
“La ley para la gilada”: un retrato del poder concebido como privilegio
El episodio del ministro bonaerense Carlos Bianco revela el sentido de apropiación con el que muchos funcionarios se relacionan con el Estado
9 minutos de lectura'


Hay que situarse en la escena de una noche desapacible y otoñal, en medio de la autopista La Plata–Buenos Aires, para tener un retrato del vicio más chocante y nocivo de la política: sentir que el poder equivale a un privilegio y que la función pública no implica obligaciones, sino que ubica a quien la ejerce por encima de la ley.
Esa noche, cientos de automovilistas eran detenidos por policías y agentes de tránsito para un control de alcoholemia en el peaje de Dock Sud. Los hacían acercarse a un dispositivo que mide el alcohol en sangre y soplar con energía a una corta distancia de la boquilla. Los ciudadanos lo aceptaban con paciencia y resignación, por más que el control pueda resultar algo de invasivo y generar cierta incomodidad. La inmensa mayoría, sin embargo, entiende que esos operativos se realizan en el marco de la ley y, nos guste o no, la ley impide conducir en la provincia de Buenos Aires si se tomó una sola gota: rige el “alcohol cero al volante”, a diferencia de otras jurisdicciones que contemplan un mayor umbral de tolerancia.
Todo transcurría con cierta monotonía en la noche inhóspita de Dock Sud. Hasta que el destino puso al más importante ministro bonaerense, a bordo de un auto oficial, frente al control de alcoholemia. Su reacción está descripta ahora en una denuncia penal: se niega a que le hagan el test y, cuando le retiran la licencia, obliga a un empleado de la empresa estatal que administra la autopista a conducir el vehículo para llevarlo a su casa. También se dispone un auto de soporte para que, después de dejar al funcionario, lleve de regreso al agente de Aubasa al lugar del operativo. Del incidente, como si fuera poco, se desprende otro dato: el auto ministerial carga una pesada mochila de multas impagas. Debe más de 20 millones de pesos por infracciones en la provincia y en la ciudad de Buenos Aires.

