La inseguridad y la teoría de las ventanas rotas
Mario Das Neves Para LA NACION
Es común afirmar que la pobreza es la causa del delito. Coinciden al respecto la derecha más conservadora y las simplificaciones de la izquierda más extrema. Pero diversos experimentos de psicología social dieron pie al desarrollo de la llamada "teoría de las ventanas rotas". Entre esos experimentos está el realizado hace ya 40 años por el profesor Phillip Zimbardo, de la Universidad de Stanford, de Estados Unidos. El dejó dos autos iguales abandonados, uno en el Bronx de Nueva York y otro en Palo Alto, una zona rica y tranquila de California.
La teoría no constituye una novedad, aunque sí es un enfoque curiosamente olvidado por la mayoría de los especialistas en la Argentina. Pone el acento no en la pobreza, sino en el "contagio" de conductas inmorales y antisociales; en el poderoso motor de la imitación alentado por la impunidad. El experimento demuestra que para acabar con la inseguridad es menester perseguir también los pequeños delitos.
La conclusión fue que el vandalismo y desmantelamiento producido casi instantáneamente sobre el vehículo en el Bronx se repitió en Palo Alto, pero sólo una semana después, una vez que los investigadores rompieron deliberadamente una ventana del auto. Hasta entonces, había permanecido impecable. La ventana rota transmitía una idea de deterioro, desinterés y ruptura de los códigos de convivencia. A partir de ahí, valía todo.
Lo mismo se podría concluir de la rotura de una ventana en un edificio. Si nadie la repara, pronto estarán rotas todas las demás. Si una comunidad exhibe signos de deterioro y esto parece no importarle a nadie, entonces allí se multiplicará el delito. En la Argentina, ése parece ser un firme disparador de la inseguridad, y no la pobreza en sí misma.
En nuestras grandes concentraciones urbanas suelen convivir la opulencia y el brillo con el descuido, la suciedad, el desorden y el maltrato generalizado. Al no sancionarse las "pequeñas faltas", como estacionar mal, exceder el límite de velocidad o violar una luz roja, se van estimulando faltas mayores y luego delitos cada vez más graves.
La "teoría de las ventanas rotas" fue aplicada por primera vez a mediados de la década de los 80 en los subterráneos de Nueva York y los resultados fueron sorprendentes. Al combatir las pequeñas transgresiones, como contaminación visual por grafitis, ebriedad, suciedad, viajar sin boleto, arrebatos y otros robos y desórdenes, se logró hacer del subte un lugar seguro.
Posteriormente, en 1994, Rudolph Giuliani, alcalde neoyorquino, basándose en la misma teoría y en aquella experiencia del subte, impulsó una política de tolerancia cero, que bajó drásticamente todos los índices de criminalidad y que no tuvo las connotaciones autoritarias ni represivas que se le auguraban. El concepto principal era el de la prevención y promoción de condiciones sociales de seguridad. La estrategia consistía en crear comunidades limpias y ordenadas, que no permitieran transgresiones a la ley y a las normas de convivencia urbana. La idea era la misma: que el problema no era la pobreza, sino los fenómenos psicológicos y sociológicos que sustentan las relaciones sociales.
El arresto de personas que no habían pagado su pasaje o hacían un uso indebido de las instalaciones del subte mostró que una de cada siete tenía una orden de detención por algún otro delito mayor, y una de cada 20 portaba ilegalmente un arma. Porque el crimen es el resultado inevitable de la combinación de dos factores: las disposiciones criminales de tipo individual y las condiciones de desorden y deterioro público.
Es así, naturalmente, en las grandes ciudades, donde prevalece el sentimiento de anonimato individual. Es diferente en el caso de los pueblos pequeños (y toda la geografía de la Argentina es ejemplo de ambos supuestos), donde el sentido arraigado de comunidad genera un ambiente en el que los vándalos sienten que todos los que los miran desaprueban lo que hacen.
Para combatir eficazmente el crimen se impone, entonces, combatir el desorden, el descuido y la anomia social en sus raíces más pequeñas. Esto crea mejores condiciones para aislar y reprimir los delitos mayores, las asociaciones ilícitas y las bandas de narcotraficantes, piratas del asfalto, secuestradores, etc., que suelen reclutar "mano de obra barata", precisamente, en ese marco de descomposición social.
No se trata de linchar al delincuente ni de la "mano dura" indiscriminada e irracional, sino de una política clara y firme del Estado en favor de la salud social. Tampoco se trata de hacer la vista gorda ante el abuso y la prepotencia policial, para los que cabe el máximo rigor de la ley. La "tolerancia cero" no es frente a la persona que comete el delito, sino frente al delito mismo. Para comenzar a crear en las grandes ciudades lo que persiste en las más pequeñas: comunidades limpias, ordenadas, respetuosas de la ley y de los códigos básicos de la convivencia social humana.
Y eso sólo se hace desde arriba hacia abajo. Es nuestra responsabilidad, nuestro deber de gobernantes.