La ley de medios, vía hacia el populismo
Ayer, los jueces que convalidaron la constitucionalidad del proyecto oficial han puesto los medios audiovisuales a disposición de los antojos del gobierno de turno
La sentencia emitida por la Corte Suprema de Justicia de la Nación declarando la validez de la ley que regula el funcionamiento de los medios audiovisuales configura un grave retroceso para restablecer la plena vigencia de la libertad de expresión en la Argentina, tanto en los hechos como en el respeto que merece nuestra Constitución Nacional. La concepción dogmática que emana de los votos pronunciados por los jueces Ricardo Lorenzetti, Elena Highton de Nolasco, Enrique Petracchi y Eugenio Zaffaroni, al estar desprovista de todo fundamento empírico, colisiona con nuestra realidad sociopolítica y con el propio sistema político impuesto por la democracia constitucional.
Los jueces que declararon la validez de la ley de medios comenzaron a transitar la misma senda hacia el populismo que siguieron los jueces de Venezuela, Ecuador y Bolivia, al cercenar el libre desenvolvimiento de los medios audiovisuales, cuya gravitación es hoy decisiva en el ámbito de la información, poniéndolos a disposición de los antojos del gobierno de turno. Al margen de los postulados jurídicos invocados, resultan sugestivas las razones expuestas para convalidar cómo es posible defender la libertad de expresión imponiendo restricciones a su desenvolvimiento.
Con acierto, destacan que los significativos avances tecnológicos operados en los medios técnicos de comunicación social masiva, particularmente los audiovisuales que utilizan el espectro radioeléctrico, justifican un llamado de atención al Estado para que adopte una política legislativa sobre el particular.
Una de ellas reside en fomentar el desarrollo de los medios mediante las bondades resultantes de la creatividad e inteligencia del ser humano. El Estado sólo debe prever las reglas de juego técnicas aplicables en ese proceso velando para que no supere el marco de legalidad constitucional mediante un ejercicio abusivo o ilícito del derecho a informar. Sólo en esos casos se justifica la intervención estatal para restablecer el curso natural de la libertad. Es la solución que resulta de una interpretación sistemática de nuestro texto constitucional, particularmente de sus artículos 14, 19, 28 y 42.
Otra política considera que la actitud del Estado debe ser activa, regulando tanto los aspectos técnicos de la comunicación audiovisual como también sus contenidos, en salvaguarda de los principios democráticos que presuponen el más amplio pluralismo en la libertad de expresión. A esta posición, desprovista de fundamento constitucional, se adhirió la ley de medios y esa adhesión fue aceptada por la mayoría del Tribunal. Siguiendo los lineamientos esbozados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la jurisprudencia española, distinguen entre la libertad de expresión individual y la social. Distinción que ya hace más de 50 años elaboró entre nosotros Segundo V. Linares Quintana al tipificar la dimensión individual y la dimensión institucional o social de la libertad de prensa. La primera se extiende sobre la potestad de todo individuo de expresar sus opiniones, ideas o reflexiones para satisfacer su necesidad de convivencia social. La segunda alude a las expresiones que se relacionan con la estructura y funcionamiento de un sistema democrático, que brindan información a los grupos sociales de opinión o transmiten la que ellos difunden. Ambas dimensiones merecen una rigurosa protección del Estado mediante la desarticulación de todo avance sobre ellas por parte de los particulares o el gobierno disponiendo restricciones a la libertad.
