La lección de los 90 y el Waterloo de Larreta
Un viejo refrán advierte que a veces la historia pega un giro inesperado en la dirección correcta. La frase parece irónica, puesto que lleva implícita la idea de que la mayoría de los giros inesperados suelen conducir al error o al desastre. Cada quien sacará sus propias conclusiones acera de si se trató de una suerte o de una maldición lo que aconteció aquella lejana noche febril, en una pizzería legendaria llamada “Casona de Roque”, donde un presidente recién elegido le reveló a un periodista famoso que para salvar al país traicionaría a su electorado. Los historiadores modernos persisten en ignorar esa crucial cita de medianoche, el martes posterior a las elecciones presidenciales de 1989.
Bernardo Neustadt, que tuvo la ocurrencia de morirse el día del periodista, salía a la calle después de un programa histórico y agotador, y se disponía a marcharse a su hogar cuando escuchó unos bocinazos. Un poco aprehensivo vio que el mismísimo Carlos Menem se detenía en doble fila: conducía un Fiat y se movía sin custodia. Bajó la ventanilla y le dijo que quería conversar con él: “Ahora mismo, porque mañana es muy tarde, no podemos perder ni un minuto”. Durante la cobertura dominical de los comicios y ya con los resultados en la mano, Neustadt le había dicho en el aire: “Mire que este no es el país de Perón. No hay oro amontonado en los pasillos del Banco Central. No hay nada que repartir”. Y el caudillo riojano, todavía luciendo las frondosas patillas de Facundo Quiroga, le había respondido: “Ya lo sé, Bernardo, no estoy en la luna. Vivo en la Argentina”. Cuarenta y ocho horas después, los dos entraban en “Casona de Roque” y se sentaban a una mesa apartada, aunque a la vista de los asombrados comensales. Menem venía de una gira por Europa, sabía qué vientos de cambio soplaban y tenía un innegable olfato político. Pronto surgió la verdad: llegaba al poder con un discurso nacionalista y un equipo de cuadros peronistas tradicionales, pero debía poner en práctica un programa neoliberal. Le pidió nombres y Neustadt le armó una lista con sus “abonados”, los invitados permanentes a Tiempo Nuevo: Álvaro y María Julia Alsogaray, Domingo Cavallo, Guido Di Tella, Jorge Triaca, Avelino Porto, Antonio Salonia, Adelina Dalesio de Viola –la “Evita de la Ucedé”– y Martín Redrado. Nacía el bernardo-menemismo (Leopoldo Moreau dixit), la “economía popular de mercado” y posteriormente la convertibilidad. Todos esos personajes y otros que aportó el “rey de la telepolítica” fueron esenciales para el flamante mandatario, que había girado ciento ochenta grados sin pestañear. Es curioso repasar hoy aquella nómina de dirigentes que respaldaron con entusiasmo su gestión cambiante: Néstor y Cristina Kirchner, Oscar Parrilli, Alberto Fernández, Sergio Massa, Horacio Rodríguez Larreta, Patricia Bullrich y, por supuesto, Juan Schiaretti. Esta misma semana, durante las bochornosas refriegas de Juntos por el Cambio, Gerardo Morales evocó a Neustadt y le adjudicó acertadamente haber generado la impronta cultural de aquella época. Lo hizo para sacudir de paso a varios comunicadores de la actualidad que cuestionan sus jugarretas, pero lo cierto es que comete un gran error: el Bernardo Neustadt de esta era no es exactamente un periodista sino un simple mediático. Y se llama Javier Milei. Fue el inefable anarcocapitalista quien con su explosivo y teatral raid por los medios instaló durante dos años un discurso hostil contra este modelo de saqueo privado y estatismo cerril y negligente, y quien volvió a popularizar las bondades del mercado y la economía abierta. También quien sutilmente se ha presentado como una especie de reencarnación del riojano, en un intenso revival noventista, que se desarrolla ante nuestros ojos luego de que el neosetentismo nos estacionara en la más aguda catástrofe. Hay, sin embargo, muchas diferencias entre una y otra experiencia histórica. Pero la más notable está en su génesis: Bernardo fue capaz de llenar la Plaza de Mayo en fuerte apoyo a esas mismas ideas, y se preguntó íntimamente si no estaba en condiciones de formar un partido propio. Muchos se lo propusieron. ¿Qué habría sucedido si hubiera cedido a la tentación? La respuesta es necesariamente contrafáctica, pero no es difícil conjeturar que el predicador televisivo no habría llegado muy lejos sin el caudillo experimentado y el respaldo del aparato territorial y operativo de un movimiento de masas. Confundir a Neustadt con Menem es, por lo tanto, como confundir a Graham Bell con el sistema global de telecomunicaciones. Resulta cierto, no obstante, que los outsiders –en esta etapa de fragmentación y malestar, redes sociales y voto impulsivo– protagonizan en distintas latitudes fenómenos sorprendentes; también ulteriores naufragios estrepitosos.
