La importancia de la confianza como capital social
Las comunidades se componen de diversas fuerzas integradoras: arquitectónicas, históricas, físicas e íntimas, como la común unión con los demás; esta última está flaqueando en parte de nuestra población
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Un estudio elaborado por Ipsos hace algunos meses midió índices de confianza interpersonal en el mundo. En el promedio de países observados el ratio dio 30%. Bien por encima de ese promedio, con alta confianza interpersonal están China, India, Australia, Países Bajos, Gran Bretaña, Arabia Saudita, Suecia, Irlanda e Italia. Por el contrario, en la Argentina (entre otros) el resultado arroja apenas un 25% (debajo del promedio). La confianza interpersonal es baja en muchos países (entre ellos, Sudáfrica, Malasia, Brasil) y lo es especialmente en América Latina.
Esta es una de las causas del deterioro en la convivencia en no pocos lugares del planeta. Hay en ello cierta relación con el hecho de que el colectivo que hace unos pocos siglos se creó para ordenar la convivencia social (el llamado “Estado-Nación”) está siendo superado en el planeta por fenómenos que lo ponen en jaque (especialmente la revolución tecnológica, que ha movido a las personas a vivir digitalmente en espacios de pertenencia diferentes –hasta supranacionales– acercándolas a quienes están lejos y distanciándolas de sus vecinos físicos). La vecindad local está siendo reemplazada por la comunidad digital. Y las personas estamos (gracias a las nuevas tecnologías de comunicación) más cerca de aquellos con los que coincidimos en valores, creencias o ideas, aunque estemos a decenas de kilómetros de distancia, mientras vamos construyendo lejanías relacionales con aquellos que “solo” tienen en común con nosotros el compartir un espacio geográfico.
Eso produce transformaciones en nuestras pertenencias grupales y en nuestros sentimientos. Dice el filósofo español José Antonio Marina que una de las emociones más ancestrales de la humanidad es la pertenencia al grupo, pero que en un mundo tecnoglobalizado eso empieza a cambiar y genera miedo y cierta búsqueda de reidentificación con algún colectivo; y allí una de los formas de cohesionarse es simplemente oponerse a otro desde donde uno está. Muchas sociedades “nacionales” están poniendo en riesgo su evolución por una afección en la calidad de convivencia. Aunque algunas de ellas pueden compensar esa disociación creciente si cuentan con otros instrumentos aglutinantes (instituciones políticas, reglas que se respetan o incentivos propios del progreso económico).
Pero en la Argentina en particular hay algo aún más complejo: padecemos una alta desconfianza interpersonal producto de una fatiga social. Especialmente en las grandes ciudades, donde, además, el fastidio, el estrés, la incomodidad son crecientes. Que tantas cosas funcionen mal agrava todo. Aunque debe advertirse que no hay una Argentina única y que cuanto menos metropolitanos somos, menos conflictuales estamos. La mitad de los argentinos vivimos superurbanizados (y el 92% de nosotros vivimos en ciudades mientras ese porcentaje en el mundo es 53%). Esta desconfianza interpersonal (horizontal), especialmente referida a los complejos urbanos más grandes, se añade a la que tenemos en relación con las autoridades, a muchas organizaciones que nos proveen bienes y servicios y a los agentes de seguridad pública. Y se proyecta en muchos otros, como el que suponemos que se nos quiere adelantar en una fila de espera o hasta el pordiosero que viene a pedirnos unos pesos.
No es casual que la Argentina también se encuentre en el último lugar en la confianza en sus instituciones políticas, según el Barómetro Edelman de Confianza 2022. Las comunidades se componen de diversas fuerzas integradoras: algunas arquitectónicas (el entramado normativo), otras históricas (un pasado común), otras físicas (la localización) y otras íntimas (una común unión con los demás). Esta última está flaqueando en parte de nuestra población.
Empeorando el contexto, eso está alimentado por liderazgos divisivos, desorden público (que alimenta reacciones cortoplacistas) y un conjunto de políticas que pone a unos contra otros. Alguna vez Roberto T. Alemann calificó a la inflación como un engaño de todos contra todos (y a la alta inflación como un gran engaño de todos contra todos). Si todo se sobrerregula, si nadie se hace cargo de sus errores y se culpa a algún tercero, si quien tiene autoridad formal se excede en su ejercicio, si el que ejerce el poder decide quién triunfa y quién no, si el contexto cambia siempre sorpresivamente, la desconfianza se desparrama. Los gritos histéricos de muchos referentes agravan todo. Y cuando los propios líderes (no solo los políticos) dividen, resienten, separan, están (paradójicamente) creando las condiciones del fracaso que afectará a sus mismos liderazgos. No hay confianza interpersonal donde las relaciones están tan politizadas.
Alguna vez definió Julián Marías a la democracia como un gran acuerdo para convivir entre disensos. Pues la desconfianza intrasocial alienta disensos y desactiva el acuerdo. Es buenísimo disentir, pero debemos convivir. Dice David Bersoff que en democracia suponemos la existencia de un entendimiento común de los hechos y de la información como basamento para una constante negociación, y cuando eso desaparece, el fundamento mismo de la democracia tambalea. Ya define el diccionario a la confianza como la esperanza de que algo suceda o funcione de una forma determinada, o de que otra persona actúe como es deseable. La recreación de un marco de confort relacional dentro del cual podamos desarrollar nuestras diferencias es una necesidad.
Empeora todo que la desconfianza interpersonal alienta a los gobernantes a entrometerse en los conflictos, y nos lleva a que el elemento aglutinador sea la autoridad y no la interacción autónoma de las personas y las asociaciones. La libertad requiere convivencia y una virtud de los líderes es alentar la vinculación horizontal. El mundo atraviesa un tiempo de cambios sustanciales, entre los que se destacan la revolución tecnológica y el desarrollo de la economía del conocimiento. En las sociedades más prósperas el éxito no proviene de las autoridades providenciales, sino de la confluencia entre personas y organizaciones que emprenden, contratan, producen y comercian, innovan y crean. Hace unos años enseñó Henry Chesbrough que esta nueva instancia del capitalismo es tan sofisticada que requiere para los que producen la habilidad de asociarse para abordar la complejidad. Innovar asociados (“open innovation”, la llamó). Lo que está generando que, hoy, en el planeta, los más exitosos son los que crean redes de empresas, trabajadores, innovadores, inversores, aliados, en lo que Rod Adner llama “ecosistemas”.
Parte del nuevo paradigma del capitalismo de la tercera década es que la competitividad requiere la creación de plataformas de relaciones sistémicas virtuosas. Aun la conformación de espacios comunitarios no gubernamentales. John Kay sostiene que un fundamento del éxito es la capacidad de añadir a los vínculos creados a través de meros contratos legales los más poderosos contratos relacionales (arquitecturas vinculares, las llama). La desconfianza interpersonal o intergrupal es el gran enemigo de las sociedades innovativas. Al contrario: el populismo abreva en las fricciones. Casi que las necesita. Cuando se debilita el hilo horizontal, amenaza la soga vertical. Una fortaleza vincular difícilmente sea creada por la política, la que (al contrario) debe permitir a las personas, en sus acciones cotidianas, conformarla. Hay que cambiar algo entre nosotros. Y la agenda de reconstrucción argentina no debería incluir solo un plan de gobierno, sino también el propósito de obtener otros importantes logros sociales.
Profesor universitario, especialista en negocios internacionales