La libertad no es una moda
El presidente Milei llegó a la Casa Rosada de la mano de dos provocaciones que nutrieron su popularidad: la denuncia de la “casta” y la promesa de transformaciones profundas en la economía para generar mayores márgenes de libertad y disminuir la injerencia estatal. Ese imaginario cosechó algo menos de un tercio de los votos en las elecciones. Un desempeño descomunal para una fuerza política novedosa.
En mi interpretación, un porcentaje del voto a Milei es más un resultado del agotamiento del modelo preexistente que de la fuerza de su propuesta. El proceso electoral fue para la sociedad argentina una tabla de náufrago a la cual asirse ante el deambular ruinoso del gobierno de los Massa-Fernández.
Pasada la pesadilla pandémica, el gobierno kirchnerista se quedó sin rumbo y sin excusas, y entre desidia e irresponsabilidades fue gastando lo que no tenía a la espera de que la “máquina de juntar votos generando inflación” resuelva lo que ellos no supieron siquiera enfrentar. La sequía completó el cuadro de fin de época, pero no los disculpa. Para colmo, la creatividad que les faltó para ordenar el sector público y mejorar las condiciones de vida, la tuvieron a la hora de abusar del Estado en términos electorales.
El triunfo de Milei es el epílogo de un proceso político que no solo deja al país sin reservas en el Banco Central. Ese parámetro es apenas una referencia evidente de un desgaste más profundo. La sociedad argentina (mayoritariamente) parece tomar distancia de esa visión novelada de la realidad, que nos saturó a través de la publicidad oficial.
Luego de haber pasado en el poder 16 de los últimos 20 años, la pobreza ha superado los 40 puntos en la Argentina. Los relatos pueden ser fuertes, pero los hechos también tienen su peso. La noche del balotaje, la carroza kirchnerista se volvió zapallo y los corceles, ratones. Estamos frente al final del modelo Estadocéntrico en el modo de encarar la agenda pública, y del modelo burocrático de acumulación política.
Ahora bien, el nuevo gobierno ha hecho una lectura, de la cual parece concluir que tiene “carta blanca” para todas las reformas que se proponga, creyendo que el cansancio con el pasado las habilita. Ahora, el cambio es un mandato democrático. Aunque se acuse a los actores políticos de “casta”, es evidente que los políticos somos permeables a la opinión pública (excesivamente según mi parecer). El debate actual debe proponerse objetivos más visionarios: calidad, profundidad, convivencia, sentido.
En la Argentina los cambios no solo son posibles, sino que son habituales. El ejemplo al alcance de la mano son las transformaciones noventistas, respaldadas electoralmente, y también el posterior montaje kirchnerista igualmente sostenido con amplio respaldo social. No está en discusión la necesidad de cambios. El Gobierno, al pretender dividir la sociedad entre reformadores o no reformadores, genera (tal vez por reflejo) una falsa dicotomía no menos populista que las dicotomías de los últimos años. Lo novedoso en el país, que constituiría un parteaguas significativo, es la posibilidad cierta de darle sostenibilidad a un proceso de transformaciones, que por su complejidad no está exento de obstáculos.
No se trata de sustituir un relato fascinante por una nueva historia épica, por mucho que nos movilicen a los humanos esas historias de héroes y villanos. No se trata de imponer una visión, sino de construir un conjunto de compromisos institucionales que sostengan un camino de reformas y necesariamente de aprendizaje. No existe la tabula rasa con la historia. En los procesos sociopolíticos “es mejor aprender que tener razón”.
Un modelo apoyado en un consenso plural puede aparecer como subóptimo, pero al reflejar más cabalmente a la sociedad es más estable y genera mejores resultados a largo plazo. La Argentina ha pendulado entre “modas ideológicas”, y somos menos excepcionales de lo que creemos. El presidente Milei puede seguir la rutina del péndulo, en la convicción que de ese modo cumple con su contrato electoral, o puede (todavía) hacer una lectura alternativa de su triunfo. Por lo demás, el envión reformista puede llevarnos a un extremo o devolvernos al otro frente a cualquier inconsistencia.
La demanda de cambios es enorme, pero no menos significativa es la necesidad de un clima institucional que nos saque de la angustia y la imprevisibilidad y nos brinde un escenario de diálogo y enriquecimiento colectivo. La imposición mayoritaria no es una novedad en la Argentina. Es un instrumento que hemos mal utilizado casi todos. Reduce las posibilidades de una democracia colaborativa, niega el pluralismo y hace más frágiles las políticas.
Entre el obstruccionismo kirchnerista, negador e incapaz de considerar el estado en que dejaron el país, y un oficialismo que intenta a tambor batiente imponer una agenda tan extensa que parece imposible de ser procesada, es imprescindible (y no dilatorio) calificar nuestro debate público. La democracia argentina puede y debe hacer cambios, con responsabilidad y sensibilidad. No es verdad que estemos condenados a elegir entre el inmovilismo corporativo o el vértigo.
Las imprescindibles reformas que la Argentina necesita disponen de un marco constitucional para su construcción y efectividad, y no es sensato mezclar cuestiones meramente formales con reformas de fondo, y tampoco soslayar la necesidad de parámetros éticos y de transparencia más estrictos en la construcción del ideario transformador.
La reversión de la experiencia noventista es aleccionadora en ese sentido. Cualquier reforma es débil si en sus fundamentos solo hubo oportunismo. En sentido contrario, la superación (en la década de los 80) del militarismo, que condicionó nuestra vida pública en el siglo XX, fue duradera porque se apoyó no solo en una mayoría social, sino en un estricto sentido de justicia. El día que la luna de miel con este gobierno acabe (como ocurriría con cualquiera), el legado del gobierno no deben ser sus reformas “a secas”, sino la solidez y la calidad de las mismas.
Por eso merecen un debate abierto, sin condicionamientos. No hay una fórmula mágica para toda la amplia agenda política argentina. Solo a modo de ejemplo diré que, así como es evidente que la economía argentina está sobre-regulada, no es igualmente claro que debamos desmontar todos los presupuestos federales de protección ambiental. Las consecuencias no solo ambientales, sino también comerciales, de este segundo criterio pueden ser enormes y lógicamente condicionar el prestigio de todo el impulso reformista.
La Argentina necesita salir del ahogo existencial en el quedó inmersa, luego del desgaste de mentiras y manipulaciones kirchneristas, con una agenda que no barra bajo la alfombra (en nombre de la libertad) temas que bloquean nuestro desempeño: equilibrio territorial, jerarquización del sector público, transparencia, legislación antimonopólica, simplificación fiscal, gestión inteligente de los recursos naturales, calidad educativa, promoción de la alimentación saludable, etc.
Necesitamos un pacto de Estado que nos dé previsibilidad, que baje la intensidad de la conflictividad social, y que restablezca una idea positiva de orden. La causa de la libertad no merece ser una moda que, como diría Oscar Wilde, hay que cambiarla cada seis meses; sino todo lo contrario: ser la constante de una sociedad que vuelve a creer en el progreso.
Diputado nacional (UCR-JxC / Pcia. de Buenos Aires)