Sin embargo, no es esta última la idea que resulta del fallo. Para los jueces citados, la defensa del pluralismo y la libertad de expresión en esa dimensión institucional o social se debe concretar mediante la intervención reguladora del Estado. ¿Cómo? Pues regulando el funcionamiento de los medios de prensa audiovisual y estableciendo límites y prohibiciones a la libertad creativa humana en esta materia. El Estado no sólo debe promover el acceso a los medios a quienes carecen de una indispensable estructura empresaria, sino también prohibiendo la expansión de los titulares de otros medios y fijando límites a las licencias y hasta cupos de abonados o de expansión geográfica. Todo esto, claro está, no se compadece con el dinamismo y progreso tecnológico que repercute sobre el incremento de la calidad en la comunicación. Para los jueces que conformaron la mayoría se tratan de aspectos exentos de control judicial, porque responden a criterios de oportunidad o conveniencia política que sólo pueden ser abordados por el Congreso. Sin embargo, admiten que la aplicación de la ley al dejar sin efecto derechos adquiridos por los titulares de licencias puede ocasionarles un perjuicio que, oportunamente, tendría que ser resarcido, pero -destacan- que no viola el derecho de propiedad, pues no existe propiamente un derecho de aquella índole. Esto importa llevar a una altura inaceptable la teoría de la responsabilidad del Estado por su actividad lícita y convalidar una auténtica desviación del poder, si advertimos que todas esas licencias fueron otorgadas o prorrogadas por el gobierno surgido en 2003. Los jueces, sumergidos en su burbuja teórica, ignoraron la generosidad gubernamental en materia de licencias para los medios audiovisuales y cómo ella se cortó abruptamente respecto de uno de los titulares a partir de comienzos de 2008 por razones que cualquier ciudadano medianamente informado conoce.
Tampoco mereció una consideración seria, o respetuosa, la alteración de la sustentabilidad económica de aquellos titulares de licencias que deberán desprenderse de muchas de ellas, pues las eventuales pérdidas o reducción de ingresos podrán, a criterio de los jueces, atenuarse elevando los precios, reduciendo el personal o la calidad de las programaciones. Soluciones que en modo alguno se compadecen con el constitucionalismo social y los principios de libertad, dignidad y progreso que los constituyentes impusieron a los gobernantes.
Son aspectos que no debieron ser soslayados en una sentencia judicial que se abstrae de la realidad. Respecto de los medios que no utilizan el espectro radioeléctrico, los jueces destacaron que la regulación legal no responde al carácter limitado de las frecuencias, que en la actualidad dista de ser algo escaso, sino al propósito de fomentar el pluralismo. Eso los conduce a justificar la regulación de la televisión por cable cuando, en rigor, no hay racionalidad constitucional alguna en semejante solución. Porque, de no ser así, la próxima restricción legal sería aplicable a los medios gráficos de prensa, que tampoco requieren del espectro radioeléctrico para funcionar. Se llegaría al absurdo de prohibir la distribución de un diario en más de una o diez provincias, o limitar su tiraje en función del tiraje global de todos los medios gráficos o de la población del distrito de su edición. Solución absurda a la luz de la sensatez jurídica, pero no teniendo en cuenta la argumentación de los jueces.
Se dirá que el art. 32 de la Constitución prohíbe al Congreso dictar leyes restrictivas de la libertad de imprenta o prensa, lo cual es cierto. Pero también es cierto que hace varias décadas nuestra Corte Suprema equiparó a todos los medios técnicos de comunicación social masiva aplicando ese art. 32, porque el bien jurídico protegido no es el medio de prensa sino la libre transmisión de las ideas, opiniones o informaciones.
Por otra parte, los jueces, al declarar la validez de la ley, aparentemente ignoran que nos enfrentamos a una nueva etapa en la historia de la humanidad, que es la era de la comunicación social. Ella no admite fronteras ni está supeditada al poder de los Estados o de los grupos sociales, rechaza las ideologías y los preconceptos forjados por una visión estática de la vida social. En esta etapa, cuyo exponente más nuevo es Internet, se procura desregularizar los medios de comunicación masiva excluyendo toda intromisión gubernamental destinada a determinar paternalmente los contenidos y extensión de la libertad de pensar y expresar. Esa realidad nos impone el desafío que no aceptaron los jueces: vivir en libertad y asumir los riesgos que trae aparejados. Lamentablemente, las libertades se valoran cuando se pierden.
© LA NACION
lanacionar