La ignorancia del pasado lleva a la incomprensión del presente
Está muy de moda decir, a la ligera, que dejemos de hablar del pasado y miremos solo hacia el futuro. El problema es que, como decía Marc Bloch, la ignorancia del pasado lleva inevitablemente a la incomprensión del presente. Lo que viene particularmente a cuento en este extraño tiempo en que, como una revancha de la historia, estamos viviendo tiempos de “peste” y una guerra europea que nadie podía imaginar.
En ese tiempo estamos, sin embargo. Y si aún la famosa pandemia, pese al éxito de las vacunas, nos hunde todavía en perplejidades, mucho mayores todavía son las de la invasión rusa y su autoritario comandante supremo.
Vayamos entonces a la monumental obra de Tony Judt Postguerra para comenzar a entender delante de qué estamos. Cuenta el gran historiador británico que la estrategia de Stalin, en 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial, procuraba recuperar los territorios que en 1918 había perdido la revolución bolchevique, en el Tratado de Brest-Litovsk. Por eso el ejército rojo había invadido Rumania, Checoslovaquia, el este de Finlandia, las tres repúblicas Bálticas y, por supuesto, Ucrania. “El territorio –dice Judt– no solo representaba prestigio sino, además, y por encima de todo, seguridad”. “En Yalta, y de nuevo en Postdam, Stalin explicitó su insistencia en que esos territorios situados entre Rusia y Alemania, en caso de no ser completamente absorbidos por la propia URSS, deberían ser controlados por regímenes aliados, libres de fascistas y de elementos reaccionarios”.
Hoy, estamos en lo mismo. Hasta en el léxico. Lo interesante es que Judt dice que para entender esos reclamos de Stalin había que mirar la política de los zares: “Después de todo, Pedro I el Grande fue el que introdujo la estrategia mediante la cual Rusia llegaría a dominar a través de la “protección” a sus vecinos; Catalina la Grande, la que expandió el imperio hacia el sur y el sudoeste, y Alejandro I, sobre todo, el que estableció el modelo de la intervención imperial rusa en Europa”.
Pues bien, con motivo de los 350 años del nacimiento de Pedro el Grande se realizó una gran exposición. Para Putin, el fundador de su ciudad, San Petersburgo, tiene un valor especial y así lo dijo de un modo más que expresivo: “Es sorprendente, pero casi nada ha cambiado en 300 años… Pedro el Grande libró la Gran Guerra del Norte durante veintiún años. Daba la impresión de que al luchar contra Suecia se apoderaba de algo. Pero se estaba apoderando de nada, lo estaba recuperando”. Cuando fundó San Petersburgo, añadió, “ningún país europeo reconocía este territorio como perteneciente a Rusia. Todo el mundo lo reconocía como parte de Suecia, pero desde tiempos inmemoriales los eslavos allí vivían”, por lo cual “retomaba y reforzaba” lo que era ruso.
Si algo faltara para entender cuál es su espíritu, añadió: “Aparentemente, también es nuestra responsabilidad, retomar y fortalecer. Y si partimos del hecho de que esos valores constituyen las bases de nuestra existencia, con toda seguridad triunfaremos en esa tarea”. “Si ha habido momentos en la historia de nuestro país en los que nos hemos visto obligados a retroceder, ha sido para recuperar nuestra fuerza y avanzar”.
Lo que no dice Putin es que Pedro el Grande fundó San Petersburgo como una “ventana a Occidente” y fascinado por sus viajes a Europa –de incógnito– construyó la “Venecia del Norte” en medio de canales y con palacios cuya arquitectura es inequívocamente italiana. Rastrelli y Rossi fueron sus grandes arquitectos y hasta trajo a este lugar de cortos veranos y helados inviernos, los colores italianos, que procuraban crear una atmósfera más amable. Así hizo de ella una formidable capital, no solo política sino cultural, que aún vibra con el más refinado ballet y el impresionante Hermitage que nos legó Catalina.
En todo caso, nadie puede dudar de que estamos frente a un designio imperial. Podremos discutir la fragilidad del sueño, cuando la economía rusa no supera la de Italia o la de Brasil, pero no la férrea voluntad que está detrás de un liderazgo determinado. Su invasión a Ucrania, sin ningún incidente o episodio real que sirviera de pretexto, y su obstinación en seguir adelante pese al inesperado sacrificio que le ha costado, encuadran exactamente en sus declaraciones. Tenemos, entonces, un desafío complejo. Hoy nos está significando, en el mundo entero, alta inflación, una costosísima reconversión energética (que impacta no solo a Europa), escasez de alimentos (esperemos que temporaria) y, lo que es más preocupante, un retroceso en la libertad comercial y los procesos de integración global de cadenas productivas. Ha renacido el concepto de “seguridad nacional”, hasta ahora reservado a nuestras dictaduras, para mostrar –en el ejemplo de Alemania– que cada país tiene que asegurarse condiciones propias de sobrevivencia, o sea, no depender demasiado de los de afuera.
Luego de un notable período de expansión comercial y comunicacional, vamos desplazándonos a un mundo más cerrado, en que China –el mayor beneficiario de la libertad occidental– queda en el medio: oscila entre una guerra fría con Estados Unidos y Europa, acercándose a Rusia, o trata de consolidar lo que ha ganado estos años, zigzagueando entre unos y otros.
Nuestra América Latina, tan desgobernada e imprevisible hoy, tiene por delante un gran desafío: diseñar con inteligencia sus políticas para no quedar encerrados en una retrógrada bipolaridad. No es una prueba para quienes gobiernan mirando encuestas sino para los que, por lo menos, tratan de otear el horizonte en medio de la incertidumbre.