La lenta agonía de los partidos políticos argentinos
En los últimos días, son muchos los que se preguntan: ¿cuánto dura la luna de miel de Milei? ¿por qué, a pesar de la situación económica y social de la Argentina, el apoyo del electorado se mantiene? Si el ajuste lo está pagando la clase media y baja, ¿por qué hoy lo votarían nuevamente?
Quizás no recuerden ya las fiestas en Olivos, la cuarentena eterna o el coqueteo hiperinflacionario de la dupla Fernández- Massa, pero una respuesta podemos aventurar mirando la configuración de nuestro sistema de partidos. Los partidos tradicionales, como organizaciones nacionales y como agentes ordenadores de las preferencias electorales, se han quebrado. Radicalismo y peronismo también parecen haber contribuido a recrear la creciente polarización. La denominada “grieta” que, sobre todo a partir de “la 125 y el conflicto con el campo”, encarnó en las figuras de CFK y Mauricio Macri se tradujo no sólo en la afirmación del liderazgo de cada uno sobre su electorado sino también en una progresiva disputa entre el kirchnerismo y el antikirchnerismo. Siguiendo por las reglas de juego político, que enquistaron durante décadas a políticos inescrupulosos, el transfuguismo y las reelecciones indefinidas de las que esos mismos partidos se beneficiaron. Una y otra vez.
En retrospectiva, las alternancias de 2015, con la llegada al poder de Cambiemos, y de 2019, con el retorno del peronismo en clave FdT, en conjunto con el fracaso de ambas administraciones han configurado un punto de no retorno manifestado en un creciente rechazo de ambos gobiernos, de sus políticas y de sus coaliciones partidarias como oferta electoral. Así, el fin de la breve etapa del bicoalicionismo -o bialiancismo- evidenció la pérdida de competitividad de ambas etiquetas electorales -UxP y JxC- sobre todo al nivel nacional y, además, desafía los límites de la capacidad de adaptación y reequilibramiento de nuestro sistema de partidos. La Argentina fue, hasta 2023, un caso paradigmático donde, a pesar de todas las crisis y vicisitudes, la estructura de competencia del sistema partidario dificultaba en extremo las probabilidades de triunfo de un outsider como Milei. La prueba de ello fue el propio Macri y todo su derrotero político-partidario, que luego le permitió alcanzar la presidencia. Sin embargo, “ya no todo sigue igual que ayer”.
El recurrente estancamiento económico, el deterioro social, del empleo y de la seguridad junto al constante incremento de la inflación, la conflictividad social y la incertidumbre sobre el futuro mediato, consumaron el rechazo cada vez más virulento a toda la clase dirigente, especialmente políticos y sindicalistas. Al final, el “que se vayan todos” de 2001 -aquella crisis de representación profunda, brindó la oportunidad para una sobrevida del radicalismo, que parecía ya haber labrado su acta de defunción, y de un peronismo que se recicló en algo distinto, que negó su pasado menemista y de autopercibirse tan progresista terminó siendo lo mismo de siempre (y con los mismos de siempre)- se cierra con la llegada de Milei. El sentimiento antipolítica, antipartido y anticasta terminó finalmente emergiendo en 2023, de la mano de un nuevo líder político. Nuestra persistente decadencia desembocó finalmente en el abrupto cambio -ruptura- que significa el fenómeno Milei y su llegada al poder con su novedosa etiqueta partidaria, La Libertad Avanza (LLA), creada en 2021.
Dicho de otro modo, el terremoto electoral que observamos durante todo 2023 es resultante del “voto bronca” de 2001, del agotamiento y ocaso de las ofertas partidarias tradicionales, de las secuelas de la pandemia de Covid-19 y, finalmente, de la decadencia en la gestión del estado en todos sus niveles. Lo que podríamos caracterizar como un verdadero default del sistema político, iniciando un proceso de licuación del sistema de partidos.
En efecto, los resultados de las todavía recientes elecciones de 2023 y las peculiaridades del votante de Milei son una novedad que marca un quiebre tanto sobre la dimensión identitaria a la cual asociamos a las dos familias tradicionales de partidos (peronismo y radicalismo) como a las características de la polarización resultante (peronismo vs anti-peronismo). La intensidad de las ideas que reconfiguran el escenario político argentino no parece ni coyuntural ni efímera. Ni el peronismo ni el radicalismo entendieron aún el cambio de preferencias del votante. Por eso no pueden explicarse el sostenido apoyo al Presidente.
Javier Milei es hijo tardío de la crisis del 2001 y ha sido el salvoconducto que encontró el sistema para salvarse a sí mismo de las mañosas prácticas de la vieja política. El líder libertario es un outsider, es cierto. También es anti casta, es verdad. Pero, hasta el momento de escribir estas líneas, no es anti-sistema. Y esa diferencia hay que subrayarla. Desde su llegada al poder ha puesto a funcionar a todas las instituciones del Estado; no se recuerda en la historia de la democracia más reciente que el poder legislativo y judicial hayan activado sus funciones como en estos meses. Milei fue una bocanada de aire fresco para un electorado harto que había quedado huérfano y para el electorado novel también; una marca personal que entendió, expresó y canalizó la profundidad del malestar de los argentinos.
Directora de Ciencias políticas Ucema