La izquierda en el Titanic cubano
La reciente muerte del disidente Orlando Zapata renovó las críticas contra el castrismo. Miles de personas, entre ellos intelectuales afines a la experiencia cubana, sumaron esta vez su firma en documentos con reclamos al régimen. ¿Por qué todavía es difícil para la izquierda criticar a Cuba? ¿Por qué ahora algunas voces empiezan a hacerse oír? César González-Calero LA NACION
Quizá la imagen más representativa de la fascinación que suscitó la revolución cubana entre los intelectuales de izquierda sea esa fotografía de 1960 en la que se ve a Jean-Paul Sartre junto al Che Guevara en La Habana. El pensador francés está sentado en el sofá del despacho del revolucionario argentino, y éste lo mira desde la altura que le proporciona su butaca. Como asegura el ensayista cubano Iván de la Nuez en su libro Fantasía Roja , hay algo de sumisión en la postura de Sartre hacia el miliciano más popular del planeta. Desde entonces, legiones de intelectuales de izquierda desfilaron por Cuba, deslumbrados por el poder de seducción del Che y del otro santo laico de la revolución: Fidel Castro. Los abusos del régimen, desde el tragicómico "caso Padilla" hasta la reciente muerte del disidente Orlando Zapata, fueron dejando en el camino a antiguos compañeros de viaje de una revolución que derivó hacia un sistema autoritario. Pero la fascinación continúa todavía hoy para una parte de la izquierda.
La muerte de Zapata tras una prolongada huelga de hambre ha generado un reguero de críticas a ambos lados del Atlántico. El manifiesto "Yo acuso al gobierno de Cuba", impulsado por el periodista catalán Joan Antoni Guerrero, ha recibido ya más de 40.000 adhesiones. La flamante premio Nobel de Literatura Herta Müller ha estampado su firma junto a la de un numeroso grupo de intelectuales y artistas de izquierda, como el escritor Antonio Muñoz Molina, el historiador Ian Gibson, los cantantes Víctor Manuel y Ana Belén o el cineasta Pedro Almodóvar. Algunos de los firmantes, como Víctor Manuel y Ana Belén, militaron en partidos comunistas hace años. En la Argentina también se han alzado voces progresistas por la misma causa. Autores como Guillermo O´Donnell, Beatriz Sarlo o Claudia Hilb, entre otros, acaban de plasmar sus firmas en una declaración a favor de los derechos humanos en la isla (ver nota aparte).
"Firmé esa carta porque estoy a favor de la legalidad democrática y de la universalidad de los derechos humanos, en Cuba o en Birmania", explica a Enfoques Muñoz Molina desde Nueva York. "Estoy en contra de la dictadura de Castro no a pesar de que soy de izquierdas, sino porque lo soy; ser de izquierdas no me parece que sea alabar a un tirano", añade el académico español.
La huelga de hambre que lleva a cabo otro opositor cubano, el periodista Guillermo Fariñas, ha encendido las alarmas en la propia isla. Pablo Milanés, una de las voces emblemáticas de la revolución, llegó a decir recientemente que si Fariñas moría, habría que condenar al presidente cubano, Raúl Castro, "desde el punto de vista humano". Mucho más comedido fue el otro gran exponente de la nueva trova, Silvio Rodríguez, al reclamar hace unos días cambios urgentes en la isla. Algo parecido ya lo expresó el propio Raúl cuando llegó al poder hace dos años. Pero los cambios no llegan.
Las ilusiones perdidas
Lo que sí ha cambiado en los últimos tiempos es la actitud de algunos intelectuales de izquierda, que fueron rompiendo su silencio sobre Cuba a medida que el régimen hacía más visible su propia decadencia. Tras la desintegración de la URSS, a principios de los años 90, Castro fue enrocándose ideológicamente mientras la economía de la isla se desplomaba progresivamente.
El escritor y periodista español Juan Cruz relata desde Madrid cómo fue su particular desencuentro con la revolución cubana: "Cuando me di cuenta de veras de que lo que nos habían contado no era cierto, o no lo era para mí en absoluto, fue cuando fui a Cuba en 1990. Vi entonces la degradación del proyecto, la humillación hiriente a la que se sometía a los ciudadanos cubanos en nombre de una revolución que ya había perdido todo glamour. Me dio pena porque era el final abrupto de las ilusiones perdidas, la señal del fracaso de una generación y de varias generaciones".
Para el ensayista cubano Rafael Rojas, la visión idílica del socialismo cubano en ciertas zonas de la izquierda tiene su origen "en el peso que tuvo la revolución cubana en la formación ideológica de varias generaciones". El autor de Tumbas sin sosiego , exiliado en Ciudad de México, cree que el desencuentro actual entre una parte de la izquierda y el régimen radica en que la mayoría de los intelectuales progresistas no defiende hoy el partido único o la ideología marxista-leninista para ninguno de sus países.
Pero el régimen cuenta todavía con apoyos relevantes, como los de Gabriel García Márquez o José Saramago, ambos premios Nobel de Literatura. O como el del intelectual hispano-francés Ignacio Ramonet, autor del libro Cien horas con Fidel , una extensa y complaciente entrevista con el líder cubano que fue revisada minuciosamente por Castro antes de su publicación en 2006.
A Muñoz Molina le resulta curioso que tantos escritores "estén dispuestos a renunciar, en nombre de sus principios, a la libertad de expresión... de otros, concretamente los cubanos". El caso de Cuba demuestra, según el autor de El jinete polaco , que una parte de la clase intelectual europea y latinoamericana "no asume de corazón los postulados democráticos sin los cuales ellos no pueden trabajar, por ejemplo, la libertad de pensamiento y expresión". "Yo no soy quién para marcarle reglas a nadie -apunta Muñoz Molina- pero a mí mismo me aplico la siguiente: no defenderé nunca un régimen en el que yo mismo no pueda ganarme la vida escribiendo libremente".
De la visita de Sartre y su compañera Simone de Beauvoir a Cuba entre enero y febrero de 1960 surgió Huracán sobre el azúcar , la obra fundacional que abriría el camino a otros intelectuales sobre el compromiso de la izquierda con una revolución que daba sus primeros pasos en el proceso de reformas sociales. Las mejores plumas de la década del 60 se volcaron con Cuba en esos primeros momentos de romanticismo revolucionario: Vargas Llosa, García Márquez, Cortázar, Fuentes, Goytisolo, Debray, Sontag, Enzensberger, Duras... La lista es infinita. Todos querían glosar la gesta de una revolución que se les había negado en sus respectivos países. Todos se subieron a ese hechizante buque caribeño y pocos vieron entonces los icebergs que, como cantaría más tarde Enzensberger en su poema épico "El hundimiento del Titanic", acechaban ya la hermosa bahía de La Habana.
"No olviden que los intelectuales no se encuentran jamás felices en ninguna parte. Cuba es su paraíso y yo les deseo que se quede así, que siga siéndolo", escribió Sartre en Huracán sobre el azúcar . Un paraíso al que el filósofo le daría la espalda diez años más tarde. Los huracanes, sin embargo, permanecieron durante décadas en la isla del azúcar. Como un ciclón enfurecido, Fidel Castro sacudió los cañaverales ideológicos del país hasta dejar la revolución irreconocible: el cierre de Lunes de Revolución (la elogiada revista cultural dirigida por Guillermo Cabrera Infante), la "gran ofensiva revolucionaria" que acabó con los pequeños comercios, la creación de las UMAP, los campos donde se encerraba a homosexuales e "inadaptados", la progresiva sovietización del régimen... Demasiado viento huracanado.
Pero fue la detención del poeta Heberto Padilla en 1971 la gota que colmó el vaso, provocando la primera cosecha de deserciones de intelectuales de izquierda. Padilla, que había defendido tres años antes una obra de Cabrera Infante, fue acusado de contrarrevolucionario por cuestionar la política cultural del régimen e "invitado" a retractarse públicamente de su premiado libro Fuera de juego .
En uno de sus libros de memorias, En los reinos de taifa , Juan Goytisolo relata la parodia del juicio a Padilla y el cisma que originó entre los intelectuales que apoyaban la revolución. "El montaje teatral del esperpéntico mea culpa de Padilla en la sede de la Uneac [Unión de Escritores y Artistas de Cuba] era un grotesco reflejo caribeño de las célebres purgas de Moscú", escribe Goytisolo sobre el juicio al poeta, en el que éste confesaba que había sido "injusto e ingrato" con Fidel y ensalzaba, con un sarcasmo casi suicida, la "esforzadísima" labor de los "muy inteligentes" agentes de la Seguridad del Estado.
El grupo de escritores afines a la revolución que se había conformado en París en torno a la revista Libre reaccionó con estupor. En una carta abierta a Castro muy respetuosa, medio centenar de intelectuales lamentaron la persecución sufrida por Padilla. García Márquez se desmarcó de la declaración, pero Sartre, Simone de Beauvoir, Sontag, Vargas Llosa y Goytisolo, entre otros, exigieron una explicación al máximo líder.
Fidel les respondió lanzándoles otro cicloncito: los firmantes no eran más que "ratas intelectuales, basura, agentillos del colonialismo". Corría el año 1971 y fue el final del hechizo tropical para muchos, incluido Sartre. A una segunda carta de repulsa se sumaron Resnais, Pasolini y Rulfo, mientras Gabo y Cortázar decidían continuar a bordo del barco castrista.
A Castro, las deserciones de Sartre, Goytisolo, Vargas Llosa y compañía lo dejaron incólume. Contaba todavía con el respaldo de figuras como Gabo. O como Régis Debray. En su libro ¿Revolución en la Revolución? , el filósofo francés se convierte en el mejor ideólogo del castrismo-guevarismo. Al contrario que los "intelectuales de salón", Debray conjuga la teoría con la praxis, Althuser y el foquismo guerrillero, la pluma y la pistola, como lo demuestra al enrolarse en la revolución permanente del Che y al purgar varios años de cárcel en Bolivia. Treinta años más tarde, el elegido de Castro también abandonaría el Titanic caribeño.
