La intolerancia tan temida
MAR DEL PLATA.- Sucedió en estos tiempos: un prestigioso periodista, conocido por la independencia de sus opiniones, fue al cine y tropezó con una barrita de fanáticos que lo insultó a los gritos para denostar su postura crítica con el Gobierno. El periodista tragó hiel, volvió a su casa y desde entonces rara vez frecuenta lugares públicos. Otro periodista, que profesa ideas propias sobre la actualidad política, debía recibir un premio por su trayectoria, pero no pudo ser: una concejal –leyó bien: dije una concejal– les advirtió a los organizadores que si el periodista aparecía por el hotel cinco estrellas donde se realizaría la fiesta de premiación, habría un escrache y gomas quemadas para repudiar su presencia. El periodista desistió del viaje para buscar su estatuilla y agradeció los honores que no podría recibir. Por otro lado, un hombre y una mujer, ambos periodistas y escritores muy populares, daban una charla en el patio de una universidad cuando les arrojaron piedras y los insultaron desde una terraza vecina. Termino con un escritor amigo que me confiesa, triste y con bronca, que quiere irse del país porque acá lo está pasando mal. Me quedé masticando estas historias de la vida real, y me pregunté: ¿la diversidad ideológica está en peligro? ¿El pluralismo flota en un mar intoxicado por la marea roja de la intolerancia? ¿O todo está en calma, y algunos periodistas y escritores nos volvimos paranoicos?
Sospecho que algunos lectores pensarán que describo un paisaje inexistente. Ojalá fuera así, pero es lo mismo que dicen en todo el mundo cada vez que un escritor habla de los vientos negros de la intolerancia. Hasta que ya es demasiado tarde para lamentarse. Si aparecen signos y señales de que la libertad ideológica corre peligro debe actuarse como dicen los pescadores que navegan en alta mar: "Hay que ponerse el capote cuando la tempestad asoma".
No me resulta fácil hablar de los escritores censurados, perseguidos o atacados por expresar sus ideas. Porque no me refiero exclusivamente a los tiempos en que las pestes brotan con las dictaduras. También hablo de la intolerancia surgida en democracia.
Traigo un ejemplo para sostener lo que digo: Las brujas de Salem, escrita por Arthur Miller y estrenada en 1953, se convirtió en un alegato mundial contra el fanatismo y toda forma de persecución ideológica. La obra teatral se divulgó como libro, en series televisivas y en el cine. En 1956, Jean-Paul Sartre adaptó el guión para una película que protagonizó Ives Montand. En 1996, Hollywood produjo la última versión, con Daniel Day-Lewis y Winona Ryder. Arthur Miller escribió Las brujas de Salem para enfrentar la cruzada fascista del senador norteamericano Joseph McCarthy. En aquellos años democráticos las principales víctimas del macartismo fueron intelectuales, escritores y artistas. Miller tomó la historia de la vida real: el juicio por brujería en Salem, Massachussets, en 1692. Cuento lo esencial de la obra: Salem es un pueblo chico, gobernado por fanáticos puritanos que prohibieron la música, el baile y los libros. Un día, uno de esos fanáticos acusa a varias chicas de practicar brujería. Comienzan las delaciones, mentiras y persecuciones. Ciento cincuenta y seis acusados van a juicio y, tras la sentencia, ahorcan a 19. Otras cuatro víctimas agonizan encarceladas y otra más muere torturada. La demencia colectiva se frena, pero muy tarde. Cae el telón. Arthur Miller fue hostigado por el macartismo, le quitaron sus derechos civiles y le prohibieron viajar a Londres cuando Las brujas de Salem se estrenó en Inglaterra.
Veamos un ejemplo reciente: el novelista turco Orhan Pamuk, que recibió el premio Nobel de Literatura en 2006, debió encerrarse en su casa hasta que abandonó el país cuando lo amenazaron de muerte los mismos salvajes nacionalistas que habían acribillado a tiros al periodista turco-armenio Hrant Dink. El crimen, según contó Pamuk, provocó una profunda depresión en muchos escritores y artistas turcos. La vida de Pamuk había caído en peligro ya en 2004, cuando el gobierno lo juzgó y condenó a prisión por "denigrar la identidad nacional", luego de que el autor de El castillo blanco y Me llamo Rojo dijera, durante un reportaje periodístico, que "un millón de armenios y treinta mil kurdos fueron asesinados en estas tierras". Turquía es una república parlamentaria cuyos gobernantes suelen negar el Holocausto armenio, realizado entre 1915 y 1917 por los llamados Jóvenes Turcos.
