La insoportable fragilidad ante el virus
La pandemia nos coloca frente a aquellos límites que, como humanos, más resistimos y nos cuesta aceptar
Lo cotidiano ahora tiene otro rostro: la incertidumbre, el confinamiento, la lentitud. Minuto a minuto, entre avalanchas de nueva información, nos invaden las estadísticas mortales.
En cada número se esconde un pasado vivido y un proyecto que se desvanecen. La frialdad impersonal de la estadística oculta el sufrimiento de cada persona apagada por el asesino invisible y veloz.
Hoy, a menos que se lo quiera negar para no ver ni pensar, es evidente que la humanidad es doblegada por un virus que delata lo no asumido en lo habitual: la cercanía de la muerte, nuestra finitud, fragilidad y fugacidad, el límite de la medicina científica y del triunfalismo tecnológico transhumanista, y el poder de lo inesperado como matriz de inestabilidad.
Nosotros y nuestros límites negados o que necesitamos no percibir. Límite, por ejemplo, de las muchas veces sobredimensionadas capacidades médicas. El largo camino, de al menos un año, para obtener una vacuna. Respuesta lenta y dificultosa que demuestra que el caballo de la perturbación biológica gana siempre la carrera.
El disturbio pandémico nos recuerda la indefensión padecida, aunque con importantes diferencias, frente a la peste negra medieval o la gran mortalidad por la plaga en la Grecia antigua de Pericles, o más reciente, la devastación de la gripe española en el siglo XX.
Nos fascinamos por nuestras escaleras del progreso y olvidamos que la evolución no disuelve el cercano toque de lo fugaz y mortal.
La expresión más viva del olvido de la fugacidad es la arrogancia humana. La mitología griega elaboró poderosas narraciones para neutralizar la soberbia, que no sabe reconocer límites ni le gusta pensar en nuestra pequeñez y fragilidad.
Sísifo, por ejemplo, el personaje que inspiró a Albert Camus el ensayo El mito de Sísifo, de 1942 (cinco años después, Camus publicaría La peste, sobre la aparición de la solidaridad ante una plaga que irrumpe en Orán, Argelia). Sísifo creyó que podía ir más allá de su límite como humano y engañar a los dioses. Como castigo a su hybris o desmesura, Zeus le impuso la tarea de subir una piedra por la ladera de una colina. Pero de modo que, una y otra vez, la roca se resbala de sus manos y debe entonces regresar al punto de partida para recuperar la roca y reemprender lo que se revela como imposible.
Y el virus que se propaga pareciera exhortarnos a recordar, también, el límite existencial de lo fugaz y mortal que trasunta el tópico latino memento mori, "recuerda que morirás". Recuerdo de la fugacidad cuando un general desfilaba triunfante por Roma y un siervo le susurraba al oído aquella frase, para que la soberbia no le hiciera olvidar que él, como todos, también moriría.
El Fausto del Goethe ambicionó dominar el mundo natural para el ascenso humano. El proyecto fáustico que, en sus extremos, olvida el límite, se expresa hoy en la utopía tecnológica transhumanista.
El transhumanismo es el movimiento internacional que aspira al uso de herramientas tecnológicas para suprimir las limitaciones humanas principales. La muerte es una de esas limitaciones. Para la lógica transhumanista, la muerte sería solo un "problema técnico" a resolver. Optimismo ultratecnológico que proyecta un futuro de mejoría humana a través de la tecnología incorporada a nuestro cuerpo, con una ostensible extensión de la longevidad. O en la cima de la desmesura tecno-optimista, profetas del trashumanismo como Ray Kurzweil o Dmitry Itskov postulan un punto no muy lejano de arribo a la inmortalidad a través de un posthumano.
En Sapiens. De Animales a dioses y Homo deus, Harari describe la fe tecnológica del trashumanismo en una evolución artificial que acelera el paso de la condición del humano mortal al poshumano inmortal.
Hoy debemos pasar de lo mesiánico transhumanista a la comprensión de que seguimos siendo cuerpo, como lugar de la finitud y la exposición a la circulación y transmisión del virus insistente. Nuestros límites biológicos acribillan todos los sueños del posthumano que quiere suprimir el límite de la muerte.
