La lejana restitución de las islas
Confieso mi persuasión de que la pirotecnia de estas últimas semanas a propósito de las Malvinas no es sino un módico espectáculo montado con vistas a paliar la grisura de lo cotidiano, y de que las alharacas en curso -que se fueron acrecentando a medida que se acercaba el aniversario de la derrota de 1982- poco y nada significan y, ciertamente, en absoluto se vinculan ni con el patriotismo ni con la capacidad de funcionarios y de postulantes que, en este trance, se limitan a desempeñar un papel histriónico impuesto por las frustrantes circunstancias del estado de ánimo prevaleciente entre nosotros. Creo, asimismo, que eso, poco y nada significante, ninguna consecuencia ha de tener ni para esas islas ni para el mediocre panorama de nuestra realidad.
Ojalá me equivoque -de corazón lo deseo-, pero no encuentro motivos para pensar distinto, quizá debido a lo inmediato de mi percepción, a un elaborado rechazo a la lectura entrelíneas. Consuelo de esta posible minusvalía es la certeza de que la falta de adoctrinamiento, o de "experiencia", dista de justificar que los demás lo imaginen a uno carente de recuerdos y de amor propio, desdeñoso del reconocimiento y de la sinceridad, o afecto a lo frívolo y secundario. Muchas debilidades y contradicciones conlleva, de por sí, quien esto escribe como para que encima se le enjareten semejantes cargos.
Unas cuantas cosas de las que se han dicho y repetido en días recientes me han dolido y supongo que, conmigo, a muchos otros. De sobra sé la objeción que saldrá a relucir: no somos mayoría los que padecemos ese achaque, punto a cuyo respecto me anticipo a prevenir que juzgo ilegítimo extender la ecuación democrática a asuntos de esta naturaleza. Porque si siento vergüenza, el problema es mío y nada tiene que hacer con él asamblea cívica alguna, o caudillo bonito alguno, por notables y bienintencionados que sean.
Me ofende, por ejemplo, que se porfíe en la absurda zalamería de proponer negociaciones con los ingleses, despropósito que sólo cabe tomar con beneficio de inventario en relación con la solvencia intelectual de quienes lo enuncian, a no ser que quepa atribuirlo a humillante propensión al engaño. Vamos al grano: ¿negociar qué? ¿No era que las Malvinas son argentinas? ¿No era que nuestros alegatos de peso, históricos y jurídicos, asimilan los derechos que nos asisten sobre ese archipiélago a los de propiedad en términos soberanos, que en este caso es una herencia usurpada cuando apenas entrábamos en posesión de ella?
Según ese postulado, nada hay que negociar, sino, simplemente, insistir en reclamar la restitución. Tal fue siempre el meollo de cuanta respuesta hemos dado a los tanteos de la otra parte. Se habló de vendernos las islas, ¿pero cómo habríamos de comprar lo que nos pertenece? Después, se dijo: "Entonces adquieran el paquete accionario de The Falkland Islands Company, controlen esta corporación y designen empleados argentinos que constituyan la población local y voten, a su turno, la restauración de esa soberanía suspensa", pero la dificultad permaneció inmodificada: ¿cómo comprar a alguien lo que ha obtenido por cesión de un ladrón? Y, además: ¿por qué tendría que votarse la devolución de lo robado?
Entendámonos: a partir de nuestra actitud o dogma, los isleños -sin perjuicio de sus "derechos humanos", que ése es otro cantar- no son sino "ocupas" que ni siquiera pueden validar sus viviendas y predios mediante el derecho que da la posesión treintenal, pues no han pagado los impuestos a quien correspondía, sino a una suerte de estructura delictiva -una "mafia"- a cargo, de hecho y malamente, de la administración del área. Muy por el contrario a eso de tener en cuenta sus "intereses" y de asumir una benevolente circunspección en cuanto a preservar el "modo de vida" que les es propio, la secuencia de nuestra demanda lleva inexorablemente a su deportación.
El vocablo es duro. Refiere a un vericueto de añosos y ásperos fervores que cada tanto, como ahora, se manifiestan a través de torvas ridiculeces: que un Estado bajo cuya égida se congregan cuarenta millones de habitantes matonee -a la distancia y con buques ingleses interpuestos, por lo que fuera- a un grupo de tres mil rústicos perdidos en el extremo del mundo, ronda la infamia y se establece consistentemente en la bellaquería, pero no nos está consentido apartarnos de ese libreto canónico ni un ápice, dado el enfoque previamente elegido, y no ayer, sino desde el mismo día que siguió al estropicio de 1833. Nunca la cuestión fue encarada por nosotros como una disputa territorial o de límites, o atenta a cálculos que previesen ventajas políticas o económicas, sino como algo jurídico, derivado de la inhibición por la fuerza del ejercicio del poder estatal, incluso sujeto a presuntas instancias tribunalicias en vaya a saber Dios qué fuero.
