La igualdad ante la ley y el liberalismo deben de ser de tercera generación
Los ideales nos hablan de quiénes nos gustaría ser, pero los acuerdos que hacemos definen quiénes somos; es difícil afirmar que no estamos ante políticas populistas cuando se busca bajar la fiebre sin atacar la enfermedad
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El 31 de diciembre de 1999, la periodista norteamericana Anne Applebaum y su marido, el político polaco Radek Sikorski, organizaron una fiesta para cien invitados en un pintoresco pueblo del norte: Chobielin. El bosque de abedules que rodeaba la casa, y evocaba la inolvidable película de Andrzej Wajda, estaba nevado. Había periodistas ingleses, diplomáticos que trabajaban en Varsovia y una gran cantidad de polacos, funcionarios, familiares, amigos y colegas del marido que, por entonces, era el vicecanciller de un gobierno de centroderecha. Si un denominador común podía atribuirse a ese conglomerado es que eran todos liberales que creían en la democracia, en el Estado de Derecho, en la separación de poderes y en una Polonia europeísta, que dejara atrás el comunismo y el atraso.
Applebaum confiesa en un libro de 2021 que muchos de los invitados se avergonzarían al admitir que estuvieron allí y cruzarían de vereda para no saludarla. El distanciamiento no es personal, sino político. Una mitad sigue apoyando la democracia liberal, mientras que la otra se inclina por posturas xenófobas, supremacistas y autoritarias. Resulta increíble ver a aquellos “antiguos liberales” aferrados a la manipulación del Tribunal Supremo, la presión sobre los medios periodísticos y la destrucción de las instituciones culturales perpetradas por un gobierno de ultraderecha. Peor aún: avergüenza verlos embanderarse en la homofobia reinante, que llegó al punto de que un semanario oficialista imprimió letreros que decían: “Zona libre de LGTB”, para que sus lectores los adosaran en los frentes de sus casas.
Empiezo a sentir que asoma en la Argentina una polarización análoga: viejos y queridos cofrades te dejan de seguir en las redes sociales, te bloquean, ya no saludan tus notas, súbitamente no te contestan el teléfono. Y un día te acusan de traidor. Quienes llamaban para pedir un prólogo de Juan José Sebreli, fundador del FLH, ahora dicen abiertamente en la radio que los gays son “enfermos”. Muchos enmascarados muestran su verdadero rostro: son conservadores, integristas, fascistas.
Milei no llegó al poder como un economista, sino como un héroe religioso que no cedía, que no transigía, que no negociaba. Siendo histriónico, daba la impresión de no tener filtros: por eso la sociedad lo recompensó con su atención y le permitió que desafiara los códigos sociales. La guaranguería era tomada como una demostración de valentía. Eligió meticulosamente sus enojos, demonizó a poderosos abstractos, la casta, pero también a algunos desprotegidos concretos; en ambos depositó la razón de todos los males del país. Fue una operación indispensable para que sus agresiones pasaran por legítima defensa, en representación vicaria de una muchedumbre de víctimas: de ahí a la “guerra santa” mediaba un paso. ¿Cómo no van a cruzarse de vereda aquellos viejos amigos?
Lo siguen los que se cayeron del sistema, los violentos, los que están aburridos con sus existencias opacas. Se estableció así una conexión psicoanalítica muy perversa: Milei, al delimitar responsabilidades de modo tajante con una sola palabra, casta, ayuda a muchos seguidores a desculpabilizarse de la debacle del país.
Los ideales nos hablan de quiénes nos gustaría ser, pero los acuerdos que hacemos a la hora de la verdad definen quiénes somos. Los héroes trágicos solo son gestuales, pero no tienen planes de futuro. Cuando Milei chocó con la realidad amplificó el liberalismo discursivo, pero también el dirigismo empírico. Así, mientras habla de Adam Smith y dice que los monopolios se autorregulan, en la práctica mantiene el cepo, aumenta impuestos, controla el tipo de cambio, fija la tasa de interés y tiene como funcionarios a Daniel Scioli y Leila Gianni. Eso sí, bajo el pretexto de que no es “libertonto”.
