La lucha contra la pobreza debe basarse en valores compartidos
Las medidas económicas y sociales necesarias exigen acuerdos políticos sin preconceptos ideológicos para que sean viables y duraderas
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Apesar de las cifras recientes, que muestran una mejoría relativa en los datos de pobreza, no hay ninguna posibilidad de cambios profundos en la situación social general en los próximos meses. A una economía estancada se le suma el impacto del Covid-19, pero sobre todo la inercia de una cronificación que ya dura décadas e impide a las personas generar herramientas para salir de ella si no se dan cambios realmente estructurales en las variables relevantes.
Por ello, y porque el tiempo pasa rápido, es esencial comenzar cuanto antes una discusión profunda acerca de las acciones que permitan revertir una situación que es humanamente inaceptable y que por tanto debe figurar entre las prioridades del futuro gobierno. Y tener claro que, con tanta pobreza y limitados recursos, la Argentina no tiene capacidad para cometer nuevos errores por razones ideológicas u operativas.
Para construir un camino sólido y eficiente, la primera discusión que debemos dar es la de los valores, o sea, definir los principios que han de guiar la tarea, precisar las prioridades y establecer los criterios de éxito o fracaso de las acciones sobre las diversas dimensiones de la pobreza. A ello se agregarán las soluciones técnicas y los acuerdos que las sostengan. Es una tarea compleja, porque no es habitual explicitar valores en la política, y menos aun usarlos como compromiso para la acción. Es más común utilizar frases de impacto, que de poco sirven para el control de efectividad.
Un punto de partida elemental desde la perspectiva de los valores, y de enormes implicancias éticas y operativas, es la definición de pobreza, que no es una cuestión puramente académica, sino que precisa cuáles son los cambios que se quieren lograr, así como los modos de intervenir y medir.
La definición más común y elemental –mejorar el nivel de ingresos– es incompleta, pues si bien se concentra en un componente principal del bienestar, deja de lado otros aspectos críticos para la construcción de la vida. Es por ello que el maestro Amartya Sen –premio Nobel de Economía– va más allá de la pobreza por ingresos y pone como objetivo central el aumento de las capacidades necesarias para construir una vida digna, incluyendo múltiples dimensiones que –además de las económicas– comprenden la salud, la libertad, la autoestima, la posibilidad de actuar y, en general, los objetivos vitales que las personas valorizan, desean y tienen razones para buscar. Y para hacerlo más complejo, remarca que debemos prestar atención no solo a los resultados, sino también a los procesos para lograrlos, que pueden potenciar o limitar los objetivos.
La ampliación del concepto desde pobreza hasta capacidades y desarrollo humano obliga entonces a la política a tener una mirada sistémica de sus acciones. ¿Podremos decir que promovemos el desarrollo humano si repartimos dinero pero no damos buena educación? ¿O si el acceso a las ayudas está intermediada por la política, que reduce la libertad de elección de las personas? ¿O, más aún, si desde el Estado se trabaja para promover el enfrentamiento? ¿O si la Justicia impide la efectiva protección de los derechos básicos de las personas?
Para reafirmar esta mirada sistémica, es evidente que no puede haber disociación entre lo económico y lo social. ¿Hay desarrollo humano sin inversión, creación de empleo o posibilidades de ahorro? ¿Pueden las personas construir una vida digna en una economía eternamente cortoplacista e inestable en la que los pobres tienen menos herramientas para protegerse?
Un ejemplo dramático es la asociación ya crónica entre el fracaso económico de la Argentina y su pobreza, y las limitaciones de las transferencias que buscan dar una base mínima de ingresos, pero que son solo son paliativos que no aseguran las bases para el desarrollo humano; con una peligrosa tendencia a la politización.
Los “cómos” también forman parte de los valores esenciales. Las acciones sociales van siempre acompañadas de declamaciones de compromiso y sensibilidad que pierden toda capacidad transformadora si no incorporan la obligación de ejecutar, evaluar y corregir para lograr los objetivos.
Durante los últimos años, el cómo ha sido sustituido por el discurso sobre los derechos, como si su proclamación fuese garantía de éxito en los objetivos.
La declaración sobre los derechos ha desplazado el análisis de los procesos y los resultados necesarios para lograrlos. Cualquier carencia pretende ser resuelta con la “ampliación de derechos” y asignación de más recursos, a los que se les da más importancia que a la calidad de su ejecución.
Un ejemplo claro es la educación, que ha recibido importantes recursos fiscales y marcos legislativos, pero que hoy es una fuente de discriminación y frustración para los más pobres, y donde, en aras de defender los privilegios corporativos, se rechazan las eventuales transformaciones que la hagan más efectiva, como si fuesen ataques al mismo derecho a educarse.
Más aún, conceptos como calidad y eficiencia se han instalado en el campo de las discordias. Para el progresismo, la evaluación es un inaceptable concepto neoliberal que –afirman– pone color “empresario” a lo que debería ser solo regido por criterios políticos, ignorando que las principales víctimas de esta posición son siempre los más pobres, que tienen limitadas voces para mostrar los fracasos de las acciones erradas, como lo muestra la discriminación a la que son sometidos los niños.
Nuestros vecinos Chile, Uruguay y Brasil, en cambio, son un ejemplo de cómo políticas sociales bien concebidas y controladas, sin preconceptos ideológicos y bajo gobiernos de diversos signos políticos, han podido dar resultados muy positivos en educación y niñez.
Los necesarios acuerdos políticos que den sustento a las complejas decisiones económicas y sociales que hemos de afrontar deberían fundarse también sobre valores compartidos. En lugar de las ostentosas declaraciones habituales de buenas intenciones, será mucho más profundo y operativo comenzar debatiendo sin tapujos los aspectos más críticos, centrándonos en la perspectiva sistémica del desarrollo humano y las capacidades, definiendo las acciones concretas que resuelvan las carencias y acordando las metas que permitan medir la evolución de los acuerdos; e incluyendo explícitamente las reforma institucionales necesarias para lograrlas, que comprendan como revitalizar el desarrollo de capacidades, competencias y conocimientos técnicos dentro del Estado.
Las preguntas que nos han de orientar en la búsqueda de acuerdos son múltiples. A las que ya citamos podremos entonces agregar: ¿son justos los desincentivos en el campo laboral que castigan a millones de personas impidiéndoles acceder a empleos de calidad? ¿Nuestras políticas económicas y sociales producen movilidad social? ¿Es justo que los derechos de la burocracia prevalezcan sobre los de los más débiles? ¿Es justo que los niños sean el sector social menos protegido en términos de recursos públicos? ¿Son justas las acciones públicas que no incorporan una visión de equidad? ¿Tenemos dudas sobre la eficiencia y equidad de los programas de protección social? ¿Es aceptable que, en aras del federalismo, se impida la evaluación de impacto de los programas sociales financiados con recursos del Estado nacional? ¿Es humanamente admisible que la educación genere semejante nivel de exclusión social? ¿Debemos seguir aceptando que no haya profesionales a cargo de las políticas sociales? Y muchas otras.
No es una tarea simple, pero –como decíamos al principio– debemos encararla cuanto antes, para construir propuestas sólidas, realizables y que obtengan el apoyo político que las haga viables y sobre todo duraderas. Construir acuerdos políticos sobre la base de valores compartidos y explicitados marca un rumbo para millones de hermanos que están esperando que sepamos y podamos.