El episodio excede la módica dimensión de una inconducta personal. Desnuda, en realidad, una cultura del poder que ya hemos visto muchas veces y que parece especialmente enquistada en el kirchnerismo, aunque con el riesgo de ser contagiosa. Remite a la icónica foto de la fiesta de Olivos o al perverso circuito del vacunatorio vip. También invoca el recuerdo de aquel chocante incidente protagonizado por el exdiputado y funcionario Juan Cabandié, que “chapeó” y amenazó con un “correctivo” a una agente de tránsito que le exigía una documentación que no tenía. Son todas muestras de la concepción del poder como una prerrogativa, como si acceder a cargos públicos no implicara mayores obligaciones sino derechos excepcionales. Son muestras, además, de una impostura ideológica que hace alharaca discursiva de la “igualdad” y la “inclusión” mientras abusa en los hechos de posiciones de poder.
El protagonista de esta historia no es un ministro cualquiera. Se trata de Carlos Bianco, que ahora ocupa la cartera de Gobierno en el gabinete de Axel Kicillof, pero que es en verdad el hombre fuerte del gobierno provincial: una suerte de ideólogo, exégeta y mano derecha del mandatario bonaerense. Sus explicaciones sobre el incidente de Dock Sud nos dejan desconcertados: “Ejercí mi derecho ciudadano a negarme al control”. ¿Todos los automovilistas, entonces, podemos negarnos a soplar en la pipeta y pedirle a un empleado de Aubasa que conduzca nuestro auto para llevarnos a casa? Sería una novedad de primera plana: “La Provincia habilita a los ciudadanos a rechazar los controles de alcoholemia”.
Con un completo desapego por el rigor y la verdad, el funcionario le hace decir a la ley lo que la ley no dice. O, peor aún, la reescribe a la medida de su conveniencia. ¿Dónde dice que un ciudadano puede negarse a hacer el test? El artículo 39 de la ley provincial de tránsito dice textualmente: “Todas las personas, sin distinción de edad, que conduzcan vehículos con motor, están obligadas a someterse a las pruebas establecidas para la detección de las posibles intoxicaciones previstas en el artículo 28”.
El episodio del ministro Bianco revela, sin embargo, algo más complejo que la sola resistencia al cumplimiento de la ley. La aparente exigencia a un empleado de una repartición completamente ajena a su ministerio para que se hiciera cargo de conducir su vehículo es el reflejo de otra grave confusión: “el Estado a mi disposición”; “todos están para servirme”; “el que manda soy yo”. En un hecho que podría parecer menor se revela el sentido de apropiación y de abuso con el que muchos funcionarios se relacionan con el Estado. No lo ven como una estructura a la que deben servir, sino como un botín del que pueden servirse en su propio beneficio. Remite, además, a la idea monárquica de funcionarios que se autoperciben con corona, como si la credencial oficial convirtiera a la ley en algo optativo para ellos.
El hecho justifica, además, una pregunta inquietante: si semejante despliegue de omnipotencia se hace a la vista de todos, en un operativo público y frente a decenas de empleados y testigos a los que no se conoce, ¿qué ocurrirá cuando nadie los ve?; ¿cuántos privilegios, acomodos y abusos de autoridad se cometen sin que nos enteremos, a la sombra del poder?
Esta cultura política, que de tanto en tanto queda en evidencia por algún episodio casual o por alguna filtración “inoportuna”, es la que explica, en buena medida, otro rasgo malsano de cierta dirigencia: la vocación de perpetuidad. ¿Quién quiere volver al llano si cree que la función pública otorga impunidad y privilegios? ¿Para qué bajar del olimpo y tener que someterse, como cualquier mortal, a un incómodo test de alcoholemia con el riesgo de quedar varado en el medio de la autopista y tener que tomarse un Uber? Estas preguntas tal vez sean oportunas para entender las escaramuzas coyunturales de la política bonaerense. Detrás del desdoblamiento electoral y de las gestiones para reactivar las reelecciones indefinidas de los intendentes se esconde la intención de aferrarse al poder, a los privilegios, a la idea del Estado al servicio del funcionario. Se esconde, en el fondo, el pánico a volver a una dimensión terrenal, donde las multas se pagan y los privilegios también.
El “prontuario” que carga el vehículo del ministro sirve, por otra parte, para entender la resistencia del gobierno bonaerense a revisar un sistema como el de las fotomultas, teñido de abusos y corrupción. Cualquier ciudadano padece los efectos de “cazabobos” instalados en las rutas bonaerenses, que se amparan en la imprescindible necesidad de garantizar la seguridad vial para montar un sistema recaudatorio infectado de trampas, atajos y arbitrariedades. El caso Bianco explica la despreocupación de los funcionarios por ese vidrioso entramado: ellos no pagan las multas. Y si algún día hubiera que pagarlas, las pagaremos nosotros. Otro exministro de Kicillof, el inefable Jorge D’Onofrio, está investigado por un gigantesco y escandaloso negocio a través de las fotomultas.
El caso de Bianco no debería encuadrarse como un hecho aislado ni excepcional. Ocurre en una provincia donde el intendente más poderoso sigue atornillado al sillón a pesar de que se encamina a un juicio oral por presunto abuso sexual. Ocurre, también, en una provincia en la que un sindicalista y jefe barrabrava con varias causas pendientes comparte el palco con el gobernador en un acto oficial de inauguración de obras. Ocurre, por supuesto, en la provincia de Chocolate Rigau y en la del yate de Insaurralde. También en un sistema de poder que valora la uniformidad y el disciplinamiento ideológico, y que llegó al extremo de despedir a un cantante lírico del Teatro Argentino por expresar en Facebook simpatías por una fuerza opositora. Todo ocurre, además, en un contexto político en el que nada de eso escandaliza demasiado. Cuando habla sin casete y sin careta, lo que la política bonaerense reprocha en estos casos no es lo que ocurrió, sino que se haya sabido. El descuido o la torpeza son peores que la corrupción o el abuso de poder. “Lo grave no es que lo hagas, sino que manches el relato”.

La ejemplaridad es un valor completamente ajeno a esta cultura política. Su sola mención parece una ingenuidad. Lo que importa es “la caja”, “el aparato”, “la interna”. ¿Y la conducta?; ¿la trayectoria?; ¿el prestigio? Todo remite a un diccionario de otra época. A una época en la que un funcionario habría durado cinco minutos en su puesto si se hubiera resistido a un control policial.
El álbum al que se suma ahora la foto de Bianco negándose al test de alcoholemia (en el que se destacan la foto de Olivos y la del yate en el Mediterráneo) es un material imprescindible para entender por qué germinó un sentimiento antipolítica y de indignación en buena parte de la sociedad. Es esa cultura la que ha engendrado un desprecio profundo contra “la casta” y ha alimentado un peligroso desprestigio de los partidos y las instituciones, exacerbado ahora por una nueva cultura política que también exhibe confusiones inquietantes en el manejo del Estado. ¿O no debemos preocuparnos por el conflicto de intereses que expuso el escándalo $LIBRA o por el superpoder de un asesor sin cargo ni responsabilidad en el organigrama oficial?
En medio de un episodio tan penoso, vale la pena rescatar un dato reconfortante: hubo al menos un empleado que esa madrugada en el peaje de Dock Sud hizo lo que tenía que hacer. Detuvo al “señor ministro” y, ante la resistencia al control, labró el acta de infracción y le quitó la licencia. En medio de la noche cerrada, esa actitud echa un poco de luz y nos recuerda que no todo está perdido. Hay un camino silencioso pero posible: acatar la ley, cumplir con el deber, hacer las cosas bien. Si repara en los códigos de la política bonaerense, ese empleado hoy debe estar preocupado. Gran parte de la sociedad, sin embargo, estaría dispuesta a aplaudirlo de pie. En ese aplauso imaginario está la esperanza de la Argentina.

Últimas Noticias
Ahora para comentar debés tener Acceso Digital.
Iniciar sesión o suscribite