Es muy difícil afirmar que no estamos en presencia de políticas populistas cuando se busca bajar la fiebre sin combatir la enfermedad. ¿Qué es, si no, postergar aumentos de tarifas, cancelar obras públicas indispensables, demandar a las prepagas por haber aumentado, desmantelar el aparato cultural, generar una gigantesca recesión y refeudalizar las relaciones sociales con el fin ostensible de moderar artificialmente la inflación, aunque manteniéndola en niveles altísimos para el estándar mundial? ¿Qué es si no revanchismo la euforia de algunos libertarios cuando ven echar personal especializado con treinta años de antigüedad en el Estado? Algunos dirán que esto no es populismo porque no se entregan bienes del Estado a cambio de votos. Adviértase que lo que ahora se hace es intercambiar bienes simbólicos demandados por parte de la sociedad –que la inflación baje o hacer una “carnicería” con el Estado– por algo que permanece oculto: mantener o aumentar el desbarajuste. Pero, como el debate no es bienvenido, cualquiera que se atreva a disputar discursivamente el sentido del ajuste es lapidado por “las fuerzas del cielo”.
¿Qué es si no populismo proponer el modelo Bukele para la seguridad cuando no solo las condiciones de El Salvador y la Argentina son muy distintas, sino que violaría el derecho penal liberal y la propia Constitución, que eliminó los tormentos y castigos para los presos? Pero se ofrece ese manjar efímero porque alguna gente pide “mano dura”. La rentabilidad de la demagogia. Lo más patético es que a los que alertan sobre esto se los acusa de estar a favor de la delincuencia y del zaffaronismo.
¿En qué queda la lucha contra la casta cuando para sacar una ley en el Congreso, según han admitido referentes del Gobierno, se le ofreció un jugoso cargo de embajadora en París a una senadora díscola? Esta persona, que casualmente pertenece a una de las familias de la política más rancia de la Argentina, invocó un argumento insólito para contrarrestar la acusación: sostuvo que, en realidad, ya pensaba votar a favor de la Ley Bases cuando le llegó la oferta. ¡Como si solo hubiera que mirar del lado del que recibe la propuesta y no del que la formula! ¡Como si hubiera sido una total casualidad que el ofrecimiento recayera tan luego en una senadora indecisa! Al menos en la época de De la Rúa “la Banelco” causó estupor.
¿Cómo sería luchar contra la casta proponiendo para ser miembro de la Corte a un hombre cuyo pliego pasaría el filtro del Senado únicamente bajo un probable acuerdo con el kirchnerismo? ¿Está acaso sugiriendo esa postulación que para realizar los grandes cambios que el país necesita hay que capitular con el pasado y que, por ende, estamos ante una disyuntiva trágica que impide una solución plenamente ética?
Nos han hablado en la campaña electoral de que el enemigo era un grupo poderoso, la casta, pero hasta ahora lo que se ha visto es que el mayor costo del ajuste recayó sobre los jubilados, al mismo tiempo que se blinda a sectores subsidiados, como el de Tierra del Fuego, el tabaco o las ferias clandestinas, y se incorpora el RIGI, un sistema de beneficio para multimillonarios elegidos quirúrgicamente a los que se eximiría de todos los impuestos que se seguirían infligiendo al resto de los pequeños empresarios. La igualdad ante la ley y el liberalismo deben de ser de tercera generación.
Hay que admitir que solo han ganado una elección, no han tomado la Bastilla, no ha habido un triunfo revolucionario, razón por la cual es muy lógico que el pragmatismo suplante al purismo. Lo que irrita, sin embargo, no es tanto que claudiquen, sino que se replieguen agitando insultos contra los que, infructuosamente, habíamos alertado sobre estos riesgos si ganaba un partido sin arraigo territorial, sin tradición política y sin un plantel sofisticado para ocupar los cargos. Juegan con la democracia como si fuera un Duravit, como si fuera resistente a las pruebas de los improvisados.