La ilusión moderna de la representación
El voto periódico, pensado desde y para las primitivas sociedades del siglo XIX, ha quedado -con el paso del tiempo- cada vez más expuesto desde sus déficits, a tal punto que para los ciudadanos del siglo XXI ese viejo mecanismo dejó de ser, 200 años después, valorado como una herramienta plenamente eficaz de representación, comunicación y control.
Dicho fácil: el típico voto es observado como la más limitada de todas las herramientas que hoy provee el sistema democrático, en tanto demostró en la práctica una alta ineficiencia para canalizar verdaderamente la representación que requiere la democracia liberal para funcionar razonablemente. Allí radica la causa central de la crisis de representación que sufren las democracias modernas a nivel global.
Sucede que, debido a la inexistencia de otros mecanismos externos de vinculación entre representantes y representados que lo complementen, el sufragio ha terminado sobrecargado de funciones y de expectativas.
La crisis de legitimidad está específicamente en esa dificultad del sufragio para cumplir con su función esencial, y esto se debe a que un diseño interesante y novedoso en 1912 -pero rudimentario en 2021- es incapaz de absorber y trasladar a la dimensión política la hiper-heterogeneidad sociológica y cultural que hoy definen a las sociedades modernas y la disruptiva configuración multi identitaria de las personas.
En consecuencia, el viejo sistema representativo intenta subsanar este impedimento convirtiendo al ciudadano en un sujeto jurídico y abstracto para luego disolverlo en el cuerpo electoral, es decir, oculta la dificultad de representación, mediante la sustitución.
Claramente, la representación de la complejidad del siglo XXI no es posible mediante el viejo mecanismo del sufragio del siglo XIX. Sin embargo, el sistema no moderniza su canal de representación y se sigue sosteniendo sobre la decimonónica idea de sociedad integrada por pocos grupos sociales internamente homogéneos, donde la representación por sustitución podía funcionar.
Le pregunta que surge es la siguiente: ¿qué posibilidad tiene hoy el sufragio de comunicar plenamente aquello que el ciudadano quiere decirle al representante? ¿Es razonable esperar que una persona se juegue toda su complejidad al todo o nada de un voto, que además lo disuelve en una entidad abstracta?
¿Como le explico a quien quiere representarme que apoyo su política ambiental pero no su política de género, que adhiero a su idea sobre educación pero no a su propuesta en política minera y energética, que me entusiasma su proyecto en materia de salud pero me alarma su visión sobre los inmigrantes? ¿Como hago para explicarle todo eso en un esquema binario y cerrado? ¿Es lo más apropiado en términos democráticos concentrar la participación ciudadana en una sola herramienta, que además no cuenta con un diseño de diálogo?
Y lo que es peor: al no haber controles externos, ¿qué hago si el representante me estafó? ¿por qué debo tolerarlo durante años hasta que -en el caso que se postule nuevamente- pueda decirle “no” la próxima vez? Daré la respuesta.
Porque la reforma constitucional de 1994 construyó un sistema pensado para los “representantes” y no para los “representados”. Porque el poder constituyente actuó movido como clase política con intereses propios y optó por protegerse a sí misma del control popular directo, estableciendo un esquema cerrado de controles internos, que en definitiva es controlarse entre ellos mismos.
Por esa razón, la reforma constitucional de 1994 no incorporó ninguno de los muchos institutos que existen en el derecho comparado que habilitan el diálogo y el control externo al poder, como la revocatoria popular de mandatos, el sistema de mandato rotativo, de mandato anual, de instrucciones obligatorias o mandato imperativo por nombrar solo algunos.
Profesor titular derecho político USI Placido Marin, profesor adjunto regular derecho constitucional UBA