La insoportable levedad del poder
Lo recuerdo alto y robusto, aunque no obeso. Enfundado en un traje gris al que se le notaban las lesiones de un largo viaje, aquel argentino estaba fuera de sí.
–¡Señorita, señorita, recupere ya mismo mis valijas! ¡Está usted frente al futuro presidente de los argentinos: hágase cargo! –gritaba ante la mirada impasible de una chica rubia vestida con el uniforme típico de las camareras de hotel en la época soviética.
Nosotros, alumnos de una escuela clandestina para jóvenes comunistas que funcionaba en las afueras de Moscú, ansiosos por conocer al distinguido visitante y recibir noticias de la patria lejana, no sabíamos cómo actuar. Jesús Porto, así se llamaba el sujeto en cuestión, no estaba en condiciones de atendernos. Seguía proclamando impotente, y siempre en disonante español, su calidad de futuro jefe de Estado del país más austral del continente americano.
Después supimos por fuentes diplomáticas que, finalmente, el equipaje llegó a destino y el episodio quedó saldado con las correspondientes disculpas por parte de altos representantes de la política exterior soviética. Y que el pobre Jesús había logrado, por fin, recuperarse de semejante disgusto y descansaba en una de las 245 suites del Hotel Rossiya; una majestuosa mole de 21 pisos y 3200 habitaciones –además de discoteca, spa, cine y sala de conciertos– que el poder socialista destinaba para unos pocos visitantes ilustres, y que habitualmente estaba repleto de burócratas del régimen que llegaban a Moscú para participar en las reuniones del Kremlin, ubicado a pocos de pasos de allí.
Sobre Porto solo cabe agregar que fue un aliado del Partido Comunista Argentino, del que todo el mundo político hablaba bien, que era peronista (¡siempre esa obsesión por cooptar figuras justicialistas como imán para atraer a las renuentes masas fieles al primer trabajador!), que presidía el Encuentro Nacional de los Argentinos (ENA), el germen de frente popular que el PC había pergeñado para una salida electoral a comienzos de los años 70. No hace falta añadir que aquella ilusión nunca se concretó y que, apenas dos años después del episodio del Rossiya, el general Perón regresó al país y vino todo lo que vino; Cámpora, Isabel, Triple A, Montoneros y golpe de Estado incluidos.
Hoy no es fácil encontrar datos de aquel gigantón que casi desata un conflicto con el politburó moscovita. En Google pueden hallarse algunas referencias tangenciales, pero no demasiadas. Por su parte, el arrogante hotel vecino a la Plaza Roja sucumbió también ante los avatares del olvido. En 1977, un pavoroso incendio lo redujo a tétrico esqueleto hasta que, en 2006, las autoridades del flamante capitalismo ruso ordenaron su demolición. Convertido desde 2017 en el Parque Zarydadye, ya nadie derrama lágrimas por aquel emblemático monumento a la codicia humana.
La literatura política está surcada por fantasmas como el de Porto. De poderosos que no fueron. Espejismos con que el poder practica el perdidoso juego de la inmortalidad.
Admito que tengo una frágil memoria para hechos trascendentes –autores, fechas y citas incluidos–, pero que, por una extraña aptitud, suelo recordar anécdotas coloridas que inesperadamente vienen en mi auxilio cuando menos las espero. En este caso, el episodio de Porto en el Rossiya se presentó ante mí –repentinamente– la semana pasada cuando el presidente Alberto Fernández disparó una de sus habituales descargas de ira contra dirigentes opositores a los que en la oportunidad llamó “imbéciles” y “miserables” por criticar medidas adoptadas por el Gobierno ante el recrudecimiento del Covid-19. Y, seguro de su destino de bronce, dictaminó: “Cuando la historia se escriba, quiero que me pongan del lado de los que cuidaron la salud de los argentinos”.
En su magnífico trabajo Crisis de la República, Hannah Arendt desmenuza algunas de las confusiones que suelen embriagar a las personas públicas, las más de las veces por no comprender la esencia terrenal de sus mandatos, un vicio bastante arraigado entre los actores políticos y que el populismo –por su naturaleza personalista– suele agrandar hasta el paroxismo. Cuando alguien tiene que explicar que manda es porque en realidad no manda. Quien de verdad ejerce su autoridad, explica Arendt, suele ser aquel que posee la suficiente fortaleza como para hacer concesiones a sus oponentes. Charles de Gaulle –ilustra– pudo pacificar la Francia incendiada por la sublevación estudiantil de 1968 porque poseía la fuerza imprescindible para ceder ante sus adversarios.
“El poder –explica la crítica discípula de Heidegger– nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y continúa existiendo solo mientras el grupo se mantiene unido. Cuando decimos que alguien ‘está en el poder’ estamos diciendo que ha sido empoderado por un cierto número de personas para actuar en su nombre. En cuanto el grupo donde se origina el poder (potestas in populo, sin pueblo no hay poder) desaparece, ‘el poder’ (del que está en el poder) también se esfuma”.
Considerando estas premisas, ¿a quién representa entonces Alberto Fernández? ¿Cuál es el “grupo” que le da sustento hoy a su autoridad? ¿Con qué herramientas cuenta para instrumentar medidas creíbles para enfrentar el momento más dramático que le haya tocado soportar a la Argentina en este siglo?
Más allá de cuestiones temperamentales del jefe del Estado, sus esporádicos exabruptos parecen ser reflejo de un trauma que sigue atravesando al país real: gobiernos sin potencia que se esterilizan porque se constituyen más sobre la base de la astucia y las apetencias electorales que construyendo legitimidad de cara a una sociedad plural. Votar es solo una de las herramientas –fundamental, por cierto– que la democracia posee como fuente de mandato popular. Pero la tentación hegemónica –que el populismo exacerba–, la negación de la diversidad de voces y representaciones, la pretensión de la nación uniforme conducen a estas patéticas expresiones de esterilidad.
El Gobierno se muerde la cola mientras pulveriza el crédito que la sociedad le ha dado a la política, arranca en su impotencia jirones al sistema representativo, lo degrada y lo pone en riesgo. La supuesta astucia táctica de Cristina Kirchner, artífice de esta ingeniería y quien más lesiona la estabilidad de Fernández, se estrella a diario contra la realidad de un presidente cada vez más limitado, mientras sus guardianes ideológicos practican el extraño juego de ser feroces antiopositores en lugar de razonables oficialistas.
“Conservar la autoridad requiere respeto hacia la persona o el puesto que ocupa. Por consiguiente, el mayor enemigo de la autoridad es el desprecio y la manera más segura de socavarla es la risa”.
Conviene escuchar a tiempo los consejos de Arendt.
Ensayista. Miembro del Club Político Argentino