La ilusión de ser otro
Este texto es un fragmento del discurso que la autora dio en el 16° Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura, realizado en Chaco, del 16 al 20 del mes pasado
EL ser humano es un ser gregario: está en su naturaleza juntarse con otros de su especie. Pero es un gregario especial. Algunos dicen un "semigregario". Se junta, aunque no con cualquiera ni en cualquier circunstancia: elige con quién, cuándo y por qué. Así como nosotros elegimos participar del Foro de la Fundación Mempo Giardinelli. Raro, si tenemos en cuenta que los que venimos somos lectores empedernidos, un caso de gregarios selectivos muy particular que podría definirse con un oxímoron: un gregario solitario.
Es que nuestro animus societatis, como dicen los abogados, esa voluntad de estar cerca, es la lectura. Y la lectura es un acto solitario. Sin embargo, un acto que cada tanto nos amucha junto al fuego como una paradoja. ¿Por qué? Probablemente porque tenemos la suerte, no todos la tienen, de que la lectura nos produzca una felicidad clandestina, emoción para la que no encuentro mejor nombre que el título de ese cuento de Clarice Lispector, en el que describe su encuentro con un libro prometido y demorado por una amiga, El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato, estado que ella describe así: "A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en éxtasis purísimo. Ya no era una niña más con un libro: era una mujer con su amante". Una felicidad tal que no podemos soportar solos. Sentimos la necesidad casi física de compartirla con otros.
Se lee solo, pero también se le lee a otro. O se escucha lo que otro nos lee. O se le cuenta a otro la historia que nos atravesó el cuerpo, el texto que nos conmovió, el poema que aún nos resuena en el oído como una música sin notas. Queremos compartir esa experiencia solitaria con otros porque necesitamos confirmar que hay alguien a quien le pasa lo mismo que a nosotros frente a una abstracción, frente a algo tan intangible como es la palabra. Necesitamos compartir nuestras lecturas con otros por nosotros mismos, pero también porque estos particulares gregarios solitarios tenemos vocación de colonizar, de convencer para nuestra causa, de conseguir expandir el animus societatis que nos une a futuros integrantes de esa sociedad ad hoc. Una sociedad que no queremos secreta ni cerrada, sino participativa y democrática, donde la lectura no sea patrimonio de una elite que determina qué vale la pena leer y qué no, sino un descubrimiento colectivo, un tesoro a compartir más que una verdad a imponer.
Se nos está permitida esta particular forma de gregarismo porque somos depositarios de una joya que otras especies no tienen: la palabra. Y esa joya nos permite una actividad que nos diferencia aún más de otras especies: contarnos historias unos a los otros. Alrededor de un fogón, en una ronda de amigos, junto a la cama de un niño a punto de dormirse, en un hospital, en una escuela. O en un tren. Como "El cuentista", de Saki, ese hombre joven, soltero, que intentaba calmar con sus cuentos inquietantes a unos niños molestos y preguntones que viajaban con su aburrida tía. Los niños empezaron a entusiasmarse frente a un adverbio: "Horriblemente". Porque la protagonista del relato era "horriblemente buena" la historia cobró una mayor importancia para ellos. El joven soltero y los niños que viajaban en ese tren podrían ser parte de esta cofradía. Su tía, azorada por la irreverencia del relato, seguramente no. Durante ese viaje un joven desconocido les propone a esos niños el juego de ser otros. No se lo dice, sólo les cuenta un cuento. Y ellos aceptan entrar en un mundo construido palabra sobre palabra. Tal vez no elijan ser Bertha, la horriblemente buena, o sí; tal vez prefieran ser una amiga de ella o una hermana, sus padres, o alguno de los cerditos que se la terminará comiendo. En el juego de ser otro que propone la ficción, la moral no cuenta. Ser por un rato el que sea, pero otro. Nadie juzga, nadie condena.