Otro ejemplo es Elfriede Jelinek, la escritora austríaca que recibió el Premio Nobel en 2004. La polémica autora de El deseo y La pianista tuvo su propio calvario cuando la difamó el partido neonazi de Jörg Heider, gobernador del estado de Carintia y candidato a primer ministro. En plena campaña electoral de 1995, Heider empapeló las calles con afiches que tenían el rostro de Jelinek junto a la despectiva frase: "¿A usted le gusta Jelinek, o el arte y la cultura?" La escritora padece un crónico miedo social, rara vez sale de su casa y no viajó a recibir el Premio Nobel en Suecia. Menciono el asunto de los afiches contra Jelinek porque acá, en el otoño de 2010 y 2011, aparecieron afiches de doble paño con el rostro de periodistas y artistas de nuestro país. En Austria los pegaron los neonazis. ¿Y en la ciudad de Buenos Aires?
También fue perseguido el nigeriano Wole Soyinka, que en 1986 se convirtió en el primer escritor africano en recibir el premio Nobel de Literatura. Durante la guerra civil, el gobierno lo acusó de traidor y lo enjuició por escribir un artículo periodístico en el que clamaba por un armisticio y el final de la lucha. Fue a la cárcel casi dos años. Tiempo después, el autor de Los intérpretes escapó al exilio. Pero su compatriota, el periodista y escritor Kenule "Ken" Saro Wiwa, no tuvo esa oportunidad y fue ahorcado en 1995.
El escritor egipcio Naguib Mahfuz, Premio Nobel de Literatura en 1988, fue sentenciado a muerte por los integristas islámicos que lo acusaron de agraviar la religión musulmana en sus novelas. En 1994, dos fanáticos lo acuchillaron y Mahfuz se salvó por milagro, aunque perdió la visión, la audición y su brazo derecho quedó inútil. El exquisito autor de Las noches de las mil y una noches y de Rhadopis: Una cortesana del antiguo Egipto se recluyó en su casa hasta que falleció en 2006.
En América latina tenemos nuestra propia tragedia, pero menciono estos casos emblemáticos porque busco analizar los procedimientos y prácticas intolerantes para descifrar sus mecanismos, tanto en los regímenes dictatoriales como en las democracias. Y lo perturbador es que hay patrones comunes en ambos casos, así como existe una misma secuencia en el desarrollo de la persecución. Es decir: no importa quién sea el cazador y quién sea la presa, en todas partes las reglas de la cacería son las mismas. Hay tres instancias claves.
La primera: etapa de demonización de la víctima. Surge un grupo activo y militante, que cuenta con el soporte ideológico de sectores afines al gobierno, y empieza la difamación del escritor: hay acusaciones públicas, escraches, operaciones periodísticas, intimidaciones y amenazas explícitas. La campaña se expande en los medios de comunicación y, más recientemente, en las redes sociales.
La segunda: etapa del juicio y castigo popular. Los grupos de activistas acusan al escritor de agraviar la identidad nacional, de socavar la estabilidad gubernamental, de atentar contra derechos y garantías sociales, de ofender y atentar la moral religiosa, entre otros males. Se forman tribunales populares y se lanzan las acusaciones en actos públicos que buscan transformar el proceso en una condena social. La regla dorada creada por la Inquisición medieval determina que la denuncia debe ser en sí misma un castigo. El objetivo de los actos públicos es darles satisfacción a los fanáticos y que sirvan como advertencia para el resto de la sociedad, en especial para los intelectuales. Hay que meter mucho miedo para que la gente tenga miedo de decir la verdad.
La tercera y última instancia es la etapa del juicio y condena institucional. Los organismos del Estado intervienen para perseguir, enjuiciar y condenar. Incluso, los grupos que iniciaron la persecución presentan las denuncias ante dependencias gubernamentales y oficinas judiciales. Esta etapa se caracteriza por la manipulación ideológica de las acusaciones, los procedimientos y resoluciones jurídicas, y por la violación de los derechos y garantías de los acusados. El objetivo de la persecución varía: que el escritor pierda prestigio y no lo escuchen, que no le den trabajo, que abandone el país, que lo confinen para que no hable libremente, que lo encarcelen o lo eliminen.
Para perseguir a los escritores se invocan razones dignas y valiosos principios éticos. Pero ésta es una subversión de la verdad que afecta la dignidad humana y lesiona los derechos humanos fundamentales. La puesta en práctica de métodos fascistas para hostigar a quienes piensan distinto es un acto abyecto sin importar quién lo ponga en juego y por qué. No existe causa sagrada que convierta en ovejas a sus adeptos si éstos se comportan como lobos sanguinarios.
Nos conviene mirar a nuestro alrededor, sin tapujos ni prejuicios, para ver si reconocemos algunas de las tres etapas mencionadas. Porque si están ahí, y las ignoramos, algún día nos preguntaremos con dolor por qué no abrimos los ojos a tiempo. Y tal vez sea tarde.
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