La impotencia estatal para ordenar el país
Luego de haber examinado décadas de historia argentina, un destacado sociólogo, que tendría influencia significativa en la visión original de Raúl Alfonsín, llegaba a esta conclusión: "Pedirle al Estado que con sus propios recursos reordene desde arriba a la sociedad es pedirle algo que está más allá de sus capacidades". Era Juan Carlos Portantiero, uno de cuyos aportes perdurables es haber caracterizado las crisis argentinas como la consecuencia de un "empate hegemónico" entre los principales actores de su organización capitalista. Se trataba, para Portantiero, de una puja derivada de un poder económico compartido entre el agro y la industria, que según los ciclos de la balanza de pagos le otorgaba alternativamente la primacía a uno o a otro.
Este empate en la cumbre -que se complejizaría con el paso del tiempo- impide coaliciones estables y proyectos estratégicos. Su síntoma es la volatilidad económica y las abultadas transferencias de ingresos entre sectores, con consecuencias nocivas para el sistema. En esas circunstancias, el Estado queda en medio de presiones cruzadas sin poder ordenarlas de manera efectiva y duradera. Se muestra vulnerable frente a los intereses agropecuarios, industriales, financieros, sindicales, religiosos y de otras fracciones de la sociedad civil. Se trata de una organización débil, susceptible de ser colonizada antes que acatada.
Analizando la evolución desde el 30, Portantiero advertía que las interrupciones autoritarias, o los relatos intervencionistas, no pudieron ocultar la ineptitud del Estado, carente de una estructura burocrática eficaz y estable, capaz de proponer metas y ejecutar proyectos. En estas condiciones, el Estado nunca logró la distancia óptima respecto de los intereses sectoriales, esa condición que Peter Evans denominó "autonomía enraizada". Según Portantiero, la invalidez estatal sólo se desvaneció durante el primer peronismo. Tal vez podría decirse lo mismo de los primeros años de Menem y Kirchner. Pero al cabo, retornaron las luchas sectoriales, doblegando el orden efímero. Ninguno logró desempatar el conflicto de intereses y así se generó lo que Portantiero llamaba "un efecto melancólico sobre el poder", y otros denominan la decadencia argentina.
El conflicto desatado por el impuesto a las ganancias actualiza este drama. Con el poder político desconcentrado, que impide imponer mayorías, el enfrentamiento se observa con mayor dureza y nitidez aún. Congruente con la lógica del capitalismo, la contradicción involucra al capital y al trabajo, pero el Gobierno se muestra incapaz de saldar los desacuerdos con las herramientas disponibles. No puede alterar la voracidad impositiva a riesgo de incrementar aún más el déficit fiscal, cuyo descontrol enmascara un problema histórico que las elites se niegan a encarar: el país no crea la riqueza suficiente para satisfacer las demandas de bienestar e inclusión.
Acaso sea importante ver que en esta odisea los errores del oficialismo, que no son pocos, deben analizarse a la luz del problema estructural e histórico de un Estado impotente. En su descarnada visión del Estado capitalista, Guillermo O'Donnell sostenía que éste es en esencia el garante de la reproducción del sistema, administrando y encubriendo la subordinación constitutiva del trabajo al capital. Pero su tarea, en la democracia moderna, no es la de un gendarme sino la de un mediador de intereses. En términos de Habermas, el Estado democrático, en el capitalismo avanzado, debe zanjar un problema paradójico: cómo distribuir la riqueza de manera desigual pero legítima. El Estado argentino no pudo resolverlo nunca del todo, los estados en el mundo no pueden resolverlo ahora.
Según O'Donnell, en la búsqueda de consenso el Estado recurre a tres mediaciones: la ciudadanía, la nación y el pueblo. La ciudadanía es el momento de las instituciones y la igualdad ante la ley, la nación constituye el fundamento territorial del "nosotros" frente al "ellos" extranjero, y el pueblo, la mediación más ambigua para O'Donnell, representa la demanda de justicia de los desposeídos, que se alimenta de las deficiencias de inclusión de la ciudadanía y de la nación, que pretende superar. En términos de la historia reciente, es claro que el radicalismo se apoyó en una democracia de ciudadanos, mientras el peronismo optó por el pueblo, al que representó, mientras pudo, a través de dos versiones del Estado argentino: privatista y abierto al mundo una; nacionalista y estatista, la otra. Ninguno de estos proyectos encauzó al país.
Para Pro, un partido posmoderno devoto de la comunicación, es muy difícil lidiar con esta herencia, y comprenderla sin menospreciarla. Está en minoría, reemplazó a los ciudadanos por "la gente" -un término de los medios, no de la política-, mientras "el pueblo", representado por fuertes corporaciones y dilatados territorios, lo extorsiona y lo aprieta, insaciable. Quizá su destino (y el del país) dependa de dos iluminaciones: que el Gobierno entienda con modestia la complejidad del problema y que los opositores se den cuenta de que las penurias del Gobierno serán similares para ellos si lo sucedieran sin que la Argentina resuelva sus crónicas disputas en la cima del poder.