La importancia de los buenos hábitos
Desde la antigüedad clásica sabemos que los hábitos son nuestra segunda naturaleza. La ética aristotélica así lo postula. ¿Por qué? Porque son comportamientos que, adquiridos por repetición, nos llevan a hacer fluidamente algo que no hacemos por defecto. Incluso operan sobre lo naturalmente dado, optimizando o corrompiendo su performance. Es por eso que los hábitos cristalizados se tornan virtudes o vicios, según su grado de bondad, y resultan centrales en la vida de las personas. Tanto, que pueden devenir la medida del éxito o del fracaso de cada emprendimiento humano.
Entendemos que en la esfera de una existencia lograda los buenos hábitos son determinantes, porque nos permiten plantearnos metas, apegarnos a ellas y transitar el camino de su consecución. De ahí que su peso incline la balanza frente a otros factores que también afectan procesos y resultados: las condiciones innatas y los golpes de suerte. Estos últimos son por esencia contingentes y efímeros: nadie goza para siempre de buena fortuna. Pero sí podemos contar con la consistencia de los hábitos incorporados como recurso de valor ante los eventos desafiantes, que con seguridad sobrevendrán.
Los estudios confirman la importancia de afianzar conductas positivas con vistas a ampliar competencias y actualizar nuestro potencial, a priori incognoscible. Hay consenso hoy respecto de que la perseverancia es más relevante que el talento, que esto obra en todos los órdenes y que la institución de un horizonte, de un objetivo principal al que aspiramos y hacia el cual encolumnamos nuestro accionar, nos estructura y expande en gran manera nuestras posibilidades de superación y conquista.
Mencionamos tres de los investigadores que han trabajado en algunas líneas que nutren este enfoque: Howard Gardner y su teoría de las inteligencias múltiples; Carol Dweck y su tesis sobre la mentalidad de crecimiento, y Angela Duckworth y su definición de grit. Para Gardner, las inteligencias no son algo que se pueda ver o cuantificar, sino tendencias latentes que se activan en función de los valores de una cultura, de las oportunidades de un entorno y de las decisiones tomadas. Se entiende aquí que la inteligencia es básicamente una capacidad, dejando de ser considerada una cualidad estática. Dweck, por su parte, nos recuerda que creer que nuestras características personales son inamovibles es un sesgo propio de una mentalidad fija, que origina la necesidad de validarnos constantemente para certificar lo que idealmente ya somos, evitando correr riesgos y estancándonos en lo conocido. En este punto la mentalidad de crecimiento se relaciona con el grit, concepto acuñado por Duckworth, que implica perseguir algo con coherencia de interés y dedicación, adhiriendo a un propósito, aprendiendo del error e inspirándonos en las actuaciones meritorias de los demás.
Porque si ponemos la lupa sobre la disposición de los medios, el desarrollo de buenos hábitos es un elemento facilitador del logro de objetivos. Y este es un terreno sobre el que nos toca avanzar como padres, desde la primera infancia, formando y formándonos para consolidar herramientas que los favorezcan. Hay sobrada evidencia de los alcances de perseverar para movilizar potenciales, desterrando el prejuicio de la invariabilidad de los atributos personales. Comprendiendo que la vía de la automejora es a la larga más edificante y depara efectos más reales y duraderos sobre la propia biografía que la ratificación de supuestas propiedades inmutables. Y en esto, como en cada situación clave de aprendizaje, el modelo de los adultos referentes marca la diferencia.
Familióloga, especialista en educación, directora de estudios del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral