La liviandad de los castigos y de las palabras
Esteban Mizrahi, un joven y muy valioso filósofo argentino, ha dicho con acierto que "no hay razones para delinquir pero sí para castigar". Esa afirmación conduce a afirmar que toda sociedad funciona sobre la base de normas culturalmente aceptadas y que es la violación de esas reglas la que determina el castigo. No hay razones que justifiquen el delito. En cambio, es la ocurrencia del delito lo que justifica la pena.
El desorden social que genera lo ilícito sólo se repone con el castigo al que lo ha cometido. Por encima de cualquier argumentación filosófica, la sanción siempre opera como mecanismo punitivo que recompone el orden que el delito quiebra, y por eso quien delinque padece la pena como un correctivo que a su vez reafirma que las normas están vigentes en la sociedad.
Es obvio que el mero encierro no conduce a la resocialización de quien lo padece y es por eso que la pena impuesta debe ser acompañada de mecanismos que favorezcan la reinserción futura de quien hoy la soporta como un castigo. Todo este proceso está previsto en la ley 24.660, que regula la ejecución de la pena privativa de libertad impuesta y firme.
La resocialización en el encierro es, además de un derecho del condenado, una necesidad de la comunidad para que quien ha delinquido pueda integrarse valiosamente a la sociedad
Mucho ya se ha teorizado sobre el encierro preventivo y sobre la pena. Me animaría a decir que ya nadie duda que la pena es un castigo y que la resocialización en el encierro es, además de un derecho del condenado, una necesidad de la comunidad para que quien ha delinquido pueda integrarse valiosamente a la sociedad cuando las penas hayan expirado.
La Argentina soporta un sostenido accionar delictivo que intranquiliza a la ciudadanía y nos encontramos con relatos cotidianos de personas que suelen sentirse en riesgo. El castigo a quien delinque repara en gran medida esa intranquilidad. La impunidad no es un buen remedio para eso que algunos llaman "sensación de inseguridad". Es más, cuando el delito no es suficientemente castigado, la percepción de impunidad sólo se multiplica y, lo que es peor, la indignación se difunde.
Días atrás hemos visto que por acción de una curiosa ONG –que se reconoce a sí misma como agrupación política- personas recientemente condenadas por delitos violentos (homicidios) sobrellevaban las penas impuestas judicialmente participando de reuniones sociales en las que la música y la diversión "murguera" son el objeto del encuentro.
La impunidad no es un buen remedio para eso que algunos llaman sensación de inseguridad
A nadie que se precie de tener un mínimo de sensatez puede pasarle como inadvertido semejante cuadro. Al fin y al cabo, a poco tiempo de recibir su condena, los penados son sacados de los institutos penitenciarios para disfrutar de un "solaz cultural" y quienes favorecen que así sea están políticamente vinculados al Gobierno, y directamente responden a quien dentro de la administración tiene a su cargo el control carcelario.
Desde las voces oficiales se alegó primero que estas salidas eran parte del proceso de resocialización previsto en la ley de ejecución de la pena, pero es sabido que para gozar de salidas transitorias el sistema legal exige contar, entre otros requisitos, con la mitad de la pena de prisión cumplida. Luego se dijo que se trataba de "traslados" por lo cual no debían cumplir esos requisitos. Esta burda explicación ofende a la inteligencia de la ciudadanía y lastima profundamente a las víctimas.
La burda explicación oficial ofende a la inteligencia de la ciudadanía y lastima profundamente a las víctimas
La misma Presidenta ha defendido semejantes beneficios para los condenados. Ha encomiado la tarea "resocializadora" de quienes han organizado tamaño operativo y nos ha recomendado que no estigmaticemos a quien ha delinquido para que no se vuelvan reincidentes, no sin antes "estigmatizar" como reincidente –sin serlo aun- a Sergio Schoklender, casualmente el hombre que había advertido que estas cosas estaban pasando en las cárceles, mucho más allá de los hechos que se le imputan.
No puedo dejar de observar en esas expresiones presidenciales una ligereza difícil de comprender y más aún de aceptar. He dedicado mi vida académica al derecho penal. Soy parte de ese espacio al que algunos despectivamente llaman "garantismo" y advierto el sentido resocializador de la pena. Pero no olvido que ella es, en esencia, un castigo que deviene inexorable para el que ha delinquido. Tan sólo por eso la sociedad necesita que esa sanción se aplique y se cumpla.
Es imposible pretender que la ciudadanía no se estremezca viendo que un condenado por un delito de homicidio en el marco de la violencia de género disfruta del esparcimiento propio de la música y del baile de una murga, a un mes de una condena a 18 años de prisión. Nadie puede dejar de percibir la impunidad ante semejante cuadro.
A diferencia de lo que dice la Presidenta, lo que sensibiliza a las víctimas no es que esos sucesos se hayan publicado por la prensa, sino la ocurrencia misma de esos hechos. Lo que maltrata el dolor de las víctimas no es la noticia que da cuenta de lo que sucede sino lo que en verdad sucede y que además el Gobierno minimiza porque carece de una explicación seria.
No puedo dejar de observar en esas expresiones presidenciales una ligereza difícil de comprender y más aún de aceptar
Durante años los argentinos cargamos con la impunidad de los genocidas. La sociedad vivió inquieta viendo en libertad a los homicidas de sus hijos. La Presidenta, que vivió ese tiempo y que tantas veces reclamó el castigo para esos asesinos en prisiones comunes, debería darse cuenta que la impunidad de los delincuentes, también de los presos comunes, siempre deprime e intranquiliza la conciencia colectiva. Y la impunidad no se evita con sólo dictar una condena. También es necesario que las condenas se cumplan y que se respete la ley por parte de los funcionarios públicos.
Son demandas legítimas y simples de la sociedad y que, para pesar nuestro, todavía son deuda.