitad del siglo pasado.