La ley de medios esconde un autoritarismo provinciano
Lejos de multiplicar las voces, como alega el oficialismo, la norma con la cual el Gobierno lleva adelante su lucha contra Clarín sólo tiende a multiplicar los espacios en los que los aplaudidores se expresen a gusto
Al convertirse en una norma aplicable a la realidad del universo mediático, la polémica ley de medios exhibe su llamativa desnudez. Se trata de una ley en cuyo nombre los discursos ocuparon el apabullante espacio del progresismo sin oposición a la vista: parecían referirse a un dogma de fe, a un avance que iluminaba el camino de otras naciones en busca de su libertad. Y de pronto ese futuro delata su identificación con el peor pasado, el de las dictaduras estatales que aplastaban las opiniones de los que no aplaudían, de los que se animaban a disentir.
El objetivo repetido hasta el hartazgo es multiplicar las voces, pero el resultado a la vista es la uniformidad del pensamiento a partir de la imposición del Estado. Una ley que surge de teóricos que entienden que detrás de todo poder económico se encuentra el mal -sobre todo si se trata de los poderes que opinan- muestra marcada vocación de asociación con aquellos que callan. Así, el Estado viene a demoler supuestas corporaciones y monopolios, a utilizar la democracia como excusa para acallar a todo adversario al que el Gobierno, en su fanatismo, reduce al lugar de enemigo. Se trata de un simple y remanido estatismo que se autoasigna el lugar de la libertad.
Durante mi gestión en el Comité Federal de Radiodifusión (Comfer) otorgamos alrededor de 2500 licencias de radios de corto alcance a todo lo ancho y largo del territorio nacional, utilizando el sentido común y la voluntad política de hacer efectiva la pluralidad de voces y, lo que es importante señalar, sin contar en ese tiempo con la progresista ley de medios, ya que no era necesaria para asumir que donde hay espacio en el espectro hay derechos a ocuparlos con un medio.
Paradójicamente, mis sucesores en el cargo, desde Gabriel Mariotto hasta Martín Sabbatella, han continuado otorgando licencias de radio en trámites iniciados durante mi gestión, bajo la normativa de la ley 22.285. Durante estos últimos tres años no sólo no han entregado aún licencias audiovisuales con la nueva ley, sino que han dejado sin efecto los concursos para la TV digital que habían sido convocados con un dudoso criterio de "pluralidad", a la luz del altísimo costo de los pliegos. Es decir, la pluralidad de voces se ha venido haciendo realidad aplicando la normativa anterior.
La ley surge del resentimiento de muchos que imaginan que sus propias opiniones son más valiosas que las de quienes, desde los medios, confrontan con sus ideas
Visité personalmente comunidades de pueblos originarios para ayudarlos en el desarrollo de sus propias radios. Jamás se me hubiera ocurrido que esa gestión requiriera del sustento de una ley. Por la dimensión de esas comunidades, las cosas se resuelven con unidades de corto alcance.
Cuando asumimos me tocó ocuparme del canal 10 de Tucumán; había sido otorgado a la Universidad, que lo había convertido en privado cuando no tenía derecho a hacerlo, como ocurrió con otros medios en manos del Estado o entidades sin fines de lucro que, al perder su audiencia, dejaban de generar interés en su explotación. Por eso, crear una cantidad de medios oficialistas sin que tengan relación con la audiencia implica destinar recursos, que tanto nos faltan para urgencias concretas, a tareas que sólo satisfacen las necesidades del oficialismo de turno.
La ley surge del resentimiento de muchos que imaginan que sus propias opiniones son más valiosas que las de quienes, desde los medios, confrontan con sus ideas. Así se crean cantidad de medios oficiales, y así se ha producido la conversión a la religión oficial de Canal 9 y Crónica TV, C5N, para no mencionar la neutralidad apolítica de Canal 11. Y otro tanto sucede en el mundo de las radios.
El oficialismo ataca por medio del Estado y sus amigos del mundo privado, beneficia voces amigas con pautas publicitarias y otras caricias, mientras persigue a los díscolos con todas las armas a su alcance. Y mantiene licencia única para las Telefónicas y Direct TV, obligando a los cables a tener una licencia por cada servicio. Una forma de discriminar y poder seleccionar enemigos
Vemos una pulseada entre el Estado y el ámbito privado, en la que los funcionarios se atribuyen la representación de los humildes sólo como consecuencia del resultado electoral
Entre el Estado y los privados apareció de pronto la Universidad, y la propuesta surgió alejada de toda experiencia en el tema, como no fuera cierto conocimiento teórico habitualmente alejado de las redacciones y las salas de edición. Es innegable que el peso del Grupo Clarín era demasiado para el resto de los competidores; escuché durante mi gestión expresiones en este sentido. Lo absurdo es el desarrollo de semejante ley para imponer los límites necesarios. Es cierto que el Gobierno tenía los votos, tanto como que Clarín tenía una parte importante del negocio audiovisual que se reflejaba, también, en una porción de la audiencia. Y al margen de las virtudes y defectos del supuesto destinatario, no podemos negar que la audiencia merece respeto como tal y no en cuanto potencial masa de votantes; la ley se olvida de ella en lo que se refiere a su libertad para elegir la programación; salvo que nos creamos con el derecho de enseñarle a la gente a pensar, con el fin de que nos vote.
Y aquí vemos una pulseada entre el Estado y el ámbito privado, en la que los funcionarios se atribuyen la representación de los humildes sólo como consecuencia del resultado electoral. Y luego intentan continuar su lucha a través de la Justicia, como si el 54% de los votos les asignara el ciento por ciento del poder. Todo el que no los obedece pertenece al espacio de las tinieblas, monopolios y corporaciones, derechas y representantes extranjeros.
La ley de medios no vino a democratizar el espectro. Vino a imponer el peso del Estado sobre el resto del poder privado, sobre la misma sociedad. Detrás de ella hay un complejo acercamiento de fanatismos, un autoritarismo provinciano que se encuentra con sectores de viejas izquierdas y grupos intelectuales para engendrar una rara trama donde el Gobierno ofrece sus espacios rentados y las lealtades justifican, siempre a posteriori, las ocurrencias del oficialismo.
En definitiva, la ley de medios vino a expandir el espacio rentado de los oficialismos, a forjar costosos espacios radiales y televisivos donde los aplaudidores se expresan a su gusto, sin temer el riesgo de escucharse a sí mismos, con un organismo, la Afsca, que va creciendo de gestión en gestión al sólo efecto de poder controlar los contenidos y someter administrativa, comercial y financieramente al tercio privado de emisoras que no se encolumna con la cadena oficial de medios.
El dinero es del Estado, los costos son un detalle y las audiencias, un problema de las corporaciones. El oficialismo no necesita de alguien que lo escuche, pero sí quiere que no sean escuchados sus opositores.
Tenemos una ley de medios que en su ejecución se asemeja al conflicto con la Justicia: de un lado, un gobierno que intenta imponer su autoritarismo con pretensiones de ideología; del otro, una sociedad que se defiende y no está dispuesta a dejarse doblegar.
Al final del túnel se encuentra la verdadera luz de la democracia. Vale la pena forjar en este tiempo una alternativa digna que nos permita recuperar el orgullo nacional.
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