La lección de Quimey, la profesora que cambió de género
Quimey Ramos pedaleó con más fuerza de lo habitual. Estaba nerviosa. Se había vestido especialmente para la ocasión: un guardapolvo bordó, cortito, que le había prestado una amiga y un jean bastante ajustado. Con sutileza, se había pasado rímel en los ojos. A pesar de que aún tenía el pelo corto, logró recogerlo hacia atrás y formar una colita.
Ni bien se bajó de la bicicleta, entró a la escuela primaria de Ensenada, donde cubre una suplencia como docente de inglés desde hace dos años. La mayoría de los 120 alumnos que están inscriptos en el colegio tomaba el desayuno en el comedor. Quimey respiró hondo; buscó, vanamente, tranquilizarse y decir lo que había callado durante gran parte de su vida: “Ustedes me conocieron como el profe Tomás. Pero desde que era muy chiquita me siento mujer. A partir de ahora voy a venir como la profesora Quimey. Soy lo que ustedes conocen como una travesti. No nací mujer, pero elijo serlo porque me hace muy feliz”.
Ni bien terminó de hablar, se dio cuenta de que las palabras la ayudaban a cicatrizar viejas heridas. La primera que recuerda se le abrió en su psiquis a los seis años, en la escuela, cuando nadie escuchaba su reclamo: “Yo soy una nena”. La segunda, a los 10, en el cumpleaños de un amigo, mientras trepaba con desesperación una medianera para escapar de un grupo de seis chicos que, a la voz de “puto”, acechaban. Apareció una tercera herida cuando su padrastro se empeñó en que aprendiera a jugar al fútbol. Si no lo hacía, la respuesta era clara: “una patada en el culo”. No aprendió a gambetear, pero sí a recibir unos cuantos golpes.
“Ustedes me conocieron como el profe Tomás. Pero desde que era muy chiquita me siento mujer. A partir de ahora voy a venir como la profesora Quimey”
Un día paró de contar las heridas. Se las guardó para sí y las escondió en algún lugar de la mente, como quien esconde la suciedad bajo la alfombra. “Me avergonzaba de lo que sentía y de lo que era. Y, por eso, me reprimí”, cuenta a LA NACIÓN.
Su niñez no estuvo alejada de las situaciones que viven el resto de los chicos trans. En una estudio que hizo el Grupo de Atención a Personas Transexuales (Gapet) de la división Urología del Hospital Durand, concluyó que el 67 por ciento de las 93 personas trans encuestadas empezaron a autopercibirse como tales antes de los cinco años. “A veces sucede que la escuela no sabe o mira para otro lado a la hora de tratar con estos chicos. Y el peligro es que sufran maltrato o discriminación. Un niño que no es aceptado, y hay estudios que lo avalan, tiene mayor riesgo de enfermarse, angustiarse, estresarse y deprimirse–señala el doctor Adrián Helien, coordinador del grupo y autor del libro Cuerpxs equivocadxs. Hacia la comprensión de la diversidad sexual (Paidós, 2012)¬. Y sin ser alarmista, muchas veces están en riesgo de suicidio. Lo que la escuela debería incorporar es que los chicos trans existen y deberían ser integrados en su identidad”.
A principios del año pasado el deseo de no ser más Tomás y su incomodidad de vivir como un “él” empezaron a hacerse carne en Quimey. Estaba en medio de su clase de danza y un pensamiento se le cruzo por la cabeza: “Es posible que yo sea una persona trans”. Así, sin más. Rompió en llanto y corrió a encerrarse en el baño. Después vino el terror de pensar lo que significaba hacerle caso a su deseo. “Me daba miedo. Las personas trans están asociadas a una realidad compleja: prostitución, marginación, muerte temprana”. De hecho, el informe “Situación de los derechos humanos de las travestis y trans en la Argentina” , que elabora el Observatorio de Violencia de Género de la Defensoría del Pueblo de la provincia de Buenos Aires y organizaciones de Derechos Humanos, concluye que esta población tiene una expectativa de vida de 35 años como consecuencia, principalmente, de asesinatos y enfermedades de transmisión sexual.
“Me avergonzaba de lo que sentía y de lo que era. Y, por eso, me reprimí”
Pasaron algunos meses para superar el pavor. Empezó de a poco a mostrarse como Quimey en los círculos de amigos, donde podía sentirse segura. Pero, a veces, el miedo volvía y regresaba a lo que conocía: a ser Tomás. Hasta que un día Quimey se hizo más fuerte. Tanto que se lo comunicó a su madre. Esta vez, esperaba no encontrar el rechazo como cuando, a los 15 años, le dijo que le gustaban los chicos. “Ya te hice mucho daño con las cosas que te dije. Te voy a respetar con lo que decidas”, reconstruye Quimey el diálogo que tuvo con su madre el año pasado. Y agrega: “Ahora, ella está orgullosa de mí por la publicidad que tomó mi caso”.
Pero aún faltaba algo más: sincerarse en su trabajo y frente a sus alumnos. Otra vez, debía perder el miedo a la reacción de los otros. De esos terrores, Quimey fue tejiendo los hilos de su vida.
Y un día de noviembre del año pasado, después de hablar con el director de la escuela y con sus colegas y amparada en la ley de identidad de género, se paró frente a sus alumnos para hablarles de quién realmente es, y, en definitiva, de la importancia de aceptar al otro en su diversidad. Quizá, sin ser demasiado consciente, con ese acto de darse al mundo, impartió la mejor clase de su vida.
Para saber más sobre el tema:
Lecturas:
Cuerpxs equivocadxs. Hacia la comprensión de la diversidad sexual , de Adrián Helien y Alba Piotto, Paidós, 2012
Cuerpos desobedientes: travestismo e identidad de género , de Josefina Fernández, Edhasa, 2004.
Boquitas Pintadas . El blog gay friendly de LA NACIÓN.
Películas:
- Mi vida en rosa, de Alain Berliner (1997)
- TransAmérica, de Duncan Tucker (2005)
- La chica danesa, Tom Hooper (2015)