Las lecturas que nos acompañan a lo largo de nuestra vida nos permiten esa ilusión. La primera vez que recuerdo haber sido otra fue con un relato que me contaba mi abuela y que yo siempre le pedía que repitiera. Se trataba de una nena que debía ir a la farmacia a comprar un remedio para su hermano menor, que tenía tos. Llovía mucho. La nena estaba sola en esa casa con su abuela y su hermano. Cuando yo le preguntaba a mi abuela: "¿Dónde están los padres?", me contestaba: "Trabajando". Nunca vi una imagen de esa niña, ni una foto, ni siquiera un garabato hecho por mi abuela, pero yo sabía cómo era, qué ropa llevaba, de qué color eran sus botas y su paraguas. Lo sabía porque las palabras de mi abuela me permitieron no sólo verla, sino ser ella.
Luego de ser la niña en ese día de lluvia fui muchos otros. Primero fui aquellos que encontré donde me llevaron mis maestros con sus indicaciones de lectura. Cuando supe leer, fui la que tenía en su cuarto "La mancha de Humedad", de Juana de Ibarbourou. Y como ella dije: "En esa mancha yo tuve todo cuanto quise: descubrí las Islas de Coral, encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que pone los huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a Desdichado de Brabante y montañas echando humo, de las pipas de cristal que fuman sus gigantes o sus enanos". Yo no tenía una mancha de humedad en mi cuarto, pero podía ser la niña que la tenía en el suyo, gracias a ese relato.
Más tarde fui la Jo de Mujercitas, nunca Amy. Aquella a la que le gustaba la escritura y se cortaba el pelo como un varón para enfrentar al mundo. Un poco más tarde me subí a un bote y naufragué; y quise matar una gaviota porque me moría de hambre en esos días en el mar pero cuando estuve a punto de comerla me arrepentí, como le sucedió al pescador de "Relato de un náufrago", de Gabriel García Márquez. También fui el hermano varón de "Casa Tomada", de Julio Cortázar, no Irene, la hermana, "una chica nacida para no molestar a nadie".
En algún año de mi colegio secundario fui don Luis, el tipógrafo jubilado que protagoniza la novela Copsi (mezcla de Coca y Pepsi), que denunciaba el mundo del consumo como explotación del hombre. Siempre recordé esa novela y su protagonista, pero como me adueñé de él me olvidé del autor. Por mucho tiempo no podía recordar quién la había escrito. Hasta que un día me encontré en el Registro de la Propiedad Intelectual con Pacho O’Donnell y en la conversación él nombró a Copsi, una novela suya. Y yo me emocioné, pero no se lo dije, porque me dio pudor confesarle que yo había sido don Luis en mi adolescencia.
Fui también Cordelia, hija de Rey Lear, de Shakespeare, y recité: "Desgraciada de mí, que no puedo elevar mi corazón hasta mis labios. Amo a vuestra majestad tanto como debo, ni más menos". Y en el Zoo de Cristal, de Tennessee Williams, fui Tom Wingfield y no Laura. Tom, que soñaba con ir a la luna: "Yo no fui a la luna. Fui mucho más lejos. Porque el tiempo es la distancia más larga entre dos lugares...".
Fui una de las visitadoras de Pantaleón y las visitadoras, de Vargas Llosa. Y la mujer que espera en una estación de ferrocarril en España, en el Valle del Ebro, el tren que la llevará con su pareja a hacerse un aborto que Hemingway nunca nombra en "Colinas como elefantes blancos", pero que está presente en la tensión entre ellos dos.
También fui el niño en su cama sin poder dormir, esperando que su madre lo viniera a besar en Por el camino de Swann, de Marcel Proust. Y Olga, la mujer que en el cuento "La cigarra", de Chejov, deja a su buen marido para pasear en barco con amantes artistas. Y el hombre prejuicioso de "Catedral", de Carver, al que un ciego le enseña a ver lo que él nunca antes vio.
Fui Auden despidiendo a un amigo en "Funeral Blues": "Detengan los relojes/ desconecten el teléfono/ denle un hueso al perro/ para que no ladre". Y Aledo Meloni despidiendo al cantor en "Luto": "Como el cantor ya no tiene/ ningún camino de vuelta,/ al mástil de su guitarra/ le han puesto una cinta negra".