Pero los icebergs totalitarios habían asomado en el Caribe una década antes del "caso Padilla". En junio de 1961, Castro pronunciaba sus célebres "palabras a los intelectuales": "¿Cuáles son los derechos de los escritores y los artistas, revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada". Ese vendaval lo notaron escritores autóctonos como Cabrera Infante, Virgilio Piñera, José Lezama Lima o Reinaldo Arenas. Este último logró escapar de la isla durante el éxodo de Mariel, en 1980, tras haber sufrido el acoso del régimen durante el período conocido como el Quinquenio Gris (1971-76), en el que se marginaba a aquellos artistas e intelectuales que no cumplieran con los "parámetros políticos y morales" de la revolución. Como Piñera, Arenas estaba en la mira del régimen por su condición de homosexual, considerada una "patología social" por los milicianos de verde olivo.
La primavera de 2003 marcó otro punto de inflexión en el desencuentro entre Castro y los intelectuales. Las severas condenas a 75 disidentes provocaron la repulsa de un nutrido grupo de escritores como Günter Grass, Carlos Monsiváis, Muñoz Molina o Juan Cruz, entre otros. La protesta pasó algo inadvertida por la coincidencia con el inicio de la guerra de Irak. Unos días después de que se divulgara la declaración de los intelectuales, el régimen fusilaba a tres secuestradores de una lancha de pasajeros que pretendían huir a Estados Unidos. La carta abierta publicada entonces por un fiel seguidor del castrismo como José Saramago levantó ampollas en el Palacio de la Revolución. "Hasta aquí he llegado con Cuba", escribió entonces Saramago. Tras una ofensiva diplomática del régimen, el Nobel portugués, comunista de la primera hora, volvería a subirse al crucero castrista seis meses después. El silencio de García Márquez fue, una vez más, notorio, lo que le valdría la reprobación pública de Susan Sontag [ver aparte].
La deriva autoritaria
Convaleciente de una grave enfermedad desde 2006, Castro no tiene hoy la misma capacidad de reacción que hace siete años, cuando logró no sólo revertir la "deserción" de Saramago sino también movilizar a sus huestes. Como si vivieran todavía en 1961, artistas e intelectuales cubanos como Silvio Rodríguez, Alicia Alonso o Senel Paz cerraron filas con el régimen y firmaron un manifiesto en el diario Granma en el que justificaban los fusilamientos y las detenciones bajo el eterno argumento de la defensa de la patria y la isla asediada por Washington. Ni rastro de autocrítica ante el carácter totalitario del régimen.
Para Juan Cruz, las evidencias de esa deriva autoritaria son tan grandes como las graves evidencias que formaban parte del paisaje del franquismo. "Ahora no hace falta mirar demasiado para darse cuenta de que el proyecto revolucionario no es ya ni una reliquia, y lo siento", se lamenta el autor de Egos revueltos . Rojas coincide con Cruz: "La revolución cubana fue una cosa y el totalitarismo cubano es otra".
Pero incluso esa primera etapa de la revolución, donde los avances sociales iban de la mano de una política de mano dura en el terreno de las ideas, despierta la incertidumbre entre algunos intelectuales. "Tengo mis dudas de que un sistema educativo o sanitario puedan funcionar eficazmente sin el imperio de la ley y los controles democráticos" advierte Muñoz Molina.
El buque oxidado de la revolución cubana, hundido entre bancos de arena coralina, todavía vende pasajes a aquellos que nunca quisieron prestar atención al premonitorio Canto III del poema de Enzensberger: "Y miré hacia fuera distraído sobre el muelle del Caribe, y allí vi, mucho más grande y más blanco que todas las cosas blancas, muy lejos... vi el iceberg, alto, frío, como una helada Fata Morgana, deslizándose hacia mí, lento, inexorable y blanco".
© LA NACION
Los nuevos incondicionales
Hechizado por la figura de Fidel Castro, Oliver Stone aterrizó en Cuba en 2003 para filmar el gran retrato del líder de la revolución. Tuvo la mala fortuna de que el rodaje de Comandante coincidiera con la ola de represión de ese año. A su productora, HBO, no le gustó que el director no incluyera la voz de la disidencia y lo envió de vuelta a la isla para rodar otro documental, pero en Looking for Fidel el protagonista volvió a ser el mismo. Buscando otro tipo de experiencias, más arqueológicas que políticas, también bajo la sombra del hechizo, Ry Cooder y Wim Wenders recalaron en las ruinas habaneras para armar la historia de una orquesta que nunca existió. Ibrahim Ferrer trabajaba de limpiabotas cuando Cooder fue a buscarlo para que cantara en Buena Vista Social Club . Y el gran Compay Segundo había salido del ostracismo hacía poco gracias a un productor español.