La inconveniencia de la pauta oficial
Hace un tiempo, un diplomático retirado organizaba como dueño de casa reuniones en torno a una mesa muy bien servida a efectos de debatir sobre diversos temas de actualidad. Además de los aspectos gastronómicos atractivos, al contrario de lo que suele ocurrir en reuniones sociales, donde el tartamudeo es habitual, en este caso la condición era que cada uno hablara brevemente por riguroso turno sin interrupciones. En uno de esos encuentros el tema fue la libertad de prensa, oportunidad en que un destacado editor de un diario de nuestro medio se quejó amargamente sobre lo que, estimaba, era una discriminación inaudita a su periódico por parte de la agencia oficial de noticias.
Cuando me tocó el uso de la palabra, manifesté que el tema no consiste en criticar la habitual distribución de la pauta oficial por razones políticas, sino en eliminar Télam, entidad de raigambre fascista creada por Perón en 1945 para domesticar al periodismo independiente (una redundancia, pero dado lo que venimos consignando vale el pleonasmo). Afortunadamente, en esa ocasión mutó la conversación en línea con la liquidación de entidades de esa naturaleza para navegar en un sistema compatible con una sociedad libre, lo cual fue, entre otros comensales, también suscripto por otro conocido periodista presente.
En este contexto, igual que ocurre en los países civilizados, cuando el gobierno tiene algo que decir lo hace público en el Boletín Oficial y vía conferencia de prensa o se opta por la tercerización. La libertad de prensa constituye una garantía fundamental en el sistema republicano, donde se apunta a la estricta limitación al poder. La crítica al poder político es parte medular de la sociedad libre, junto con todo lo que el opinante considere que debe ventilarse. Lo contrario, la cerrazón decretada por los mandones del momento, es característico del espíritu totalitario. La protección al cuarto poder resulta vital también para aprender en el curso de debates abiertos, ya que, como nos ha enseñado Karl Popper, el conocimiento tiene la característica de la corroboración provisoria. Por eso es tan ilustrativo del lema de la Royal Society de Londres: nullius in verba: no hay palabras finales.
En nuestro medio viene ocurriendo un proceso de suma gravedad que afecta de lleno a la libertad de prensa. Como es sabido, en un ámbito de libertad cada propietario hace lo que estime pertinente en su espacio sin que medie regulación de ninguna naturaleza que pretenda administrar lo que pertenece a cada cual. Pero hoy hay medios que aparecen camuflados como privados aunque al ser alimentados por pautas publicitarias colosales son, en verdad, estatales, con lo cual lo que hacen y deshacen se torna en censuras, con el disfraz de “privado” para contar con la facultad de dejar sin efecto programas y voces en nombre del derecho de propiedad. Es una grosera cosmética que apunta a disimular el ataque a la libertad de prensa.
Cabe subrayar que debieran liquidarse todos los medios radiofónicos, televisivos y gráficos pertenecientes al Gobierno, puesto que, además, implican un derroche de los siempre escasos recursos, como ocurre en todas las mal llamadas “empresas estatales”, una contradicción en los términos, puesto que una empresa supone asumir riesgos con el propio patrimonio, y no a la fuerza con el de otro, que necesariamente se destina a fines distintos de los que habría elegido la gente si hubiera tenido la oportunidad de disponer del fruto de su trabajo. Decimos además, puesto que en el caso que nos ocupa se lesiona la libertad de prensa, convirtiéndola en un mecanismo de control político para atender los caprichos de quienes ocupan cargos en monopolio de la fuerza.
Todos los políticos inescrupulosos se hacen de estas herramientas estatistas para alentar sus campañas electorales y transmitir apoyos que de otro modo no tendrían. Son caraduras que mantienen una supuesta parla republicana y, tras bambalinas, arremeten contra todo vestigio de decencia y limitación al poder en una andanada a contramano de la libertad de prensa.
No caigamos en el consabido error garrafal de sostener que no se puede privatizar. En mi libro Maldita coyuntura –donde sugiero debates de fondo y no meras descripciones circunstanciales– transcribo un texto extraordinario de los marxistas de la revuelta del mayo francés, escrito en grafiti por todos lados: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”. Y las izquierdas, en verdad, son realistas, puesto que de tanto pechar con sus ideas logran marcar agendas, al contrario de lo que hacen no pocos de los supuestos defensores de la libertad, que son timoratos y se adaptan a lo “políticamente correcto”, con lo que se pierde la batalla cultural.
Afortunadamente pasaron los tiempos del Index Expurgatorius, en el que papas pretendían restringir lecturas de libros, pero hoy irrumpen en la escena comisarios que limitan o prohíben, lo cual, al decir del decimonónico Richard Cobden, en última instancia “son impuestos al conocimiento”. La formidable invención de la imprenta por Pi Sheng en China y la contribución extraordinaria de Gutenberg no han sido del todo aprovechadas, sino que, a través de los tiempos, se han interpuesto cortapisas de diverso tenor y magnitud, pero en estos momentos han florecido (si esa fuera la palabra adecuada) megalómanos que arremeten con fuerza contra el periodismo.
Esto ocurre debido a la presunción del conocimiento de gobernantes que, sin vestigio alguno de modestia y a diferencia de lo sugerido por Einstein en cuanto a que “todos somos ignorantes, solo que en temas distintos”, se autoproclaman sabedores de todo cuanto ocurre en el planeta, y se explayan en vehementes consejos a obligados, obsecuentes y serviles escuchas en imparables verborragias.
En una sociedad libre no hay “delitos de prensa”; hay delitos, del mismo modo que no hay delito de pistola o delito de cuchillo, sino que se puede cometer delito vía estas armas, el delito eventualmente puede cometerse a través de la prensa, como cuando se hace la apología del delito, por ejemplo, invitando a que “se asesine a los rubios”, lo cual abre la posibilidad a que algún rubio acuda a la Justicia en su resguardo, la que se pronunciará sobre el caso o las calumnias, agravios e injurias que los estrados judiciales estimen punibles. En parte, es lo que se conoce como la controvertida y a veces manipulada “doctrina de la real malicia” iniciada en Estados Unidos (real malice) con el caso New York Times vs. Sullivan en 1964, figura incorporada por la Corte Suprema de Justicia argentina con suerte dispar. El contrapoder o Poder Judicial en un sistema republicano tiene siempre la última palabra.
Viene muy al caso reproducir una cita de la obra clásica de John Bury, Historia de la libertad de pensamiento: “El mundo mental del hombre corriente se compone de creencias aceptadas sin crítica y a las cuales se aferra firmemente […] Las opiniones nuevas son consideradas tan peligrosas como molestas, y cualquiera que hace preguntas inconvenientes sobre el porqué y el para qué de principios aceptados es considerado un elemento pernicioso”.
El autor completó dos doctorados, es docente y miembro de tres academias nacionales