La larga vida del helado, una delicia que se remonta a la China antigua
Es uno de los postres favoritos en el mundo, sus orígenes pueden rastrearse en Asia, hace tres mil años, aunque Italia se arroga la invención del gelato tal como lo conocemos ahora
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“Acerca tus labios… Mis besos tienen el sabor de una fruta que se derretirá en tu corazón”, trata de seducir una mujer al incólume monje ermitaño en La tentación de San Antonio, poema en prosa de Gustave Flaubert, que perfectamente podría aplicarse al helado, dejando sembrada la duda: ¿escondería esa boca notas dulces o alimonadas? Quien sí cae realmente rendida a la “gloria del frescor” es Albertine en En busca del tiempo perdido que, a través de la pluma de Marcel Proust, habla de cómo el “granito rosa se fundirá en el fondo de mi garganta, apagando su sed mejor que lo hiciera un oasis”, cautivada por el postre de frambuesas que tiene en carta el coqueto hotel Ritz…
En verdad, la humanidad se ha visto atraída por el postre favorito de la estación estival –que ya no conoce de temporadas– desde tiempos inmemoriales. Y contrario a lo que podría imaginarse, no fue necesaria la electricidad para inventarlo. Hay coincidencia entre estudiosos sobre el origen del helado: la práctica de dominar el frío por puro afán goloso se remontaría a la China de por lo menos ¡mil años antes de Cristo!
En la época de la dinastía Tang, por caso, se desarrolló una técnica tan ingeniosa como efectiva para enfriar artificialmente preparaciones cremosas: rodear barriles bien cerrados de nieve con salitre (es decir, nitrato de potasio, muy socorrido como conservante para charcutería incluso hoy día). Entre las recetas más populares de aquel entonces se pueden citar las realizadas a base de leche de vaca, cabra, búfalo; ingredientes que se calentaban con harina, añadiendo luego un toque de alcanfor, sustancia aromática –también empleada en medicina– que mejoraba el sabor y la textura.
Tanto el proceso como la densidad logradas, según paladares negros en tema, recuerdan al tradicional kulfi de la India, típicamente saborizado –desde el siglo XVI hasta la actualidad– con pistacho, cardamomo, azafrán, manzana, por mentar algunas variedades disponibles. Y es que, aun cuando el atractivo del helado es universal, distintas culturas tienen sus correspondientes interpretaciones de lo que la Real Academia Española define laxamente como “un alimento dulce, hecho generalmente con leche o zumo, que se consume en cierto grado de congelación”.
Etiqueta que le cabe, por citar algunos casos, al tradicional raspado mexicano, sea de tamarindo, lima, piña, mango. O bien, al kakigori de Japón, de consistencia esponjosa, que usa un hielo picado súper fino al que se le añaden jugos o jarabes de fresa, uva, té verde, y que ocasionalmente puede llevar por cobertura una pasta de frijoles endulzada o fruta fresca. En Turquía existe el maras dondurma, helado de una textura tan insólitamente elástica que se presta a la comicidad de sus vendedores: sobran los videos en la web que corroboran las performances de heladeros ambulantes que, de común acuerdo, juegan bromas a turistas cuando sirven esta golosina hecha de leche de cabra, azúcar y salap, una fécula que se obtiene de ciertas orquídeas salvajes.
Placer de reyes
Se dice que dulces preparaciones congeladas habrían hecho las delicias de un rey presumiblemente sabio, Salomón, hombre dado a los placeres terrenales, poseedor de un variopinto harem, a quien se le atribuye esa bella mezcla de poesía y erótica que es El cantar de los cantares. Por otra parte, parece que Alejandro Magno solía relamerse por el regusto que dejaba en boca la macedonia -o ensalada- de frutas, cubierta de miel y mixeada con nieve que, sin reparar en gastos, este líder y estratega se hacía traer de los Cárpatos, exigiendo el refrescante tentempié incluso en plena campaña de conquista.
Aunque historiadores contemporáneos desmienten que Nerón fuera el instigador del famoso incendio que asoló Roma en el año 64, persiste todavía la imagen del emperador que prende la fatídica chispa para luego subir al tejado a tocar la lira y mirar satisfecho cómo arde parte de la ciudad.
Irónicamente, al presunto pirómano lo volvían loco las delicias heladas. Cuando tenía antojo de comer frutas picadas y mezcladas con nieve y miel, o agua de rosas, raudo marchaba un contingente de súbditos a lo alto de la montaña en busca de agua congelada. Con sentido práctico, los integrantes de su corte dispusieron cámaras en sótanos para conservar la nieve que llegaba desde los Alpes y los Apeninos, a los fines de tener stock para preparar el ansiado manjar frío. Inaccesible por cierto para el común de los romanos, sin recursos para permitirse el lujo de viajar y hacer acopio de tan frágil materia.
Se cree que el helado prácticamente desapareció de buena parte del territorio europeo tras la caída del Imperio Romano, y que solo reapareció por esos pagos hacia el 1100, cuando los caballeros y plebeyos cruzados volvieron de Tierra Santa con el sabor irresistible de şerbet, que en turco refiere a “bebida refrescante”, derivado del árabe sarba, “bebida”, que a su vez proviene de sariba, “beber”. Cuestión que, cuando no evangelizaban con la espada o hacían negocios, sucumbían a esta exquisitez congelada a base de cítricos, moras, jazmines, que pronto fue adoptada por nobles medievales.
