La lengua indómita. Entre la tradición y la desobediencia
Polémica. El Congreso de la Lengua puso de relieve tensiones en el idioma que no son nuevas, pero que hoy se dan con diferente rostro
Cronista ejemplar, Antonio Muñoz Molina registra las múltiples voces que escucha una mañana de invierno en Nueva York. En su paseo diario, munido de su libreta de apuntes y de su grabadora, llega de pronto a sus oídos el sonido melodioso del habla cubana en las voces de un grupo de jubilados que rememoran sus días de juventud en La Habana; no más caminar algunas cuadras, en una casa de comida china, oye el decir manso de los peruanos, a veces coloreado por palabras que provienen del aymara o el quechua, y, unos pasos más allá, el bullicio de muchachas dominicanas que -los cuerpos generosos coronados por relumbrantes peinados- intercambian chismes sobre sus novios con inconfundible vivacidad antillana en las cajas de un supermercado.
Lo que escucha el caminante de oído finísimo y rara sensibilidad poética son los sonidos de una lengua mestiza, riquísima en su variedad y en su espíritu, esas lenguas de la inmigración que añoran el tiempo que han dejado atrás y su cultura y se afirman como una seña de identidad inviolable. Ese paisaje pintado como solo sabe hacerlo el autor de Sefarad reaparece en Buenos Aires, porque también en esta ciudad fraguada antaño en las ferocidades de la conquista y en sucesivas inmigraciones, en olas de migrantes europeos primero y después latinoamericanos, que conformaron una sociedad multicultural y terminaron consolidando una identidad nueva y sincrética, la lengua en español ha quebrantado las normas establecidas por las academias y se ha resistido a quienes procuraron domesticarla. Por más que los eruditos procuren domeñarla, por más que la fría letra de los diccionarios busque someterla a los dictados de la norma oficial, la lengua, frondosa y mestiza, caudalosa e indómita, se abre paso mediante una multitud de voces de exultante vitalidad.
Esa conversación, y esa escritura que podríamos denominar doméstica, incluye la presencia atenuada de las desplazadas lenguas originarias, pero desde luego su nudo central lo conforman los hablantes de una población educada en las correcciones de la lengua formal o ejemplar, que sin embargo se adueñan prontamente del idioma y lo retuercen en su uso diario, raudo y aluvional, con la intervención de jergas y sociolectos, modismos y cronolectos, es decir, palabras o expresiones que nombran las cosas de la vida diaria de acuerdo con una fuerte subjetividad. Esa "contaminación", sobre todo cuando tiene origen en las grandes ciudades y casi siempre impulsada por los hábitos de las generaciones más jóvenes, acelerados ahora por la mensajería instantánea y los dispositivos de la tecnología, suelen provocar disgusto e incomodidad, cuando no escándalo, en el mundo receloso de las academias, que con paciencia, y muchas veces con resignación, autoriza esas voces acaso a regañadientes, aunque para el gusto del hablante lo hace con lentitud y tardíamente. El habla tiene pies ligeros; las academias, patas de elefante.
Esas tensiones conformaron, entre muchas otras, la discusión troncal que tuvo lugar en el último Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Córdoba. No es una discusión enteramente novedosa, claro. Aunque las "amenazas" que pesan sobre la lengua española sean hoy el incontenible crecimiento de un lenguaje propio en el mundo de la tecnología y la inteligencia artificial -un mundo que tenemos en la palma de la mano y cuyas mutaciones suceden a la velocidad del bit- o el avance impetuoso del así llamado lenguaje inclusivo -acicateado a menudo con una impaciencia propia de las ideologías más exacerbadas-, el desacuerdo entre apocalípticos e integrados viene de larga data.
Resolvamos rápidamente la pregunta acerca del lenguaje inclusivo, que desata tan amargas y ardorosas disputas: el tiempo decidirá su consistencia y su perdurabilidad, y no la enardecida pugna que tiene hoy lugar mayormente en los medios de comunicación y en las redes sociales. En esa prudente línea de pensamiento se manifestaron escritoras de tan firmes convicciones como Claudia Piñeiro y María Teresa Andruetto. Cualquiera que haya mirado el tema con sinceridad, despojado de los intereses de la menudencia política, sabe que procesos lingüísticos de tal complejidad requieren para resolverse del paso de los años y, a veces, de las décadas.
