La inflación argentina versus la mundial: estancamiento, pobreza y desempleo
Recientemente la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), conformada por 37 países cuyas economías representan más del 80% del producto bruto mundial, publicó los datos de inflación correspondientes al período anual 2020. De dicha información se pueden extraer interesantes conclusiones, siendo la principal de ellas que -a nivel global- la inflación ha dejado de ser un problema. En efecto, a la fecha del informe, los 37 países de dicha Organización presentaron una inflación anual de apenas el 1,2%. Por su parte, en el G20 –grupo del cual nuestro país es miembro- el registro fue del 2,4%. Ahora, si vamos a la Argentina, la inflación “oficial” 2020 fue del 36,1%; describiendo la OCDE que en nuestro país la misma “permanece “extremadamente elevada y con tendencia creciente”.
Como ya se ha dicho, los datos mencionados indican con claridad que la inflación ha dejado de ser un problema para las principales economías del mundo. A este escenario 2020 de bajísima inflación, se le ha sumado –debido a la pandemia del Covid– una recesión global con una caída del PBI del orden del 5,0%. Precisamente, el contar con baja inflación -condición “sine que non” para lograr un crecimiento sostenido- le ha permitido a la mayoría de los países desarrollados implementar políticas de estímulo monetario (baja de tasas; fuerte inyección monetaria) y fiscales (apoyo crediticio a empresas; subsidios de desempleo), las cuales han logrado evitar una peligrosa depresión. ¿Por qué, a pesar de la fuerte emisión, en la mayoría de las economías la inflación prácticamente se mantuvo en niveles promedio del orden del 2% anual? La respuesta es clara: el crecimiento de la emisión (oferta monetaria) ha sido absorbido por una adecuada demanda de las respectivas divisas.
Dicho esto, veamos qué ha sucedido en nuestra economía en 2020. Claramente, el escenario ha sido inverso al que ocurrió a nivel global; esto es: una alta inflación (36,1%) y una fuerte caída del producto bruto del orden del 10% ¿Cómo es posible que nuestra economía registre tal nivel de precios, el cual nos ha hecho figurar en el “top five” de los países con mayor inflación junto a Venezuela, Sudán del Sur, Yemen y Haití?
La respuesta debe hallarse en la destrucción que ha provocado en nuestra moneda la inflación de los últimos 60 años. La realidad indica que actualmente el peso es utilizado sólo parcialmente como moneda de transacción y unidad de medida (una gran cantidad de bienes se valúan y se intercambian en dólares) y que prácticamente ha dejado de ser un instrumento de ahorro. Dicho de otra manera, nuestra moneda no existe como tal ya que no reúne las características necesarias que tiene que tener una divisa para que técnicamente pueda ser considerada como “moneda”. En consecuencia, su demanda tiende a cero; con lo cual, cualquier oferta monetaria en exceso de una mínima demanda transaccional provoca que los pesos marginales se canalicen directamente a bienes (ya sea reales o dólares), con su consecuente impacto negativo sobre los niveles de precios. Dicho de otro modo: contrario sensu a lo que sucede en países sin inflación, en nuestro caso el exceso de oferta monetaria no logra ser absorbido por una demanda de dinero casi inexistente.
¿Cuál es la perspectiva para el corriente año? El escenario es negativo. El error de la actual política inflacionaria no permite ser optimistas. En efecto, la errónea concepción de que la inflación no es un tema “macroeconómico monetario” sino “microeconómico multicausal”, ha dado lugar a que las autoridades cometan el grave error de continuar emitiendo dinero para financiar un déficit público creciente. Más aún, la estrategia de intentar abatir este flagelo con medidas de mayores controles de precios y regulaciones, está condenada al fracaso.
Revertir este proceso de inflación es condición necesaria para retomar un sendero sostenido de crecimiento. En efecto, la teoría y la experiencia indican que una economía con inflaciones superiores al 10% está condenada a un crecimiento raquítico y a niveles cada vez mayores de pobreza y desempleo. Las últimas cifras que señalan que el 42% de la población se encuentra sumergida en niveles de vida paupérrimos, que este será el tercer año consecutivo de recesión y un desempleo peligrosamente creciente, nos eximen de mayores comentarios.
Resulta imprescindible entonces volver a la ortodoxia y regenerar la confianza en nuestra moneda para lo cual -como mínimo- será necesario encarar, de una vez por todas, las reformas estructurales necesarias (laborales, previsionales, fiscales y legales), achicar fuertemente el tamaño de un estado ya elefantiásico y ser extremadamente prudentes en el manejo monetario (emisión) y fiscal (gasto público, subsidios). ¿Lo harán las actuales autoridades? La realidad indica que no se está yendo en esta dirección.