Pero la acción dividida también produce otro tipo de límites. El nuevo orden pandémico hace más visible la división y separación entre los países; la acción dividida en la lucha contra la sombra pandémica remarca las insuficiencias de la tan mentada globalización.
Lo global debería reinventarse más allá de la globalización económica o del sistema planetario de comunicaciones. La seguridad sanitaria como problema y desafío desborda diferencias nacionales e ideológicas. Desde esta necesidad compartida, debería emerger una coordinación sanitaria global que supere las ineficacias de la Organización Mundial de la Salud y avance hacia una cooperación en un nivel más alto. Instancia en la que lo tecnológico, bajo ciertos reaseguros de la privacidad, podría ofrecer los poderes de la inteligencia artificial y el big data como arma para la lucha contra las expansiones virósicas y, mejor, su detección y prevención.
Estamos en el tiempo del salto de lo distópico en la imaginación literaria hacia su encarnación en lo real. Pero es la distopía en el cuerpo y no en los artefactos.
Lo que hoy se advierte es el espesor de la confusión en la que vivíamos, atrapados en la civilización de la excitación materialista y consumista que jugaba, y seguirá jugando en el horizonte pospandemia, a ignorar el límite de la brevedad y fugacidad de la vida, la mortalidad y la finitud.
Junto a los límites más visibles, en nuestro devenir repercute también el zumbido de lo inesperado. Lejos de ser la continuidad de lo mismo y conocido, la historia es también ámbito de eclosión de lo inesperado. El filósofo e investigador libanés Nassim Taleb elaboró la metáfora del cisne negro para expresar un suceso sorpresivo de alto impacto. Desde tiempos antiguos se creía que todos los cisnes eran blancos hasta que, en 1607, una expedición holandesa descubrió en Australia cisnes negros. La sorpresa que quiebra lo esperado.
Grandes ejemplos históricos de este tipo de eventos son la Primera Guerra Mundial, la gripe española, los atentados del 11 de septiembre del 2001 y, ahora, la pandemia; aunque para el propio Taleb sería un "rinoceronte gris", porque la pandemia era previsible para algunos investigadores. Sin embargo, en la práctica, lo acontecido fue totalmente sorpresivo para el común de las personas. Así, lo ahora vivido nos somete al poder de lo imprevisible.
El límite de nuestro saber y tecnología, la finitud y lo inesperado resitúan al sujeto en una trama mayor que no comprendemos acabadamente ni mucho menos dominamos: los procesos biológicos y sus anomalías, el orden de lo natural orgánico al que pertenecen nuestros cuerpos que, perturbados por los agentes patógenos, nos sacan del podio de nuestra importancia personal.
Nuestra fragilidad ante el avance de la pandemia devuelve a la actualidad las grandes epidemias de épocas antiguas y medievales. En el film neozelandés Navigator, de Vincent Ward, en los tiempos de la peste negra medieval un grupo de campesinos viajan hasta el fin del mundo para colocar allí una cruz en lo alto de una iglesia. Así creen que Dios hará que la peste no llegue a su aldea. Ya no podemos postular un dios como responsable del flagelo o como salvador. El debate en torno a la responsabilidad sobre el origen de la epidemia se extenderá por largo tiempo, y debe apelar a la investigación empírica y racional.
Hoy, las campanadas distópicas retumban hasta las raíces de la cultura; somos el sujeto suspendido entre los vientos de la finitud, la fragilidad y el límite.
Las grandes experiencias traumáticas son aún más lamentables si de ellas no surge una visión más profunda de la naturaleza humana.
Ahora, solo el límite de la fugacidad y la finitud, o el límite de nuestros saberes y técnicas, es lo seguro. La conciencia de ese límite nos libera del falso sueño de ser dioses, para mejor buscar la vida intensa desde el temblor de lo humano.
Filósofo, escritor, docente; su último libro es La sociedad de la excitación. Del hiperconsumo al arte y la serenidad (Ediciones Continente)