La intolerancia metida en casa y el desafío de recuperar la conversación
Hace tiempo que “la grieta” dejó de ser un fenómeno político para transformarse en un doloroso trauma social, alimentado desde el poder con un discurso cada vez más radicalizado
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Padres e hijos que no se hablan. Amigos de toda la vida que dejan de verse. Familias fracturadas por los desacuerdos y sumergidas en silencios incómodos. Hace tiempo que la “grieta” ha dejado de ser un fenómeno político para transformarse en un doloroso trauma social. Es algo que se alimenta desde el poder con un discurso cada vez más radicalizado, más dogmático e intolerante.
Tramitar las diferencias políticas y sostener la conversación se tornó difícil. Hay un fanatismo militante que ejerce la provocación, acentúa las tensiones y busca deliberadamente el choque, como si romper los puentes con el otro fuera parte de un activismo comprometido. Es una actitud que contamina hasta los vínculos afectivos y dificulta la cordialidad social: se mete en la conversación de sobremesa, en el asado de los domingos, en los grupos de WhatsApp o en los reencuentros de egresados. Es, quizás, una de las secuelas más profundas de una concepción totalitaria que se ha enquistado en el poder.
Después de décadas de fragmentación e intolerancia, la Argentina había encontrado con la recuperación de la democracia una atmósfera de pluralismo. Los años 80 y los 90 fueron difíciles en muchos aspectos, pero marcaron una evidente evolución en la convivencia social y en el diálogo político. Cuando los historiadores analicen lo que vino con el ascenso del kirchnerismo al poder, quizá deban poner el foco en el profundo retroceso que hubo en ese clima de pluralismo. Se reabrieron heridas que, trabajosamente, habían empezado a cicatrizar; se reavivaron los antagonismos y el espíritu revanchista; se exaltó el dogmatismo militante; se impusieron santos y herejes en un relato con pretensiones hegemónicas; se alentaron resentimientos, y se negó al adversario. Todo eso quedó resumido en un eslogan revelador: “Vamos por todo”. Se asumió así una idea de apropiación del Estado, de la historia y de una supuesta autoridad moral que se venía a imponer como un acto de justicia reparadora. Esta concepción penetró en segmentos sociales, incentivó cierta épica de lucha y estimuló el fanatismo en una militancia que, a cambio de una incondicionalidad fervorosa, recibió sueldos y privilegios.
Hay que remontarse a otro siglo, y a otra Argentina, para encontrar un clima tan crispado en la convivencia cotidiana. Tal vez sea equiparable a lo que ocurrió en los años 50, cuando el contexto político, pero también sociocultural, era muy diferente. Aquellos fueron tiempos de profundas fracturas en las familias y en la sociedad, pero regían otros dogmas, con una moral pública e individual mucho más rígida, que hacía que las distancias generacionales fueran mayores. En materia de usos y costumbres, se imponía un corset que hacía crujir los vínculos entre padres e hijos. Había otro concepto de la ofensa. Era una sociedad en la que presentar un novio o una novia a los padres podía ser una ceremonia condicionada por formalismos y prejuicios. La sociedad estaba atravesada por tabúes. Era, además, un mundo que acaba de salir de la Segunda Guerra; Italia recién se reponía de Musolini; España estaba bajo la dictadura de Franco, y Alemania empezaba un proceso que desembocaría en la construcción del Muro. En EE.UU., los negros no podían sentarse en el transporte público, y el apartheid estaba muy lejos de erradicarse en una Sudáfrica convulsionada. La libertad era una conquista pendiente. Hoy, el mundo evolucionó en otra dirección. La cultura incorporó la diversidad y el pluralismo como valores esenciales. Sin embargo, como en aquellos viejos tiempos, se impone una policía del pensamiento y del lenguaje. Se reedita el autoritarismo militante y se desempolva un diccionario que se creía superado: el que piensa distinto “es reaccionario”, “cipayo”, “vendepatria”. En la era de la diversidad, los prejuicios y las ideas inamovibles vuelven a marcar el tono. Nos retrotraen a épocas en las que opinar podía ser peligroso. La conversación se anula en un clima de hostilidades y descalificaciones.