Acaso el desencuentro resulte inevitable. Con una indisimulable fatiga -el cansancio de quien ha luchado una vida en la custodia de una idea y siente que ha sido a menudo injustamente desoído-, José Luis Moure, presidente de la Academia Argentina de Letras, señaló en la jornada de clausura la conveniencia de que la Real Academia Española se deshaga de toda atribución de enjuiciamiento del uso del idioma y, ciñendo su intervención al ámbito de la educación formal y el periodismo, se dé más bien a la recomendación y a la preservación de las tradiciones de la lengua culta.
María Teresa Andruetto, que advirtió que el lugar de quien escribe es el de la desobediencia, cree percibir en ese anhelo de unidad o uniformidad, "una homogeneización que destruye lo singular y lo invisibiliza". En las ideas centrales de la escritora hay material abundante para atizar la discusión: fustigó las políticas de control ("más del 90% de los hablantes de lengua española habita en países de América, y menos del 10, en España, pero las variedades idiomáticas americanas no tienen tantas posibilidades de ser reconocidas por las Academias", precisó), celebró el mestizaje lingüístico ("impura es nuestra lengua y esa impureza es nuestra riqueza") y, dando un paso más, opinó que en la demanda de uniformidad se juega un control "no solo de los modos de decir, sino también de los modos de pensar".
El impacto del desplazamiento de las lenguas puede alcanzar la esfera íntima de las personas. Si la lengua es patria -así lo dijo el español Joaquín Sabina-, también es destierro. Miremos de cerca ciertos hechos. Kateb Yacine, un autor argelino que escribe en francés, creador de Neyma, ha dado testimonio del modo en que en su juventud vivió el aprendizaje de la cultura francesa como un desgarro. Su madre, que vio en esa educación una infidelidad y solía arrojarle los libros de francés al suelo, le pidió cierto día que le enseñara el idioma de los colonizadores: sentía que la lengua que estaba adquiriendo su hijo lo alejaba de ella irremediablemente.
Hace unos meses, el mexicano Alfonso Cuarón comentó su desacuerdo con la decisión de que en los cines españoles se subtitularan los diálogos de su película Roma. Esa determinación señala una asimetría: ningún espectador seriamente interesado en el cine pediría que se subtitulen los diálogos de las películas de Arturo Ripstein o Pedro Almodóvar. En esos rasgos de la lengua reside la fuerza de una identidad.
Un amigo que es crítico musical, Pablo Gianera, me presta una idea que no solo ilumina esas tensiones, sino que las explica. Me refiere el caso de Anthony Braxton, que dividía la historia de los músicos de jazz entre los reestructuralistas (quienes traen el sonido de las vanguardias), los estilistas y los tradicionalistas. Braxton, que fue una leyenda del jazz de improvisación y tuvo ideas radicales, estudió además filosofía. En su cartografía se inscribe la idea de que la historia de la música no precisa de algunos de esos artistas, sino de todos ellos. Cada tiempo requiere un gesto artístico preciso, de modo que los momentos de ruptura son esenciales como lo son los de preservación.
Federico Fellini, para seguir con los ejemplos musicales, lo tradujo espléndidamente al lenguaje del cine en Ensayo de orquesta. En el principio de ese film, un grupo de músicos llega a una iglesia romana para cumplir con un ensayo. Tras un comienzo en calma, los músicos, incitados por representantes gremiales, inician una serie de reclamos cada vez más violentos hasta que se desata un verdadero caos que incluye el debilitamiento de los cimientos del edificio. Este al fin se derrumba, cobrándose la vida de un arpista, y, en medio del polvo y los escombros, el director regresa para conducir la orquesta. El ensayo recomienza mansamente.
Por encima de las ideas políticas y de la fábula moral que cuenta Fellini, lo que importa acá son sus ideas estéticas. El creador italiano viene a recordarnos que la armonía trae consigo la simiente del caos y que a este le sucede siempre el orden, porque esas dos fuerzas en pugna se alternan a lo largo de la historia y aun en muchos momentos conviven. En esa inevitable confrontación se cifra, en parte, la historia de los hombres.