La malversación del feminismo y el “garantismo de género”
Socializar la responsabilidad penal es una forma de justificar al delincuente y echar un manto de comprensión sobre los actos más reprochables de un individuo
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Cuando la ministra de Mujeres, Géneros y Diversidad relativizó la responsabilidad de una banda de violadores para endosarle la culpa a la sociedad, no incurrió en un exabrupto ni en una extravagancia conceptual. Lo que hizo fue sintetizar una concepción pseudoideológica que se ha enquistado en estamentos de poder y ha permeado en la administración de justicia. Es una suerte de “neozaffaronismo” basado en una supuesta ideología de género. Si Zaffaroni postulaba que el delincuente es, en realidad, una víctima de la exclusión que provoca el capitalismo, esta nueva corriente sostiene –con más eslóganes que fundamentos– que el violador es víctima de una sociedad “machista y patriarcal”. Es un revoltijo de ideas, prejuicios y simplificaciones, que podría ser inofensivo en una tesis universitaria, pero se torna peligroso cuando contamina las decisiones judiciales y los discursos del poder.
Esta suerte de “garantismo de género” confunde “machista” con “violador”, como si un rasgo cultural (por deplorable que sea) fuera equivalente a una aberrante conducta delictiva. Socializa, además, la responsabilidad penal, que es una forma de justificar al delincuente y echar un manto de comprensión sobre los actos más reprochables de un individuo. Todo tributa a una mirada “colectivista” que relativiza, por un lado, el mérito y, por el otro, el comportamiento criminal. Es una ideología que devalúa al individuo: lo bueno se lo atribuye al Estado; lo malo, a la sociedad. Diluye la responsabilidad individual, desdibuja los grados y matices de las cosas y cae, con pasmosa liviandad, en absolutismos absurdos: “No son monstruos, son varones socializados en esta sociedad. Es tu hermano, tu papá, tu hijo, tu amigo, tu compañero de trabajo. Todos y cada uno responden a la misma matriz cultural”, escribió la ministra Gómez Alcorta. ¿Todos los hombres somos como los violadores de Palermo? Costaría encontrar un párrafo que condense con tanta nitidez prejuicio y totalitarismo.
El problema, sin embargo, no es la abogada Elizabeth Gómez Alcorta. Su posición, que se “autopercibe” progresista, es la visión dominante en el Gobierno, donde varias voces se alzaron para avalarla y ninguna para cuestionarla. El poder profundiza, así, un discurso que incentiva confrontaciones y resentimientos: asume el revanchismo como una bandera. Pero exhibe, además, un divorcio cada vez más evidente con la sociedad. ¿De qué realidad habla la ministra cuando dice que los violadores son “como tu hermano, tu papá o tu hijo”? ¿Qué conexión tiene ese razonamiento con el sentido común de la sociedad? ¿Interpreta a la mayoría de las mujeres? Muchas veces, el Gobierno parece mirar a la sociedad desde una especie de nube ideologizada, como si un ministerio fuera una burbuja de ensayos teóricos y no un organismo llamado a proponer y ejecutar soluciones.
El discurso desnuda también una malversación del feminismo. Una causa noble y fundamental, como la de los derechos y la igualdad de la mujer, queda dañada y desnaturalizada cuando se la tiñe de prejuicios e ideologismo sectario. Es algo que se ha hecho con los derechos humanos: el apoderamiento de una bandera universal, por parte de una facción. Causas que deberían ser “de todos” pasan a ser patrimonio de unos pocos. Discursos que deberían nutrirse de la amplitud y la tolerancia se tornan excluyentes y ultraminoritarios. En esa apropiación, pequeños grupos militantes suelen encontrar en la jerga ideológica una coartada para encubrir intereses de otro tipo. ¿Cuántos cargos, “negocios” y privilegios se esconden bajo esas banderas apropiadas y la creciente “burocracia de género? ¿Cuánto hay de genuino y cuánto de impostura detrás de cierta militancia? Ya vimos, hace unos días, a un dirigente de los “derechos humanos” que hablaba con la “e”, pero agredía a una mujer con todas las vocales, y también con mano alzada, en la terminal de Santa Clara. ¿También es víctima de la sociedad en la que fue criado?