En política, los tronos que abandonáis los ocuparán príncipes advenedizos
Una pregunta que sigue sin respuesta, y que solo se develará al abrir las urnas, es si el prolongado desastre kirchnerista y la prédica del mediático provocaron un corrimiento del electorado, algo que significaría un verdadero cambio cultural. Y si el centro ideológico continúa siendo aquel lago tan pródigo donde pescar votos. El alcalde supone evidentemente que sí, o actúa con la resignación de quien no tiene otra zona hacia la que dirigir su ávido mediomundo, y esto lo hace por convicción o porque Patricia Bullrich ya ocupa el otro lago y ha levantado una empalizada. De ese problema surgió la brusca ocurrencia de abrazar a Schiaretti e intentar meterlo en la coalición por la ventana a pocos días del cierre de listas. Horacio Rodríguez Larreta entró en esa batalla sin saber lo lógico, que iba a perderla; armó un estropicio en Córdoba, donde quedó lastimado su principal candidato y donde todos los partidos de la coalición se le sublevaron; sembró más incertidumbre e internismo al triste panorama de la oposición, y acabó fracasando en cuatro días de gallinero. Y todo ese Waterloo fue por ese gran mito autodenominado “peronismo federal”, que protagonizan pícaros justicialistas sin potencia nacional demostrada, que no se atreven a plantar cara en la interna peronista y derrotar a Cristina Kirchner en el peor momento de su existencia política, y siempre ofrecen sus espadas de chocolate a los líderes republicanos. A Bullrich también la creó el alcalde cuando se acomodó en la gestión de la pandemia, y dejó que ella pusiera el cuero por él en materia política e institucional. No fue un juego acordado, pero sí funcional a Rodríguez Larreta, que no quería mancharse las manos con la grieta y temía las represalias de toda escaramuza. En política, los tronos que abandonáis, los ocuparán los príncipes advenedizos, y esa es la ley primera. Aquella dama se transformó, por default, en la jefa de la oposición, y ahora en consecuencia se volvió su gran dolor de cabeza. El fantasma que ronda los campamentos evoca de nuevo los años 90, y aquella interna que se desenvolvió en el marco de un incendio económico: Larreta teme ser Cafiero, un candidato cantado y amigable con un presupuesto generoso, a quien derrota un inesperado de último momento con un discurso duro y polémico. Toda esta peripecia malhadada no habla bien ni mal de Patricia, pero pone una luz de alarma acerca de Horacio, que aspira al gran liderazgo pero que solo ofrece tropiezos e impotencia. Cualquier fuerza que llegue a la Casa Rosada necesitará del concurso de una amplia mayoría: eso resulta más que obvio, pero no es lo que se está discutiendo en estas últimas horas. El larretismo se defiende además con una peligrosa falacia: las 14 toneladas de piedra contra el Congreso son la evidencia de la falta de generosidad de Cambiemos con el peronismo. Suena a patología: una víctima golpeada que insiste en justificar a su golpeador. Luego está, por supuesto, el axioma según el cual este cambalache interno es producto de la desintegración del kirchnerismo. Pero todas las encuestas muestran cómo esta facción sigue siendo riesgosamente competitiva. Puede resultar doloroso para los republicanos de a pie, pero la razón profunda de este caos endogámico no es la falta de contendiente sino de talento político. Muchas veces la historia, lamentablemente, pega un giro inesperado en la dirección incorrecta.