De şerbet, por cierto, viene el término “sorbete” que, de ponernos tiquismiquis, Larousse Ménager diferencia en el siglo XX del helado “porque son menos dulces y contienen una cierta cantidad de licor: ron, ponche, kirsch, marrasquino, anís…”. La receta del sorbete de Doña Petrona, sin embargo, carece de graduación etílica, hecho con jugo y pulpa de frutas, almíbar, una pizca de sal. El resultado ha de ser muy liviano, casi espumoso, con un punto de acidez, según la señora de Gandulfo, que recordaba en su biblia culinaria la delicada costumbre de “servirlos entre plato y plato, como digestivos y para refrescar el paladar”. Un detalle que se observa en Julia, de Lillian Hellman, relato autobiográfico del libro Pentimento (1973) donde la protagonista –de 12 años– se sorprende frente a un sorbete antes del plato principal en una fiesta de víspera de Año Nuevo en casa de los abuelos ricos de su amiga Julia.
¿Quién inventó el gelato?
Retomando los hilos cronológicos, a caballo entre el mito y la historia hace su aparición en esta recorrida el andariego mercader Marco Polo. Es tesis extendida –aunque altamente discutida– que, de sus expediciones al Lejano Oriente, el veneciano habría importado tanto el método de enfriamiento con salitre, como alguna que otra receta de helado, que entre fines del siglo XIII y principios del XIV aterrizan en Italia a través de la Ruta de la Seda.
Al parecer, este postre tuvo gran predicamento entre los Médicis de Florencia; a punto tal que cuando una joven Catalina de 14 años se casa con el futuro rey Enrique II de Francia, traslada la riqueza gastronómica de su tierra a su nuevo hogar, imponiendo entre la élite: la pasta, el hinojo, el alcaucil, la albahaca y, ¿hace falta decirlo?, el helado.
Y aquí es donde los italianos entran en cortocircuito. Porque algunas voces le arroban la invención del gelato moderno a un señor digno de su apellido, Bernardo Buontalenti, arquitecto, escultor, escenógrafo, que asimismo estaría detrás de la acaramelada crema florentina, que justamente lleva su nombre y se prepara con leche, miel, yemas de huevo, vino; asimismo el talentoso Bernardo sería el creador de la máquina que enfriaba esta delicadeza. Otros historiadores gastronómicos, en cambio, declaran que el verdadero padre del gelato es del siglo siguiente y se llama Francesco Procopio dei Coltelli. Siciliano de familia de pescaderos, cuando cumplió los 20 decidió marcharse hacia París para probar suerte, cargando una rudimentaria “heladera” que había sido construida por su abuelo. En 1686 abrió un café que puso en el candelero a las mousses heladas a base de nata montada, con decenas de sabores a la carta: alimonados, a la rosa, a la canela… Fue tan sonado el suceso de Le Procope que devino parada obligatoria, con carruajes haciendo fila. Hoy día sigue siendo muy concurrido, por otro motivo: es la cafetería más antigua de la capital francesa, por sus mesas han pasado altri tempi Voltaire, Robespierre, Balzac, George Sand...
Lo cierto es que inaugurado el siglo XVIII, las principales capitales europeas ya contaban con heladerías, con gran variedad de menú: desde versiones de huevo de pinzón hasta flor de sidra. El espíritu se mantuvo artesanal hasta que Estados Unidos irrumpe en escena, inaugurando la producción masiva de ice-cream y haciendo avanzar la tecnología. Pero antes de llegar a esta instancia, pasaron unos cuantos capítulos; entre ellos, cómo Thomas Jefferson conoce el postre en París y lo recomienda enfáticamente al otro lado del Atlántico, volviéndolo presencia corriente durante sus cenas de estadista.
También se dan valiosos aportes, como el de un ama de casa de Filadelfia, Nancy Johnson, que revolucionó la escena al inventar una batidora con manivela. Su modelo hacía girar y rotar dos espátulas anchas, logrando una consistencia cremosa y homogénea, eliminando además los cristales de hielo. Evitaba, o sea, que hubiera que revolver y revolver para mantener la típica consistencia del helado, una faena demandante para la que no todos disponían de paciencia o musculatura. De principios del siglo XX, el cucurucho comestible, entre otras apariciones estelares que se instalan, mientras la industria saca provecho de una novedad revolucionaria: la electricidad, con todo lo que conlleva.
Los preferidos en la Argentina
En la actualidad, en la Argentina hay una rica cultura que privilegia las alternativas artesanales, aunque el consumo esté lejos de la glotonería neozelandesa y estadounidense, que lideran el podio mundial con 26 y 22,5 kilos per cápita. En nuestro país, en cambio, es de casi 7 kilos por año, siendo los sabores más pedidos -acorde a estudios de la Asociación Fabricantes de Helados y Afines- el dulce de leche granizado y el chocolate con almendras.
De la amplia y muy buena oferta, se destaca especialmente un petit local que atesora recetas familiares traídas desde un pueblito italiano, pasadas de generación en generación desde fines del XIX: Cadore, toda una institución porteña, que mantiene su única sucursal sobre Avenida Corrientes desde 1957. Privilegiando calidad antes que cantidad, trabajando con nobles materias primas fue destacada por National Geographic como una de las 10 mejores heladerías del mundo. Justo laurel si se prueba, entre otros, su helado de pistacho, o cualquier alternativa con el dulce de leche que elaboran en forma casera, a fuego lento, durante más de 14 horas.