La lección de Polonia
La capitulación de Polonia, el 1° de octubre de 1939, en manos de la Alemania nazi, y la captura de sus provincias del Este por parte de la Unión Soviética comunista dejó muchas enseñanzas para la historia en materia de dignidad humana, de heroísmo y de ejercicio de la geopolítica del terror. Todo lo que aconteció en ese rincón de Europa sigue vigente, pero con otras formas.
Cuando sobrevino esta desgracia, Polonia era el modelo de identidad nacional conquistado tras la Primera Guerra Mundial, pues durante los 200 años previos había sido tan sólo un territorio del imperio de los zares. Al renacer, entonces, en 1918, por decisión de los aliados, sus habitantes tenían una lealtad, una identidad especial y un compromiso con su tierra único en Europa. Pero Polonia no pudo sortear el desgarramiento, ante el silencio de los cañones de Francia e Inglaterra, que se habían comprometido a defenderla con acciones armadas. Se la repartieron dos regímenes autoritarios a partir del secretísimo Pacto Molotov -Von Ribbentrop en tan sólo un mes de lucha. Montados sobre el pánico de los europeos.
Es cierto que París y Londres le declararon la guerra a Alemania de inmediato, pero no pudieron salir de la parálisis en la que se encontraban desde que Hitler tomó el poder en 1933. Todo el Viejo Continente temblaba ante la posibilidad de un nuevo conflicto bélico. Ya habían cedido demasiado a las pretensiones del líder nazi, que se adueñó del continente sin demasiada pérdida de sangre gracias a la pasividad de sus anteriores enemigos.
Stalin dio tiempo suficiente para que Alemania se desplazara como quisiera hacia el Oeste. Los franceses confiaban en la línea Maginot, bordeada por el Norte sin dificultad por los tanques germanos. Hitler, por su parte, tenía expectativas de negociar con Inglaterra. Es que muchos representantes de la nobleza británica, varios políticos y editores venían estrechando lazos con Berlín desde hacía años. Confiaban que los alemanes frenarían definitivamente a los comunistas, su peor enemigo. Hubo una excepción a la actitud contemplativa de los ingleses: Winston Churchill, un gigante que, advertido del peligro desde 1935, accedió al poder y se decidió a pelear como sea, aún en soledad.
Los nazis quisieron probar sus métodos de aniquilación absoluta en Polonia. Fue el extremo de la maldad. En menos de 30 días fusilaron a 70.000 polacos y asolaron aldeas con un vandalismo extremo. Reinhard Heydrich, el llamado "Ángel de la Muerte", ordenó concentrar en guetos a tres millones y medio de judíos. Capturaron a 200.000 niños de pelo rubio, que consideraban "puros de raza aria" y los enviaron en adopción a Alemania. Entraron 21 divisiones alemanas y lanzaron 750 bombarderos que destruyeron y ametrallaron a mansalva. Polonia estaba perdida con sus armas obsoletas, sin medios de comunicación, escasos aviones. Contaba, eso sí, con una buena caballería. Según una leyenda, en su desesperación los jinetes se lanzaron con sables y lanzas contra los tanques y fueron exterminados. Nadie contuvo ese suicidio colectivo.
El Kremlin también ordenó hacer maldades y cobrarse viejas cuentas. La antecesora de la KGB mató, en los bosques de Katyn, a 10.000 oficiales, nacionalistas y católicos, con un tiro en la nuca ante tumbas abiertas. Moscú negó que lo hubiera hecho. Recién a fines de la década del 80 lo reconocería Mijail Gorbachov.
La guerra continuó en la Polonia ocupada. La resistencia fue ejemplar para el resto del Viejo Continente. Ninguna otra nación ocupada reaccionó con el temple y el coraje colectivo de los polacos. La resistencia francesa, por ejemplo, sólo era un puñado minúsculo de luchadores. Siete de cada diez mujeres y hombres ingresaron en la red de enlaces de espionaje, de sabotajes y asesinatos de alemanes y de "traidores". Cada pueblo tenía su propia organización. Todos los partidos políticos de la preguerra se pusieron a disposición de Wladyslaw Sikorski, jefe del gobierno polaco en el exilio, en Londres.
El diplomático Jean Karski detalló las torturas de la Gestapo, las formas de la organización en la clandestinidad, las características de la prensa subterránea y perseguida, el tipo y las formas de las acciones violentas, el riesgo de vida que todos corrían. Todo lo tradujo por primera vez en 1944 en su estupendo libro Historia de un Estado clandestino, impreso en castellano recién en 2011. Karski fue una figura destacada de la resistencia y mantenía informados a Londres y Washington. Con ayuda de dirigentes judíos, describió el espanto del gueto de Varsovia sin escatimar detalles. Después, con ayuda, se vistió de guardia ucraniano, y entró y recorrió el campo de concentración de Belzec, un sitio de muerte colectiva.
Karski fue el primero, en 1942 y 1943, en denunciar la persecución y la masacre de los judíos ante Anthony Eden, del Gabinete británico, junto con Arthur Koestler y otros narradores. Pocos le creyeron. Otros le contestaron que no podían hacer nada para salvarlos. Karski pidió que bombardearan las vías en las que transitaban los trenes con carga humana rumbo a la matanza. Los militares aliados consideraron que había otros objetivos prioritarios para atacar.
Una hipótesis que nunca fue contestada: ¿la negativa fue para que no los acusaran de combatir en esa guerra para "salvar a los judíos" en un tiempo de amplio antisemitismo? Polonia demostró que una nación puede conservar, por sobre todo, su dignidad ante el silencio o la complicidad del mundo. Todo dependió de los valores por los que se guiaba su sociedad.