La maldición de Buenos Aires no existe
Hace cinco años, en este mismo diario, publiqué un artículo sobre la "maldición de la provincia de Buenos Aires". Me refería al hecho de que ningún gobernador de la provincia más importante del país hubiera llegado a la presidencia desde 1880, año en que esa provincia se creó en su forma actual. Se sucedieron desde 1880 varios políticos que luego de pasar por La Plata quisieron llegar a la Rosada. Por ejemplo, los conservadores Marcelino Ugarte y Rodolfo Moreno, quienes se toparon con el ciclo radical de Hipólito Yrigoyen y Marcelo T. de Alvear. El coronel Víctor Mercante fue elegido gobernador en 1946, en las elecciones en las que Perón llegó a la presidencia. A Mercante, un estrecho colaborador del coronel en aquellas primeras épocas, le decían "el corazón de Perón", por ser mano derecha de su líder en los años del ascenso peronista. La gestión de Mercante fue apreciada y sus amigos pensaban en él como un posible sucesor de Perón, pero al dejar Mercante la gobernación, en 1951, Perón se había jugado por su reelección y le retiró a Mercante todo apoyo, pues consideró que le hacía sombra, ante lo cual Mercante se retiró de la política.
El radical intransigente Oscar Alende fue un buen gobernador entre 1958 y 1962, acompañando al presidente Arturo Frondizi. Este médico de Banfield padeció una época signada por los golpes militares, como el que barrió a Frondizi. Ante cada salida democrática, Alende, muy querido en su pueblo y respetado por todos, se postulaba a la presidencia. Lo hizo en 1963, 1973 y 1983, y cayó ante Illia, Cámpora y Alfonsín, respectivamente.
Antonio Cafiero fue otro buen gobernador de la provincia de Buenos Aires que quiso llegar a presidente, pero ni siquiera pudo ser candidato, pues sucumbió en la interna peronista de 1988 ante Carlos Menem. Eduardo Duhalde fue gobernador durante dos períodos y candidato a la presidencia por el Partido Justicialista, pero perdió las elecciones en 1999 ante Fernando de la Rúa.
¿Hay una maldición que planea sobre la residencia del gobernador en La Plata? No creo en supersticiones. Lo que algunos llaman maldición se explica como el resultado de los contextos políticos que en cada caso prevalecían. Y sobre todo, de la dimensión exagerada de una provincia en la que vive el 37,9% de los habitantes del país. Una desmesura en la que alguna vez los argentinos deberíamos pensar para que no nos siga devorando la macrocefalia que ya radiografió Ezequiel Martínez Estrada en 1940, al describir la centralidad de la ciudad de Buenos Aires, y consiguientemente de la provincia, como "la cabeza de Goliat".
Llegar a la cumbre se hace muy difícil si se parte desde tan alto. Alcanzar la Rosada pasando por La Plata es ruta que multiplica los desafíos. Se acumulan demasiadas tensiones, se atraviesan minas activadas que inevitablemente estallan. Para alcanzar la meta a la que aspira, Daniel Scioli, por ejemplo, tuvo que disciplinarse, sucesivamente, a los planes de Carlos Menem, de Eduardo Duhalde, de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández. La evidencia de la avidez de poder, contenida, disimulada y travestida de "buena onda", ¿no tuvo algo de obsceno?
La victoria de María Eugenia Vidal muestra el reverso de ese festival de la ambición. Ella conservó el perfil bajo en medio de la orgía de egos, mostrándose como alguien que no pretende construir relatos ni llama a gesta alguna, sino que, sencillamente, propone su servicio. Durante un tiempo.
En mi artículo de 2010 me refería a un Scioli que en aquella época ya exhibía su ambición de llegar a la presidencia. Pero también estaba claro que Scioli debía postergar esa meta hasta 2015 porque Cristina iba a postularse a la reelección en 2011. Poco después, el 27 de octubre de aquel 2010, murió Néstor Kirchner. Y el gobierno hizo de esa muerte un festival necrológico, quiso multiplicar el supuesto mito para "ir por todo".
En eso estamos desde entonces. La muerte había frustrado un ambicioso plan de alternancia de esa sociedad matrimonial y política. Nadie lo recuerda hoy, pero esta elección presidencial de 2015 debía ser el turno para el regreso al poder de Néstor Kirchner, por lo menos en aquel diseño de democracia conyugal. La muerte dijo lo suyo y el plan se quedó en un lloroso saludo al "barrilete cósmico".
La larga espera de Daniel Scioli quiere ahora consumarse por fin. Sería paradójico que fuera esa paciencia la que terminase arruinándole el plan. En ese caso, Scioli sería víctima de lo que apañó con su condescendencia. Pretende ser el descendiente de un desmesurado proyecto que hoy no vemos enhiesto sino deshilachado. Es que sus bases eran de arena. En 2003, un grupo de audaces políticos provincianos, ávidos de poder y riqueza, se travistieron de revolucionarios y se apropiaron del país, haciéndole perder años preciosos, para terminar enfangándolo.
Así pues, la llamada maldición de Buenos Aires no es ningún embrujo esotérico, sino la inmadurez política de un país al que aún le falta mucho para alcanzar una cierta "normalidad", si por tal cosa puede entenderse el ejercicio común del acceso y/o transferencia del poder. Las víctimas de la maldición, los presidentes que quisieron llegar pero nunca pudieron, se frustraron a veces por la inestabilidad de las instituciones, incluyendo las intervenciones militares, y a veces por diseños personalistas. Ni unos ni otros permitieron alternancias ni sucesiones ordenadas. El país aceptó esos proyectos faraónicos personales y los prefirió a ordinarios ascensos o a las trayectorias acotadas que encadenaran un período con otro.
En este contexto, el triunfo de María Eugenia Vidal podría ser un hecho refundador. Sin idealizar, muestra que la política puede ser entendida como servicio sin epopeya.
A veces, las sociedades necesitan un baño de humildad, piden cambiar el oro de los dioses por el paño de los hombres o mujeres comunes. Winston Churchill, al terminar la Segunda Guerra Mundial, era un héroe vivo, el salvador de la patria. En 1945 se presentó a elecciones y le ganó un tal Clement Atlee, un político sin lustre. Inglaterra necesitaba un hombre común, porque no enfrentaba una epopeya, sino una reconstrucción, las cosas de cada día. Quizás este país necesite empaparse de esa utopía cotidiana. No estaría mal pensar en lo que Macedonio Fernández resumió con esta definición: "Las demasiadas ansias de poder revelan inferioridad".