El atropello militante funciona como una forma de censura, en la mesa de un bar o en recintos académicos. Muchos se retiran del debate y prefieren refugiarse en el silencio para no exponerse a la descalificación intolerante. La discrepancia, en este contexto, suele provocar reacciones como la que vimos con la maestra de La Matanza, o descalificaciones como las que expresan tantos funcionarios: “odian al país”, “son peores que los nazis”, han dicho altos exponentes del poder de los que piensan distinto. “Idiotas”, llegó a decirles el Presidente a ciudadanos que cuestionaban la cuarentena interminable. Toda esa beligerancia intolerante derrama hacia la sociedad.
Si la literatura refleja la época, es un dato más que sintomático el tema de la obra que acaba de ganar el Premio Clarín de Novela. Retrata exactamente eso, las amistades que se rompen con este clima como telón de fondo. Es una obra de Agustina Caride titulada Donde retumba el silencio. La autora ha explicado: “Tengo amigos con familias peleadísimas, y quería escribir sobre eso”. El español Fernando Aramburu “pinta” esta realidad en Patria, novela impresionante que en la Argentina debería ser de lectura obligatoria. El contexto, en ese caso, es la locura terrorista de ETA. Salvadas las distancias, está claro que el fanatismo, en cualquier escala, contamina a toda una sociedad. No es un fenómeno que se circunscriba al teatro de la política, sino que permea en las relaciones esenciales de la vida: las de hermanos, amigos, padres e hijos.
En muchas familias se hacen esfuerzos por preservar los lazos con “zonas de silencio”. Se procura evitar ciertos temas y eludir la confrontación. Algunos, con sensibilidad y lucidez, siguen la regla que aplica Barenboim para la convivencia palestino-israelí: lo que nos separa lo conocemos, y no nos vamos a poner de acuerdo; tratemos entonces de cultivar lo que nos une. Pero son fórmulas que resultan insuficientes frente a una militancia que se define a partir de sus ideas (no piensan algo; son ese algo) y que, desde esa identidad asociada a sus creencias, intenta “evangelizar” o, ante la discrepancia, apela a la provocación, la chicana y la descalificación.
No se trata –es cierto– solo de desacuerdos ideológicos. Desde la psicología, advierten que en los vínculos afectivos muchas veces la política funciona como vehículo para “ajustar cuentas”, tramitar envidias, reclamos y viejas cuitas. Sirve para dar coartada racional a lo que en verdad son pulsiones o nudos emocionales mal digeridos. En cualquier caso, hay una atmósfera general en la que la conversación y el debate civilizado se han convertido en hábitos amenazados. Ocurre también en otras sociedades, donde los discursos han alcanzado una extrema polarización con populismos (de izquierda o de derecha) que estimulan la lógica de amigo-enemigo e incentivan la crispación y los resentimientos.
La capacidad de escuchar al otro es una de las víctimas principales de este clima de intolerancia. El disenso se penaliza y una opinión diferente es descalificada, antes incluso de que se llegue a expresar. Todo eso potencia un círculo vicioso: solo se conversa con los que piensan lo mismo, con los que “son del palo” y “están de mi lado”. Se sigue en las redes sociales, se lee y se escucha solo a aquellos que escriben o dicen lo mismo que yo. Está demostrado: cuando las personas solo hablan con los que piensan igual, sus posiciones se vuelven más extremas y homogéneas. Las ideas, además, se empobrecen; se pierde la oportunidad de enriquecerlas o contrastarlas con otras. El pensamiento se torna endogámico y el mundo se estrecha alrededor de las creencias y opiniones propias.
Las escuelas y universidades, que deberían ser verdaderas usinas del pluralismo, forman parte de esta lógica y han caído en el peligro del pensamiento único. Las voces disidentes pueden dar fe de cómo se penaliza la discrepancia en esos ámbitos. Tal vez haya algo, sin embargo, que podamos hacer: romper el círculo de la intolerancia es también un desafío individual y un compromiso ciudadano. Recuperar la conversación es algo que podemos intentar desde la microescala de nuestra vida familiar. No se trata, por supuesto, de renunciar a las diferencias ni relativizar desacuerdos, que muchas veces son profundos e involucran cuestiones éticas. Se trata, sí, de defender el diálogo como herramienta de convivencia y la libertad de expresarse y de pensar sin ataduras, como valores esenciales. Aunque la crispación y la intolerancia vengan de arriba, cada ciudadano puede sembrar una semilla de pluralismo.