Pero hay algo que tal vez resulte más grave que cualquier caso individual: Gómez Alcorta representa una visión que ha penetrado en el Poder Judicial, donde se toman decisiones sobre la libertad, la familia, el patrimonio y la dignidad de las personas. En muchos juzgados penales y de familia, el “garantismo de género” se convirtió en una doctrina. A veces funciona como atenuante; a veces, como condena anticipada. Hay millones de padres que luchan en tribunales de familia contra el prejuicio de ser “productos del patriarcado”. El catecismo de Gómez Alcorta –”todos y cada uno responden a la misma matriz cultural”– se recita en muchas cátedras universitarias y llegó, con prepotencia, a los estamentos donde se administra justicia. Hoy es difícil pasar el filtro de los consejos de la magistratura si no se hace un guiño a la “perspectiva de género”. La formación jurídica cedió terreno frente a la militancia y el activismo, como pasa también en muchas casas de estudios, donde no importa tanto la solvencia académica como la sintonía con la ideología dominante. Un dato accesorio pero ilustrativo: ya hay sentencias judiciales que se escriben en “lenguaje inclusivo”. Un juez que exhibe su militancia más que un juez es un peligro. El país ya lo sufrió en otras épocas, donde también hubo magistrados que, en lugar de aplicar los códigos, aplicaron la ideología del poder.
Cuando las conductas individuales empiezan a juzgarse a través de ideologismos y prejuicios, se cae en uno de los mayores peligros que puede enfrentar una sociedad: el de una Justicia colonizada por la arbitrariedad. Si las personas no son juzgadas por lo que hacen sino por el contexto sociocultural al que pertenecen, la responsabilidad por los propios actos termina diluida en una suerte de “justicia colectiva”. La ideología ocupa el lugar de las normas y se quiebra así la verdadera garantía, que es la de la ecuanimidad. La Justicia se subordina a los prejuicios dominantes, que hoy pueden ir para allá y mañana para otro lado. La lógica totalitaria es, al fin y al cabo, una sola: puede estar al servicio de un extremo como de otro. Hoy circula un discurso que asimila machismo con violación, como en otras épocas se asimilaba ideología con delito.
Por supuesto que el machismo expresa una concepción retrógrada y discriminatoria. No reconocer matices ni diferencias, y asignarle a ese rasgo cultural un encuadre delictivo, alimenta una confusión general que no distingue entre un desubicado y un abusador. Esa igualación –alentada por “los tribunales de las redes”– desplaza la noción de justicia por la de revancha. Y, en lugar de alentar la evolución cultural, pone a la sociedad a la defensiva.
Decir que el entorno cultural influye sobre los comportamientos individuales es decir una obviedad. Pero eso no justifica las teorías deterministas ni la abolición del libre albedrío. Ideas como la que ha enarbolado la ministra Gómez Alcorta remiten a concepciones tan primitivas como el machismo mismo. La teoría de que el violador es producto de una “matriz cultural” responde a la misma lógica con la que Lombroso, a fines del siglo XIX, sostenía que la criminalidad estaba asociada a factores físicos. El determinismo biológico tanto como el cultural alimentan concepciones fascistas que conspiran contra la individualidad. Son ideologías que (en contra de su propia retórica) se sienten más cómodas con lo uniforme que con lo diverso, con la obediencia que con la libertad, con la generalización que con las particularidades.
Al amparo de tantas confusiones, la realidad no da tregua. Mientras el Gobierno financia “ministerios militantes” y se regodea en los devaneos de un supuesto progresismo, hay tragedias cotidianas que piden a gritos una reacción del Estado: la violencia de género es una epidemia que afecta a millones de mujeres (en la Argentina se registra un femicidio cada 26 horas); la inseguridad es un flagelo para toda la sociedad, pero se ensaña especialmente con mujeres vulnerables que, de noche o de madrugada, esperan aterradas en las paradas de colectivos. La maternidad precoz y la inequidad salarial condicionan el acceso a la educación y al trabajo. Son desafíos dramáticos, que exigen menos eslóganes y más acciones concretas; menos retórica y más resultados prácticos; menos prejuicios y más sentido común. En el Día de la Mujer, el mejor homenaje tal vez sea salir de las burbujas ideológicas para conectarse con las angustias reales de mujeres que alientan sueños, no resentimientos; que no quieren en el banquillo a “los hombres”, sino a los violadores y los femicidas; que quieren vivir mejor, no que les hablen con la X.