La inflación es también un tema ético
La existencia de gobernantes poco afectos a las restricciones presupuestarias y propensos a manipular el valor de la moneda para liberarse de sus deudas tiene una larga historia. En economías que utilizaban monedas acuñadas en metales preciosos, bastaba con rebajar su pureza sin alterar el valor nominal. Por este procedimiento, en el siglo XVI el maravedí español perdió la totalidad de su contenido de plata, y un tercio del mismo la libra inglesa en el s. XVII. Claro está que el pago de las deudas del soberano con moneda depreciada por él mismo constituía un fraude a su favor contra sus acreedores y la sociedad en su conjunto.
Se comprende entonces la preocupación que este problema suscitó ya en papas y teólogos del medioevo. Un pionero en la materia fue el obispo y economista Nicolás Oresme (1323-1382), quien escribió el primer tratado científico sobre la moneda y su alteración. Para Oresme, los gobernantes tenían la responsabilidad de preservar la moneda, y adulterarla equivalía a enriquecerse de modo ilícito a expensas de la comunidad. Esta línea de reflexión fue profundizada por los teólogos españoles de los siglos XVI y XVII, entre los cuales se destaca el jesuita Juan de Mariana (1536-1624).
Como recuerda el especialista Alejandro Chafuen (Raíces de la economía de mercado en la escolástica católica, 2017), Mariana calificaba la práctica de rebajar la moneda por parte de las autoridades como un “infame latrocinio”, no diferente a la acción de un ladrón que se introduce en un granero privado y se roba una parte de los cereales que allí encuentra. Incluso la comparaba con el uso de estupefacientes, por el estímulo económico que esta maniobra solía producir en el corto plazo, seguido luego por la “carestía” (inflación), el estancamiento y el empobrecimiento. Este efecto final, a su juicio, se veía agudizado por los controles generales de precios, que situaban a éstos por debajo de la estimación común del mercado, introduciendo confusión y desorden en el comercio.
Hoy, en economías que utilizan papel moneda sin respaldo metálico, manipulaciones análogas a las denunciadas por Mariana pueden efectuarse legalmente y en una escala incomparablemente mayor, al haber desaparecido los límites físicos y técnicos para la creación de nuevo dinero a fin de financiar los gastos exagerados del Estado. De allí que, a pesar de los siglos transcurridos, las reflexiones de este brillante jesuita sigan siendo tan actuales, al menos en el sentido de recordarnos que la política monetaria no es un tema exclusivamente técnico, sino que involucra una responsabilidad moral.
La inflación opera como un impuesto de carácter fuertemente regresivo que perjudica a los que menos tienen y, en general, a quienes reciben ingresos fijos, que suelen incrementarse sólo después de que lo han hecho (y generalmente en mayor medida) los bienes y servicios que consumen. Como resultado, lejos de producir un efecto uniforme, este proceso genera transferencias injustificadas, y arroja de modo arbitrario ganadores y perdedores. ¿No son también éstas cuestiones de “justicia social”?
Pero además, la imposibilidad de ahorrar y la necesidad de desprenderse cuanto antes del dinero que se deprecia desencadena efectos morales devastadores: desalienta la austeridad y la moderación mientras incentiva el consumismo y el endeudamiento; obliga a vivir encerrados en un eterno presente sin poder proyectar el futuro ni pensar en las generaciones venideras; genera una ansiedad constante por el dinero que desvía la atención de los fines que dan sentido a la vida; perjudica la actividad productiva porque distorsiona el cálculo económico y hace cada vez más difíciles las inversiones de largo plazo; debilita el respeto por las leyes, que en tales contextos avanzan cada vez más sobre la libertad de las personas y sus derechos de propiedad, para no mencionar otros muchos males característicos de toda “cultura inflacionaria”.
Es cierto que el magisterio católico moderno apenas menciona este tema, lo cual hace posible que en nuestro país muchos invoquen su autoridad para oponerse irreflexivamente a cualquier ajuste. Pero esto equivale a convalidar la inflación y el ajuste “salvaje” que de hecho ya está produciendo. Por lo cual urge recordar que existe una “ética de la producción de dinero” (J. Hülsmann, 2021) cuyo reconocimiento constituye un capítulo, tan importante como injustamente descuidado, de la tradición de la Iglesia.
Pbro. Asesor Instituto Acton