La maldita derecha para justificar la maldita ineficiencia
Basta ver los números de la economía, la inflación, los indicadores de una posible crisis energética, entre otros graves problemas que vivimos los argentinos, como para pensar que el presidente Alberto Fernández debe estar preocupado y ocupado en comenzar a buscar soluciones. Después de todo, fue electo para gobernar y no para comentar la política diaria. Sin embargo, esta semana, el Presidente sacó a relucir todo su abanico de agravios contra el periodismo y contra el expresidente Mauricio Macri, al que trató de “ladrón de guantes blancos” y también alertó sobre la división del peronismo mostrando como ejemplo que la fragmentación del 2015 llevó a Macri al poder y que de volver a ocurrir un escenario similar volvería “la maldita derecha”.
Cómo parte del juego de la política bien practicado, el Presidente tiene todo el derecho de criticar a su antecesor o a cualquier opositor. No está ahí su problema, sino en su autopercibimiento ideológico y el de sus socios políticos. Porque Fernández suele apelar a ese señalamiento donde todo lo malo es de “derecha”, como si su gobierno tuviese algún viso de progresismo. Ninguna gestión que acumula pobreza día a día y solo tiene ideas y proyectos para asistir a los pobres en la pobreza en lugar de buscar mecanismos y políticas para que puedan “progresar” como en cualquier país del mundo podría serlo. Y lo hacen con gobiernos liberales o socialdemócratas, pero sus sociedades progresan porque sus líderes gestionan y no se la pasan haciendo “estudiantinas” ideológicas que a esta altura cansan por su inutilidad fastidiosa. Ningún afiche o cartel con consignas “progres” hasta ahora logró bajar los precios de las góndolas, que ubican a muchos productos básicos como inaccesibles todas las semanas para más personas.
Además, ¿creerá ciertamente el Presidente que su amigo Gildo Insfrán es progresista? Los gobiernos oficialistas de Formosa, Santiago del Estero, Chaco y hasta el mismo Tucumán de su jefe de gabinete, Juan Manzur, apilan decenas de denuncias de violaciones a los derechos humanos ocurridos durante la pandemia, algunas con muertes y torturas. No podemos permitirnos dejar de hablar de esas vejaciones porque los organismos de DDHH, amigos del gobierno, miran para otro lado, sus víctimas también merecen verdad y justicia. En este aspecto - valorar sesgadamente los derechos humanos- la política del gobierno es consecuente con su alineamiento internacional con las dictaduras “progres” de Venezuela, Nicaragua y Cuba, y hasta nos castigó con muertes evitables durante la segunda ola del Covid-19 por priorizar lo ideológico y por sumarnos a la expansión del proyecto de Vladimir Putin, privándonos de vacunas estadounidenses para comprar las rusas, que no llegaron en tiempo y forma ni en la secuencia anunciada. Todas esas víctimas no se van a conformar con escuchar hasta el hartazgo ese eslogan vaciado de lógica política: “al menos no gobierna la derecha”.
La historia política del Presidente hace dudosa toda afirmación para ubicarse lejos de lo que él llama “la derecha”, porque no solo fue funcionario del gobierno de Carlos Menem, sino que además fue legislador porteño acompañando a Domingo Cavallo, en su aventura electoral en pos de la jefatura de Gobierno porteña. En ese entonces compartió lista con la actriz Elena Cruz, firme defensora del dictador Jorge Rafael Videla. ¿Habrá pensado el Alberto Fernández de aquel entonces que su participación en ese espacio estaba ligada algún movimiento de izquierda? Rara confusión, si así lo creyó.
No sorprende su desconcierto, Cristina también creía que Cavallo era la mente más lúcida de la política de los 90 y Néstor Kirchner que Carlos Menem, en 1995, “era el mejor presidente desde Perón”. No eran épocas donde los Kirchner hablaban con organismos de derechos humanos, ni bajaban cuadros militares, ni sobreactuaban una militancia nacional y popular como lo hicieron años después mientras sus fortunas crecían dudosamente como empresarios hoteleros.
La actitud de Fernández es similar a la del diputado Javier Milei, quien no duda en agredir con insultos a quienes no comparten su ideología, menospreciando el intelecto de aquellos que piensan distinto o tienen ideas que se posan en las antípodas de ese liberalismo a presión que el libertario pregona. No es la única coincidencia entre Fernández y Milei, el diputado califica a Domingo Cavallo como el mejor ministro de Economía de la historia, algo que el Presidente también creía cuando fue uno de sus operadores políticos a fines de los 90, pero también, en su afán por atacar a Juntos por el Cambio. En los últimos días se escucha a Milei criticar más a la coalición opositora que al propio gobierno, algo que parece más una estrategia personal que partidaria. Su compañero de bancada José Luis Espert no se comporta del mismo modo. De algún modo, Fernández y Milei se necesitan, son funcionales uno al otro y se ayudan utilizando estrategias discursivas similares, el Presidente ataca al macrismo para congraciarse con el kirchnerismo duro, sin vistas de reconciliación en lo inmediato, y Milei a Juntos por el Cambio, en el afán de captarles votantes, desdibujando su rol opositor.
Todo este repertorio sobre ideologías adjetivadas con agravios, parece ser la única carta que tiene el Presidente para poder hablar en algún acto político y llegar así a su público y votantes, porque donde no hay gestión ni resultados, donde abunda la inmoralidad con la que manejaron y se comportaron durante la pandemia, no queda otra que esconderse detrás de las descalificaciones.
Los problemas que angustian a los argentinos no se van a solucionar con un Presidente levantando el dedo y agitando hasta perder la voz el fantasma del regreso de una supuesta “maldita derecha”, cuando la realidad muestra con crudeza como su gobierno derrama a mares una “maldita ineficiencia”.