La inteligencia y el aceite de mostaza
Los perros ladran, pero no ladran siempre de la misma forma. Mal o bien, uno va entendiendo lo que dicen. Así pues, aquella mañana, muy temprano, el coro no tenía ni la síncopa de las bienvenidas vespertinas ni la perentoria advertencia de los imaginarias tardíos. Era algo nuevo. Fui a ver y, sin ni un café encima, encontré a mis cánidos soltándole ruidosos prefacios a un enorme coipo que los observaba del otro lado del alambrado.
A pesar de que aquí algunos los llaman nutrias, los coipos (Myocastor coypus) son más bien semejantes a los castores. Herbívoros insaciables, pueden hacer estragos en parques y parterres. Pero lo realmente temible son sus llamativos incisivos anaranjados; se sabe que no conviene acorralarlos. Con todo, nunca me habría esperado lo que siguió.
Traje un palo y golpeé el alambrado, para ahuyentar al malhumorado coipo. Lejos de amedrentarse, se lanzó contra la tranquera de madera dura y la sacudió como si fuera una cortina de tul. Mi perra Betty, indignada por semejante insolencia, arremetió contra el coipo, que redobló la apuesta y, con un brutal empellón, hizo que la tranquera golpeara el hocico de la perra, que terminó con la nariz rajada y sangrando. Enloquecida e iracunda, contraatacó a morir o matar, y tuve que sujetarla mientras los tarascones restallaban de un lado y del otro del alambrado.
Cuando logré meter a los perros en el canil, caí en la cuenta de que tenía un problema. De más o menos ocho kilos, agresivo y empecinado en permanecer allí, el coipo refunfuñaba cuando me acercaba. Tuve una idea estúpida. Tuve varias, en realidad, porque mi cabeza trabajaba a toda marcha -y sin café- para invitar al buen Myocastor a que regresara a la laguna. Dos amigos estaban por llegar y no quería un incidente.
Idea estúpida número 207: tratar de espantarlo con soda. Sí, como lo leen. Con soda. Impertinente, casi como burlándose (en realidad era un mensaje que tardaría diez minutos en decodificar), se paró sobre las patas traseras y se aseó la cara con las manos y el chorro refrescante. Lo disfrutó, debo añadir.
Siempre sostuve que la inteligencia y la violencia son como el agua y el aceite. No es posible ser al mismo tiempo inteligente y violento. Me paré frente al coipo, que me devolvía la mirada, airado. Había varias formas violentas de espantarlo, pero traté de razonar. Era un animal adulto, pesado y de una fortaleza que Betty había probado en hocico propio. ¿Qué hacía ahí? ¿Qué buscaba? ¿Por qué a esa hora del día? Luego de ducharse con soda, se metió debajo de mi coche. Salí, con prudencia, me metí en el auto y lo arranqué. El coipo retornó, con parsimonia, al mismo lugar de antes. No estaba ganando mucho en la pulseada.
Regresé al jardín. Me miraba a los ojos, fijamente, y gruñía. Traté de ponerme en su lugar. Lo vi observar detrás de mí por un instante. Me di vuelta. Volví a sus ojos ansiosos. Miré atrás de nuevo. Entre el enorme roedor y su laguna se interponían el perímetro, la tranquera y los perros. A un costado había un sendero que lo habría llevado rápidamente hasta el agua. Pero estaba tratando con un coipo, no con un agrimensor. Así que me fui a hacer un café.
Sabía que el animal no iba a irse de allí. En su mundo, no existen alambrados. Tenía que incitarlo a llegar a la laguna, pero sin lastimarlo. Y sin salir herido.
Entonces se me ocurrió una idea (la número 932). Llené un balde con agua y eché una buena dosis de ese líquido que sirve para disuadir a perros y gatos. Básicamente, aceite de mostaza. ¿Serviría con un coipo? Salí con cautela. Estaba de nuevo debajo del auto. Arrojé los 20 litros de mi bala mágica, pero sin mojarlo. No quería dañarlo ni que se sintiera intimidado; ya había visto la velocidad de sus ataques. Casi de inmediato, huyó del ofensivo olor y descubrió el corredor que lo condujo de nuevo a su laguna, en la que durante un rato se lo vio orillar, silencioso y feliz.
Es así. Nada en esta vida se arregla a tarascones. Nada.