En Paraguay fui don Diego de Zama, de Di Benedetto, y esperé infructuosamente el traslado a Buenos Aires. Le escribí cartas a doña Leonor cuando me metí en la piel de Nené, en Boquitas pintadas, de Manuel Puig. Como Rosa de Miami, de Belgrano Rawson, trasmití por una radio clandestina en la época de la revolución cubana. Anduve metida en la piel de la solterona que espiaba a su cuñado mientras él se bañaba, en "Sombra sobre vidrio esmerilado", de Saer. Y en Cine, de Juan Martini, fui Sívori y espié a Pina Bosch por la ventana. Fui el Cátulo Rodríguez de Orlando Van Bredam en su Teoría del desamparo, que se encuentra con que en el baúl de su auto le metieron un cadáver y nos dice a nosotros, los lectores: "Esta mañana ha ocurrido lo inesperado. Y usted no está preparado para que lo inesperado aparezca en su vida".
Fui la "Muchacha Punk", de Fogwill, y como ella viví en una espectacular casa familiar en Londres. Pero también viví en el edificio del "El señor Serrano", de Mempo Giardinelli, y lo observé en su ocaso, como él: "Quizá por todo eso, desde hacía varios meses (desde una tarde en la que se había despertado luego de una breve siesta, lloroso y aterrado porque en su sueño un agresivamente más joven señor Serrano le había gritado que era un pobre tipo), sólo pensaba en hacer algo grande algún día. Soñaba con cambiar su destino, si lo tenía, si acaso el destino se había ocupado de él".
A principios de este año y en forma intermitente fui una de las gemelas de Piglia en Blanco nocturno: Ada y Sofía. Y unos meses después Becerra en Placebo, de José María Brindisi, frente al recuerdo: "… y a pesar de todo, en algún recodo un resorte disparó con violencia esa imagen indeleble: un caballo blanco, muerto, al costado de la ruta". Hace poco fui la niña de Claire Keegan en Tres luces, y dije como ella: "Estoy en un punto en que no puedo ser la que siempre soy ni convertirme en la que podría ser". Y ahora, en estos días, en este momento, esta noche cuando me meta en la cama y lea, soy y seré el Nano Balbo, cuando todavía era un niño y lo acompañaba a su padre a hacer política por los campos, ese que aparece en Un maestro, de Guillermo Saccomanno: "Cuando se acercaron las elecciones con mi padre salimos a cazar. Cazábamos por deporte y también para comer, porque yo las liebres las vendía. Tenía catorce años y me había comprado una carabina de precisión para no perder balas. Mi padre me dijo: «Mirá, me vas a acompañar de caza para la campaña electoral». A mí me pareció raro eso. «Ya te voy a explicar», me dijo".
Hoy somos los cuerpos que vemos con nuestros ojos, pero también todos estos otros personajes que fuimos, somos y seremos. Es como si en cada uno de nosotros pudiéramos ir al interior, capa por capa, y encontrar esos distintos hombres y mujeres que jugamos a ser. Muñecas rusas de nuestras tantas lecturas. Un mise en abyme desde el libro que llevamos hoy con nosotros hasta aquel primero que nos contó una abuela. Nuestra cofradía de gregarios solitarios lectores se multiplica así al infinito, dentro de nosotros mismos.
No sé quién seré la semana que viene, ni la otra, ni el mes que viene, ni el próximo año. Cuántos, de qué edades, si hombres o mujeres. Porque el camino de la lectura que más me atrae es aleatorio, lo dibuja un azar en el que confío, tiene muchas otras paradas y no tiene fin. Así, la ilusión que provoca ser otro a través de la palabra nunca acaba. Pero en algún lugar de ese camino y aunque no se deje nunca de andarlo, uno por fin sabe. Sabe que ya no es el que era. Uno es, de verdad, otro. La ilusión de ser otro que nos promete la lectura no nos defrauda, porque terminamos siéndolo. No un personaje u otro, sino un hombre o una mujer distintos. En algún punto del camino nos encontramos con una versión más acabada y rica de nosotros mismos. Y ya no volvemos a ser aquel que fuimos antes de leer.
© La Nacion
La autora es escritora. Su última novela es Betibú.
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