Reseña: El centro de la tierra, de Jorge Monteleone
La lectura, una epifanía de infancia
Con un anclaje novedoso, la editorial Ampersand publica desde hace un tiempo la colección lector@, una serie de ensayos de escritores argentinos (Edgardo Cozarinsky, Sylvia Molloy, Sylvia Iparraguirre, Daniel Link, Alan Pauls, entre otros) sobre la lectura, esa práctica tan universal como singular, tan pública como privada que, si bien se asienta en códigos compartidos, nunca deja de ser algo individual, personal e intransferible.
Una de las principales ideas que subyace en la colección es que en toda escritura lo que se pone en juego es, en primer lugar, la lectura. Aun si los escritores lo reconocen con mayor o menor intensidad, en un amplio espectro que va desde el plagio más flagrante hasta el abierto homenaje. Algunos autores, como el novelista francés Pierre Lemaitre, llega incluso agregar al final de sus libros una lista con las obras que, en cierta forma, lo inspiraron a escribir cada historia.
El centro de la tierra, de Jorge Monteleone –escritor, crítico, reconocido experto en poesía, periodista cultural e investigador del Conicet–, hace eje en la articulación natural y, a la vez, idealizada que se da entre la lectura y la infancia, esa especie de corredor paralelo a la alfabetización que también se vincula con un rito de ingreso: aquel en que alguien decide o se da cuenta de que, por alguna razón, está destinando mucho tiempo a los libros. Y lo hace a partir de una paradoja: el significado etimológico de la palabra infancia que es, justamente, "los que no hablan" y una frase de Giorgio Agamben, llena de resonancias: "Que el hombre no sea desde siempre hablante, que haya sido y sea todavía infante, eso es la experiencia".
Monteleone va desandando, entonces, con Proust en mente y sin miedo a mostrar un costado sensible, el laberíntico camino que entiende la lectura como un verdadero horizonte de expectativas: el aspecto más material del libro enriquecido por la metáfora de un posible barco con el cual combatir el frío o el miedo a la oscuridad, las primeras aproximaciones copiando los dibujitos que veía por la televisión o la ansiedad obsesiva por completar las colecciones de revistas como Billiken. También aparecen las relaciones familiares atravesadas por los libros (la cercanía casi corporal de su madre con las letras, los primeros libros regalados por su padre, las lecturas cómplices y casi clandestinas con un primo), las primeras revelaciones de la poesía más como ritmo o como música que como significado, las historietas, la dificultad por terminar los libros, la irrupción de esa primera narración fascinante –Dos años de vacaciones, de Julio Verne– que, al final, sí pudo terminar de leer. Monteleone rastrea, en definitiva, esos primeros momentos de la vida en los que empiezan a vislumbrarse las intersecciones entre el deseo, el azar y la voluntad.
En momentos en que las ideologías, los mandatos, los viejos aprendizajes y sistemas patriarcales empiezan a ser replanteados, parece casi necesario recordar y revisar, como hace Monteleone, la génesis de la relación que cada lector empezó a tener con las palabras escritas. A la manera de los filósofos deconstructivistas, El centro de la tierra acierta en reservar una tipología de letra menor para algunas aclaraciones como la omnipresencia de la editorial Tor y sus tapas estrafalarias y eficaces, o explayarse en algunas anécdotas que se van por las ramas sin salirse del tema.
Monteleone –que puede apelar en su libro tanto al Martín Fierro como a Felisberto Hernández o Superman– lo explica a la perfección en una frase: "La lectura en la infancia no podría relatarse como una historia de causas y de efectos sino como una serie de destellos, de epifanías, de repentinos fogonazos que iluminaran una habitación atestada de trastos irreconocibles".
El centro de la tierra
Por Jorge Monteleone
Ampersand. 220 páginas, $ 320