La maestra militante es la cosecha de lo que se sembró
Arrojada del tren de la Ilustración al que intentaba subir, la Argentina fue devuelta por el peronismo a la carroza de los Reyes Católicos
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Las imágenes de la profesora que “abre” a gritos “la mente” del estudiante herético me despertaron un recuerdo que el tiempo había enterrado y la mente archivado. Hace muchos años, entre los alumnos a los que estaba impartiendo un curso sobre “Iglesia y peronismo”, vi un día a un hombre maduro. ¿Quién era? ¿Qué hacía allí? Me lo explicó él mismo durante un descanso: era un “adoctrinador” del Partido Justicialista. En esa época todavía me asombraba, así que sentí un escalofrío. ¿Adoctrinador? Me resultó una palabra obscena, un insulto a la libertad de conciencia, al pensamiento crítico, al libre albedrío. Sabía a régimen totalitario, a estado confesional, a limpieza de sangre.
En ese momento no le di mucha importancia: conocí a un dinosaurio, pensé, una especie en extinción. Me equivocaba. Lo que tenía ante mí no era el pasado sino la punta de un iceberg, el fondo de un pozo, un fantasma argentino. La doctrina evoca la religión: en mi infancia se decía “voy a la doctrina” para decir “voy al catecismo”. Los chicos íbamos a la iglesia, el sacerdote enseñaba verdades reveladas y mandamientos. Había poco que razonar o discutir, eran los misterios de la fe. El mismo concepto de catequesis implica el de adoctrinamiento. Pero una cosa es que se quede confinado a los fieles y al ámbito religioso, otra muy distinta que se desborde al ámbito secular de los ciudadanos, impregnando las instituciones civiles. Este es el problema argentino que plantea ese pequeño episodio: el impulso crónico de vivir la política como religión, de fusionar las esferas.
Es inútil sorprenderse, se conoce el origen del fenómeno: cuando en 1943 el ministro Martínez Zuviría firmó el decreto del gobierno militar que sepultó la odiada ley de enseñanza laica de 1884 –”el dedo de Dios”, llamó a la pluma– no aspiraba únicamente a restaurar las clases de catolicismo. “Devolver a Cristo a las aulas”, como se decía entonces, implicaba utilizar la escuela pública como vehículo de evangelización, el Estado como instrumento de catequesis nacionalista y antiliberal, católica y antisecular. Nacido de esa dictadura, el peronismo no pedía nada mejor: ¿no pretendía ser la religión de la nación? ¿La doctrina nacional? ¿El guardián de la nación católica? La conversión del decreto en ley se dio por sentado, las consecuencias también: “El adoctrinamiento es la base de todo”, argumentó Perón. Nacionalizar a los argentinos significaba catolicizarlos; y catolicizarlos, peronizarlos: la religión era política; la política, religión.
Desde su nacimiento, recuerda un antiguo militante, el peronismo ha tenido sus santos y sus mártires, su Biblia y su misión, su doctrina, su dogma, su Inquisición, su ortodoxia y su escolástica. Es una Iglesia y como toda Iglesia tiene dos morales, una para los fieles y otra para los infieles. Su batalla es una batalla celestial: “No hay religión que no implique una milicia, no hay milicia que no esté animada por espíritu religioso”. La vocación de adoctrinar, de usar el Estado para catequizar y excomulgar, no es la excepción sino la regla. ¿La escuela “burguesa” enseñaba diversas teorías? ¡La peronista enseña la verdad!
Es una constante. ¿Cómo olvidar las grandes purgas escolares del primer peronismo, la peronización de programas y libros de texto, la ocupación de colegios y universidades en 1973, las furiosas luchas entre ortodoxos y revolucionarios sobre quién era el custodio del verdadero evangelio? Alternando con la violenta represión castrense y apoyado por el miope corporativismo sindical, transformó la escuela pública en campo de batalla, en masa de ruinas, en simulacro de lo que era. Los demás se escaparon a los colegios privados. Por lo tanto, no hay nada nuevo en la cruzada escolar de La Cámpora, en la inspiración conquistadora del kirchnerismo. Es un disco antiguo, poco importa que el fundamentalismo ahora se diga laico y el fascismo, antifascista. La patología no es el fanatismo de una docente enfervorizada: de esto hay casos en todas partes. Está en la concepción en la que se funda, en el Presidente que la alaba, en el partido que la justifica, en el gremio que la avala. ¡Quien debería generar los anticuerpos cultiva la infección! ¡Quien debería impedir la ocupación sectaria del espacio público la promueve! Nada raro, si en el panteón peronista brilla Eva Perón, famosa por ensalzar el fanatismo.
Desde estas cosas se mide la profundidad de la grieta, en estas tormentas dentro de un vaso de agua se observa la dificultad de consolidar un orden institucional investido de la confianza de todos, gobierno y oposición, mayoría y minorías, políticos y ciudadanía. Si un partido cree poseer el monopolio de la nacionalidad, tener una misión salvífica, ser una milicia al servicio de una fe, ¿cómo no temer que usará su poder para inclinar la cancha a su favor? ¿Para adoctrinar a los ciudadanos, engordar a su comunidad de fieles, cerrarles la puerta a los adversarios? Puede que suene abstracto y remoto, pero ese es el precio de la derrota histórica de la cultura ilustrada en la Argentina y del triunfo de sus enemigos. Donde se han asentado los principios seculares de la Ilustración, el Estado se volvió neutral y el gobierno dejó de utilizarlo para difundir su ideología: política y religión se han convertido en esferas separadas y su autonomía ha beneficiado a ambos. En esos casos, una maestra poseída es solo una maestra poseída.
Donde, en cambio, el secularismo ha perdido y la anti-Ilustración ha prevalecido, la política religiosa se ha convertido en religión política; el Estado neutral, en Estado ético que moldea y adoctrina, purga y castiga. En este caso la maestra militante es la cosecha de lo que se sembró. Arrojada del tren de la Ilustración al que intentaba subir, la Argentina fue devuelta por el peronismo a la carroza de los Reyes Católicos. Allí viajan los ejércitos kirchneristas. Igual que aquellos, se creen rex et sacerdos, padres y pastores del pueblo; no distinguen entre fe y razón, providencia e historia. Porque, dice el verbo peronista, “la doctrina de la nación es nuestra doctrina” y, por lo tanto, “nuestra doctrina es la doctrina de la nación”. ¿Y los otros? Herejes. Marranos. Cipayos. Hasta que no se desate este nudo, la democracia argentina será coja y correrá en una montaña rusa. Los peronistas deberían renovar su cultura, reflexionar sobre su pasado, separar lo saludable del lastre autoritario. Estoy seguro de que muchos desean hacerlo.