La lengua que es mi patria
Cerca del lago Xolotlán en Nicaragua, en el sitio de Acahualinca, pueden verse unas huellas fósiles que quedaron impresas en el lodo hace dos mil años. Pies de adultos y de niños, que atestiguan la huida de una erupción volcánica, ríos de lava, cielos encendidos, la tierra que se estremece. Desde entonces siempre hemos estado huyendo de algo, terremotos y huracanes, guerras civiles, pestes, y tiranos agarrados de por vida al poder, el primero Pedrarias Dávila en 1528, muerto a los 91 años, y quien se hacía cantar cada año una misa de difuntos, yacente en un catafalco en el altar mayor de la catedral de León, del que se levantaba para ordenar que perrearan a los indios insumisos; y quinientos años después, el tirano que es el mismo y es otro, sigue envejeciendo en su cama y en su trono, desvaría en sus mandamientos y arbitrariedades, y dueño de vidas y haciendas sigue imponiendo el silencio, llena las cárceles, condena al destierro, un rostro superpuesto sobre el viejo rostro en la fantasmagoría de los siglos.
Los letrados escribieron las constituciones y las leyes de los tiranos iletrados, y las repúblicas de papel encubrieron el aparato siniestro del despotismo que nunca fue ilustrado. Y las armas han cobrado siempre su precio a las letras que pugnan por la libertad, porque el oficio de escribir es libre por naturaleza, y el poder, cuando quiere ser absoluto, mal disimula su inquina contra la imaginación, que es libre, y es crítica del poder, y contradictoria, y rebelde a las servidumbres por naturaleza. La palabra múltiple contraria a la palabra única. Porque no tienen sentido del humor alguno, las tiranías castigan las burlas y ficciones de las novelas mandando prohibirlas, y quien las escribe debe pagar con el destierro, y enfrentar la pretensión de que te quieran quitar tu país, borrar tu fecha y lugar de nacimiento, tu memoria y tu pasado y tus palabras, porque, en el delirio de las arbitrariedades caprichosas que se adueñan de la cabeza de los tiranos, creen suya la facultad de hacerte desaparecer, como en uno de aquellos conjuros de la Camacha de Mantilla, la hechicera de El coloquio de los perros, que “congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol y, cuando se le antojaba, volvía sereno el más turbado cielo”.
Las palabras no se avienen con el silencio que las despoja de su virtud primera, que es la de volar libres desde la boca a los oídos, despertar y advertir, develar y desvelar. Y las palabras de los libros quedarán siempre allí, duras y luminosas, aceradas y punzantes, y siempre volverán a los ojos cada vez que abramos un libro un día prohibido, para decirnos otra vez lo que los tiranos, desde sus sueños maléficos de grandeza y de poder, no quisieron oír, o quisieron prohibir.
“Pequeño libro, irás, sin que te lo prohíba ni te acompañe, a Roma, donde, ¡ay de mí!, no puede penetrar tu autor. Parte sin ornato, como conviene al hijo de un desterrado, y viste en tu infelicidad el traje que te imponen los tiempos…”, canta Ovidio en las Tristes, desde las soledades inhóspitas de su exilio en los confines del Ponto Euxino.
“Los libreros nos rechazarán. Las tropas de asalto de las SS romperán los escaparates… la palabra ha muerto, los hombres ladran como perros”, escribe Joseph Roth en una carta a Stefan Zweig en octubre de 1933, con poder más que adivinatorio de la catástrofe nazi que se acercaba, para cercar y cercenar vidas y hacer arder en hogueras de libros las palabras. “Lengua mía fiel, / te he servido. / [...] Has sido mi patria, porque me faltaba cualquier otra…”, escribía Czesław Miłosz, condenado a la inexistencia en Polonia, porque todos sus libros habían sido prohibidos, y él condenado al destierro. Desterrado de su patria, y desterrado de su lengua. Pero es imposible borrar las palabras. “La literatura es la única forma de seguridad moral que tiene la sociedad…aunque sólo sea porque trata de principio a fin sobre la diversidad humana y esta es su razón de ser”, viene a recordarnos desde su propio destierro, otro proscrito, Joseph Brodsky.
En América Latina, que es mi patria, y en España, que es así mismo mi patria, sus escritores han fraguado su vida alguna vez en el fuego del exilio, que ha moldeados sus soledades, y sus esperanzas, y el vislumbre del regreso a la tierra perdida avivado por la memoria, no cesa en la memoria, ni cesa en la lengua, siempre despierta en la boca. “País de la memoria donde nací/ morí/ tuve sustancia/huesitos que junté para encender/tierra que me enterraba para siempre”, dice el poeta Juan Gelman, exiliado de su patria por una delirante dictadura militar, al fin y al cabo, cada quien ha tenido la suya, su pedazo de pan amargo en la lengua estragada. Y desde aquel lado, de otro lado del vasto territorio de La Mancha océano mediante, adonde tantos españoles fueron a hacer la América en su exilio, otro poeta, Luis Cernuda escribe: “Si yo soy español, lo soy/A la manera de aquellos que no pueden/ Ser otra cosa: y entre todas las cargas/ Que, al nacer yo, el destino pusiera/Sobre mí, ha sido ésa la más dura./ No he cambiado de tierra/ Porque no es posible a quien su lengua une,/Hasta la muerte, al menester de poesía”.
Si yo soy nicaragüense, lo soy a la manera de quien no puede ser otra cosa. Nicaragüense de mi lengua, que es la lengua en boca de todos, desde la que no hay exilio posible, porque la lengua me lleva a todas partes, me quita cárceles y destierros, y me libera. La mía es una lengua sin fronteras. La lengua que nadie puede quitarme de la que nadie puede desterrarme. La lengua, que es mi patria.