La magia eterna de la radio
Esta semana, que la radio cumple 100 años , me acordé de la tarde que Argentina debutaba contra Corea del Sur en el Mundial de México y en la escuela nos dejaron llevar la radio para escuchar el partido. Yo llevé una negra, bastante grande, que me prestó mi viejo. Estaba en segundo grado y mi curso no era nada futbolero, así que la mayoría de mis compañeras y compañeros salieron al patio. Yo me quedé en una escalera angosta, escuchando el relato de Víctor Hugo, con Ariel Gómez (¿Ya le diríamos "Arielotis"?), a quien no veo desde hace casi treinta años. La memoria tiene vericuetos extraños y la radio tiene la capacidad de disparar recuerdos insospechados.
Desde muy chico mi viejo me llevó a todos lados, como aquel sábado a la mañana de 1985, cuando lo acompañé al estudio mayor de Radio Municipal, para el estreno de Locos por el jazz que conducían Alfredo Radoszynski, Guillermo Fuentes Rey y Nano Herrera, que incluyó un concierto del grupo M3 (Macline-Malosetti-Minichillo). Así aprendí que había que hacer riguroso silencio cada vez que se prendía la luz roja. Estábamos en el aire.
En los últimos instantes del domingo, en la infancia y temprana adolescencia, mi viejo pegaba la radio a la almohada para escuchar Racing, el Campeón, conducido por Clemente Bourgarel y su hijo, Mariano. Duraba 15 minutos, cerca de la medianoche, y muchas veces escuchaba el saludo inicial y caía frito. Para cada editorial, Clemente elegía una canción. En épocas complicadas a nivel futbolístico, el "Todavía cantamos", de Víctor Heredia, era figurita repetida. Amaba ese ritual. Antes, era el turno de la audición de San Lorenzo, con el himno del club, de 1942, como cortina.
A los doce, empecé a escuchar a Dolina. Hacía un programa que se llamaba El ombligo del mundo. Al año siguiente empezó La Venganza será Terrible, que fue una escuela de todas las cosas y se volvió un espacio de encuentro. Con mis amigos íbamos a verlo en vivo, los viernes o en vísperas de feriado, y así le pusimos cara a esa fauna de habitués, como Fina, de Avellaneda (años después, Dolina me contó que padecía su presencia, casi como un acoso) y Augusto, que se hacía llamar "El loco de Palermo" y que en esa época era una especie de RRPP no oficial de los fanáticos.
Otro de los programas fundamentales de mi educación sentimental radiofónica fue La culpa la tuvo la vieja, que conducían Rafael Juli y Nicolás Costello (percusionista de Aguante Baretta), con brillante producción de Pablo Tolchinsky (L`Enan, para los amigos), en FM SOL, una radio alternativa, pionera en musicalizar toda su programación con rock nacional. Iba de tres a cinco de la tarde, así que muchas veces lo escuchaba en la escuela, desde mi walkman, con un único auricular, medio dequerusa. Era un gabinete de curiosidades, con humor, pero también con mucha data rockera y cultural. Llegaba a casa con el tiempo justo para grabar el tema inédito de los Redondos con el que se despedían todos los días. Pegadito, empezaba el programa de Sebastián Wainraich, La suerte no está echada.
Conocí la cocina de un programa cuando empecé a ir todos los sábados, a ver desde la consola, Quemen Los Bosques, que hacían Pablo Marchetti, Eduardo Blanco, Mariano Lucano y el poeta, Jorge Altamira. "Dame fuego", de Sandro, era la cortina de esa trinchera antiecologista, antecedente de la Revista Barcelona, que alguna vez organizó un debate electoral entre el escribano Prato Murphy, célebre jurado de Feliz Domingo y Jorge Altamira, del Partido Obrero.
Pero el día que entendí la magia de la radio fue en 1990. Mi papá había publicado su primer libro Queridos filipipones, una bio-filo-radiografía afectiva de Pepe Arias y yo solía sumarme a su pequeño raid promocional. Una tarde, llegamos al estudio de Radio Belgrano para una entrevista con Esteban Peicovich. Yo tenía once años y expresas instrucciones de no hablar ni hacer ruido si la luz roja del estudio estaba encendida. Sin embargo, con Peicovich fue diferente. Me dio un par de auriculares y arrancó el programa hablando conmigo, me preguntó si me gustaban las películas de Bogart y le nombré mis preferidas, aparte de Casablanca: El Tesoro de la Sierra Madre, Key Largo y alguna más. Supongo que Peicovich quedó un poco impresionado, porque empezó a hacerme más preguntas, a darme cada vez más aire. Mi viejo me había copiado un casete con algunos monólogos de Pepe: yo me había aprendido de memoria el de "Don Goyo", y lo recitaba imitando su tono característico. Esa tarde, en mi absoluto debut radiofónico y gracias a Esteban Peicovich, me di el gusto, y el lujo, de imitar y evocar, en vivo, a uno de los grandes de la radiofonía de la primera mitad del siglo XX. No estuvo nada mal. Desde ese momento, cada vez que entro a un estudio, siento ese cosquilleo hermoso de la magia de un medio único.