Verdad que, pese a ello, se habla de una "guerra de Malvinas", pero es un poco como la "guerra al malón": desde nuestra perspectiva formal -inscripta hasta en la Constitución- no fue sino un disturbio interno, una operación policial fracasada que apuntaba a reponer la autoridad en un rincón del territorio nacional. Esa es la razón por la que con alegre confianza -o desparpajo, diría un no argentino- afirmamos, en su momento, que "nada habíamos invadido", y también la de que invariablemente se eludiese, con meticuloso cuidado, la expresión "guerra con Gran Bretaña", país al que ni aun en aquellas jornadas de exaltación frenética tuvimos necesidad de declarársela. De ahí la actual dificultad en cerrar una paz definitiva con los ingleses, cometido arduo si se considera que nunca hubo guerra.
"Fantasías leguleyas" se mascullará por ahí, no sin sensatez. Ocurre, empero, que no tratamos de más o de menos sensatez sino de la quintaesencia de la pasión nacionalista, ensimismada y gozosa de mirarse en el espejo. Además, de ese modo, es como son las cosas y no de otro mejor, y no podemos cambiar hoy, de buenas a primeras, lo que hemos venido arguyendo por más de siglo y medio, sin poner en duda desahuciante el valor de la totalidad de nuestra argumentación. Si prescindimos de lo principal, el resto carece de sentido: cortada la cabeza, el entero organismo muere.
Admito que de persistir en la vía hasta aquí recorrida muy probable es que jamás recuperemos el archipiélago, por lo menos, mientras Gran Bretaña conserve algún atisbo de preeminencia militar, pero estamos ante las Tablas de la Ley, ante principios que hemos cultivado con fruición impar sin que nadie interpusiese quejas. Porque se ha sostenido, con tozuda certidumbre, que fue únicamente la fuerza lo que nos privó de las islas, ahora, en consecuencia y puesto que el criminal rehúsa entregarse, queda no más que lo compulsivo como recurso a mano para recuperarlas, medio sobre cuya eficacia también cabe ser escéptico, si nos atenemos a la experiencia de los desdichados acontecimientos de hace treinta años. Existe una alternativa, y sólo una, a esta lógica de hierro y es la de que se produzca un colapso del poder inglés por otras causas y en su mismo centro; cabe recordar que cuando en 1940 pudo suponerse inminente el desmoronamiento del imperio británico, nuestro Ministerio de Marina dispuso providencias para tomar las Malvinas antes de que cayesen en manos de los eventuales vencedores, apresto que al trascender naturalmente ocasionó resquemor entre los ingleses, molestos de que se los diese apresuradamente por acabados.
Advierto, a estas alturas, que en manera alguna descreo de los tratados, empezando por el de Tordesillas, ni de los antecedentes, ni del derecho internacional, ni de las machaconas propuestas para que el malvado se arrepienta, desde las que hizo el empeñoso y remoto Manuel Moreno hasta las que apañó el sagaz Miguel Angel Zavala Ortiz. Señalo, asimismo, la violencia que para mí, que nada hice, entraña hablar de algo por lo que otros compatriotas dieron su vida, pero, así y todo, me hallo ante la imperiosa obligación de aseverar que nada de eso sirvió y de que si hoy el tema continúa abierto, no es en virtud de esfuerzos que hayamos realizado, sino debido a una flaqueza evidente -y quizás inevitable- de la administración intrusa, que fue incapaz de generar en el lugar la aparición de una comunidad con visos de autosustentable. Nada del otro mundo, al fin y al cabo y tal vez ni siquiera haya habido culpa en eso, pues probablemente la cría de ovejas y la pesquería no den para más. No obstante, la diferencia en cuanto a resultados hipotéticos es obvia: no es necesario romperse demasiado la cabeza para comprender que si allí vivieran diez o quince mil personas, no más, la Union Jack hubiese sido arriada y flamearía en su reemplazo la bandera de un Estado asociado, o no, perfectamente reconocido y aceptado por el concierto de las naciones. En ese caso, nuestras amenazas en vez de alarmar harían reír.
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