La incomprensible diversidad a la que aludió el Presidente
“Todos los que están aquí han sido elegidos por sus pueblos y sus pueblos los legitiman como gobernantes. Y por lo tanto, más allá de cómo cada pueblo decida, en la diversidad debemos respetarnos y en la diversidad debemos crecer juntos”, dijo el presidente Alberto Fernández al inaugurar la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) en Buenos Aires. Lo dijo con tono soberbio, como quien tiene una supuesta capacidad de observar los hechos más allá de lo evidente y siendo anfitrión de gobiernos representados por presidentes o cancilleres de dictaduras como Cuba, Venezuela o Nicaragua. Es increíble que el Presidente haya igualado a estos modelos autoritarios con democracias libres. Como bien lo sugirieron los presidentes de Uruguay y Chile, Luis Lacalle Pou y Gabriel Boric, respectivamente.
La diversidad a la que se refirió el Presidente no es comprensible, ni merece un contexto para analizarla, se trata de llamar a las cosas por su nombre: o son democracias, donde el contexto puede agregar que tienen malos gobiernos, que son sistemas imperfectos y que acumulan deudas sociales, o bien son dictaduras, sencillamente regímenes autoritarios y criminales.
La semana pasada, Maduro fue denunciado en Comodoro Py por dos ciudadanos venezolanos exiliados en el país por crímenes de lesa humanidad. También por la oposición frente a la DEA, ya que rige un pedido de captura emitido por EE.UU. por actividades relacionadas con el narcoterrorismo. Esto fue interpretado por Maduro como un ataque “neofascista de la derecha” y no fue refutado por la Cancillería argentina. Claramente, el que calla otorga.
El que llamó “neofascista” a la oposición argentina preside un país que, desde el comienzo del chavismo, sufrió el exilio de casi 5 millones de personas, sobre un total de casi 30 millones de habitantes. El mismo país por el que en 2019 el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas tuvo que crear la Misión Internacional Independiente de Investigación sobre la República Bolivariana de Venezuela (MIIV), para evaluar las presuntas violaciones de derechos humanos cometidas desde 2014. En 2020, la Misión presentó su primer informe en el que se detallaron miles de casos de ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias, torturas y tratos crueles, inhumanos o degradantes, incluida la violencia sexual y de género, cometidos por agentes estatales venezolanos desde 2014. En su segundo informe, presentado en septiembre de 2021, la MIIV centró su investigación en el sistema de justicia y su respuesta ante las violaciones de los derechos humanos y los delitos comprobados, mientras que el tercer informe de la MIIV se centró en los crímenes de lesa humanidad cometidos a través de los servicios de inteligencia del Estado. También en 2019, Michelle Bachelet, Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU, determinó en un informe que miles de personas, principalmente hombres jóvenes, fueron asesinadas en supuestos enfrentamientos con fuerzas estatales en los últimos años. El mismo informe sugiere que se trataron de ejecuciones extrajudiciales perpetradas por las fuerzas de seguridad del estado venezolano.
¿Por qué vale recordar estos datos sobre el horror de la dictadura venezolana una y otra vez? Porque parece que la evidencia no alcanza para convencer al gobierno de los Fernández sobre cómo definir a una dictadura. Maduro está aislado de las democracias libres, sus relaciones internacionales se circunscriben a regímenes autoritarios como Rusia, China, Cuba, Nicaragua y, sobre todo, Irán. Vaya casualidad, los mismos socios que elige el gobierno para mostrarse asociado al mundo de las dictaduras y las autocracias.
Seguramente existen muchos puntos de partida para entender cuándo comenzó a construirse una dictadura en Venezuela. Pero existen algunos momentos claves. En 1999, una asamblea constituyente compuesta en su mayoría por simpatizantes del presidente Chávez redactó una constitución que supuestamente garantizaba la independencia del Poder Judicial y la autonomía del Tribunal Supremo, pero poco tiempo después, el régimen chavista amplió la composición del Tribunal de 20 a 32 miembros. No solo nombró 12 nuevos magistrados, sino que incorporó cinco magistrados adicionales para cubrir algunas vacantes abiertas y designó a 32 magistrados suplentes. Todos miembros y aliados del Movimiento V República del presidente Chávez.
En Nicaragua sucede algo similar. En los últimos meses, 4 miembros del máximo tribunal de Justicia dejaron su cargo y marcharon hacia el exilio. Tres de ellos, Rafael Solís, Carlos Aguerri Hurtado y José Adán Guerra, lo hicieron después de oponerse a violar la Constitución para darle un nuevo mandato a Daniel Ortega, mientras que Ileana Pérez López dejó su cargo luego de ser arrestada y derivada a la cárcel de El Chipote, un centro de detención minado de presos políticos que sufren vejaciones y maltratos constantes, junto a otros reos opositores al régimen, que actualmente suman un total de 181, entre los que se encuentran Cristina Chamorro, Arturo Cruz y otros 5 excandidatos a la presidencia que no pudieron competir en elecciones libres porque fueron arrestados.
Está en los manuales de construcción de cualquier modelo autoritario, nacido en un gobierno elegido democráticamente, siempre comienzan tomando el control de la justicia para luego utilizar en paralelo del manejo de las fuerzas de seguridad como brazo ejecutor de las políticas represivas.
Este último año de gobierno de los Fernández parece enfocado en controlar la justicia y, sobre todo, en lograr una Corte Suprema amiga del peronismo, y para ello necesitan neutralizarla agregando miembros que respondan al poder caudillesco de cada gobernador peronista del interior. No tiene por qué terminar igual que Venezuela o Nicaragua, no están dadas las condiciones políticas ni sociales para terminar así, pero tampoco merecemos tolerar amistades con quienes se comportan con autoritarismo violando los derechos humanos y mucho menos imitar comportamientos. Quizás el gobierno hace la vista gorda y trata de justificar estos modelos porque se siente identificado con algunos aspectos de su proceder, sobre todo cuando ataca la independencia del Poder Judicial. Es que sin llegar a la represión, pero controlando la justicia, también se puede devaluar la democracia porque así se construye el despotismo.
Poner una luz de alerta sobre esto no tiene que significar la siembra de un temor injustificado, pero cuando se pone en juego la libertad y la calidad de la democracia, siempre es preferible dudar a tiempo antes que lamentarse tardíamente.