La jueza que se atrevió a decir que no
Administrar justicia fue su vocación, y como miembro de la Corte Suprema fue capaz de separar su historia y sus convicciones personales del rol que asumió como magistrada en el armado de una democracia constitucional
Cuando murió mi padre, recibí una esquela manuscrita de Carmen Argibay en la que me contaba del afecto que le había tenido. Yo sabía de ese afecto, que había sido mutuo, pero me conmovió que una jueza de la Corte se tomara el tiempo y tuviera la deferencia de hacerme llegar su recuerdo.
Fue, como muchos, una "judicial", una abogada que se sentía a sus anchas administrando justicia. Sólo ejerció la profesión durante la dictadura militar luego de ser expulsada de su cargo, detenida por varios meses y eventualmente liberada. Fue docente, comenzó como ayudante alumna en la cátedra de Filosofía de la UBA que dirigía Ambrosio Gioja, para luego dedicarse al derecho penal. En democracia volvió a la docencia por unos diez años y renunció, como pocos, para dedicar todo su tiempo a los cargos que ocupó desde el año 2000. Fundó la Asociación de Mujeres Juezas y ejerció como magistrada de tribunales internacionales que investigaron violaciones masivas de los derechos humanos en Japón (en un memorable juicio ficticio con consecuencias nada ficticias) y en Yugoslavia.
Su momento de exposición pública llegó cuando el presidente Kirchner la propuso como jueza de la Corte. El proceso público de nominación permitió saber que Argibay, fallecida el sábado, era una atea militante que estaba en favor de la despenalización del aborto y que creía en la necesidad de trabajar por la igualdad de las mujeres. Pocos repararon en que era una "judicial", que una cosa eran su historia y sus convicciones personales y otra su forma de entender el rol que le cabe a una jueza en el armado de una democracia constitucional. Por eso muchos se llevaron sorpresas.
Era su convicción que la Justicia, como todo ejercicio de autoridad, gana en legitimidad cuando se restringe. El desafuero tiene patas cortas: produce rechazo y desobediencia, y los jueces sólo pueden construir su autoridad persuadiendo a otros. Argibay insistía, como en el fallo Arriola, en que la Corte debía construir reglas precisas en sus fallos. Reglas que los ciudadanos puedan seguir, pero, crucialmente, reglas con las que otros jueces puedan operar fácilmente. Ella había sido una de ellos y conocía la incomodidad de dictar sentencia sin el apoyo de una práctica jurídica consistente.
Advertía también que esas reglas debían hablarle al caso concreto, para que nadie saque conclusiones desaforadas, porque su convicción también le vedaba convertir a la Corte en una instancia creadora de reglas generales. Supongo que pensaba que esa era la función de los legisladores, lo que no le impidió acompañar a sus colegas en extender el alcance de una sentencia a grupos que se encontraban en situaciones similares a la del caso, como lo hizo en Halabi.
Argibay, creo, tuvo su hora alta, como diría Borges, en el fallo Mazzeo, en el año 2007 (ver A. Allori, Tesis, UdeSA). En esa causa se decidía si la Corte permitiría continuar con los juicios a partir de la derogación de los indultos del presidente Menem, si esa derogación conmovía la garantía de que nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo delito, si la entidad de estos juicios, de estos crímenes, justificaba una excepción a la garantía de la cosa juzgada. Las miradas se fijaban en la Corte y en particular en la jueza que había sufrido en carne propia la persecución de la dictadura. Ya había aceptado que la garantía de la prescripción cedía ante la obligación de perseguir delitos de lesa humanidad. ¿Cómo decidiría frente a la garantía de la cosa juzgada ella, una funcionaria judicial de toda la vida? Si admitía la continuación de los juicios, ¿no se vería su decisión como una venganza? Y si votaba en contra, ¿con qué argumentos sostendría sus convicciones democráticas y la consistencia con su historia personal?
La mayoría de la Corte siguió una línea de precedentes conocida: algunas garantías del debido proceso ceden ante la excepcionalidad de los delitos de lesa humanidad cometidos en la última dictadura. La importancia de esta definición debe ser subrayada. La Corte acepta la excepcionalidad fundante de los juicios contra los responsables de las violaciones masivas y sistemáticas de derechos humanos. Es a partir de ella que la Argentina ha construido su regreso a la democracia. La sacralidad de los derechos humanos se funda justamente en ese quiebre que marca un antes y un después en la historia argentina. Es la excepción sobre la que se intenta crear el orden del Nunca más. Toda democracia acepta excepciones fundantes: Alemania restringe la libertad de expresión frente a las apologías del nazismo; Estados Unidos califica la igualdad frente al legado de la esclavitud.
Argibay (como Fayt) califica esa decisión disintiendo. Mazzeo es una sentencia mayoritaria, no unánime. La jueza se detuvo ante la cosa juzgada, "por mucho que personalmente me disgusten las consecuencias", dijo.
Todo tribunal colegiado busca la unanimidad. Se dice que las sentencias no unánimes envían un mensaje confuso. Pero los fallos no unánimes también nos dicen que los temas que tratan son difíciles, nos invitan a volver a los tribunales, a discutir más, a producir más recursos culturales que permitan mayor claridad. Mazzeo, gracias a las disidencias, en particular la de una jueza que pone en juego su pasado personal, nos vuelve a advertir sobre la excepcionalidad que debe guiar el juzgamiento de los delitos de lesa humanidad. Que el relajamiento de las garantías constitucionales ante delitos aberrantes debe ser sólo permitido con cuidado, evitando toda extensión que banalice la excepción fundante de nuestra convivencia.
La mayoría de la Corte descansó en la disidencia de Argibay. La jueza brindó a sus colegas la ofrenda del límite, la calificación de la regla que surge de las decisiones más difíciles que haya escrito un tribunal argentino: juicios, sí, pero excepcionales. La Corte de esta manera permite la persecución penal relativizando las garantías del debido proceso con el objeto de que en la Argentina haya debido proceso; es decir para que nunca más sea necesario el Nunca más.
Como hizo conmigo en un momento importante de mi vida, Argibay se tomó el tiempo y nos hizo la deferencia de escribir para todos y para que la voz de la Corte se escuche con claridad. La deliberación pública continúa y a pesar de que ya no recibiremos más sus escritos, debemos seguir conversando como si tuviéramos a nuestra disposición el tiempo que ella supo dar y como si supiéramos tratarnos con la deferencia de la que ella era capaz.
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